Hola, ahí.
El duelo es una temporada en el pasado; un período a veces más extenso de lo deseable y no solo por la melancolía que te abraza hasta el ahogo sino también por lo difícil que se hace en este tiempo encarar proyectos, cumplir promesas, ocuparse de algo que implique salirte de vos mismo. En este momento, por ejemplo, me gustaría abandonar el pantano de la tristeza (La historia sin fin domina claramente mi memoria), pero no hay manera de abreviar el período de adaptación a la orfandad, ni siquiera a mi edad.
Y es que pretender acortar un duelo es tan inútil como intentar dominar el amor.
(Es feriado, vino mi hija de visita y, mientras escribo, toca el piano y canta acá, a unos pasos, Just The Two of Us, el himno de Bill Withers: “We look for love, no time for tears”. Esto de tener a alguien cercano y querido que musicaliza tu vida es un verdadero regalo).
Poniendo orden en la casa y en mi vida, apareció entre mis manos un sello -de plástico, austero- de mi papá. Debo haberlo traído de su casa en estos meses, junto con fotos y documentos, esos objetos que iba manoteando por necesidad -y por desesperación- en medio de la enfermedad que se lo llevaba.
Dr. CARLOS POMERANIEC
MÉDICO
M.N. 22119 M.P. 30666
Mi papá era médico clínico y reumatólogo. Era mi médico de cabecera y no importaba si formalmente me atendían otros profesionales: su palabra era la que contaba siempre. En estos días quise llamarlo varias veces para consultarlo por el Covid que me dejó agotada y sin gusto ni olfato. El vacío de su voz es un desgarro.
Lo curioso es que mientras te proponés salir de la oscuridad del duelo, al mismo tiempo buscás compañía en la nostalgia de las fotos viejas o en personas y cosas que te ayuden a atravesar el tránsito que va del dolor al regreso a tu vida de siempre. Entonces aparece la literatura de duelo. No siempre entrás en los libros pensando que hay en ellos historias similares a la tuya, pero lo cierto es que en estado de duelo encontrás la muerte o la pérdida en todo lo que leés o ves o escuchás.
Va una pequeña lista de libros que me acompañaron en estos meses durísimos de enfermedad y muerte. Algunos son reconfortantes, otros son trágicos como trágica puede ser la muerte, pero son grandes títulos que te hacen sentir menos solo en este abismo de tristeza infinita.
Vivir con nuestros muertos, de Delphine Horvilleur (Libros del Asteroide)
Este libro lo leí en una noche, absolutamente cautiva de los relatos y las palabras de su autora, una rabina y filósofa francesa que narra diferentes historias y casos en los que estuvo cerca de los deudos llevando consuelo en los primeros momentos de la pérdida aunque también habla de duelos propios. Lo singular es el modo en que Horvilleur vincula las historias de vida con los textos del Talmud: lo real contemporáneo entretejido con la sabiduría de siglos da como resultado una literatura conmovedora y fascinante.
Me gusta mucho la explicación que hace de su función al pronunciar el kadish, el rezo que se hace en la despedida a los muertos. “Acompañar a los dolientes no para mostrarles algo que no supieran ya, sino para traducirles aquello que te han contado para que ellos puedan oírlo también. Y asegurarse así de que el relato que ha salido de sus labios regresa a sus oídos a través de una voz que no es la suya, o no del todo, una voz que pone en diálogo sus palabras y las de una tradición ancestral, transmitida de generación en generación, a los ‘buenos’ y a los ‘malos’ judíos, y sobre todo a los que hacen lo que pueden”.
Esta última mención, “a los que hacen lo que pueden”, me tranquilizó enormemente en los días finales de la vida de mi papá.
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Un temporal, de Ansilta Grizas (Entropía)”Ahora te veo y lo primero que veo es tu enfermedad, me cuesta encontrar algún vestigio tuyo”, le dice la narradora a su padre, internado en una residencia y convertido en una sombra del hombre que fue. El relato de Grizas es un largo diálogo de a uno; del otro lado solo hay una mirada, cuando la hay.
“Yo escribo pensando en vos, papá, sabiendo que aún estás ahí, pero sé que no te lo puedo leer porque no lo podrías comprender. Entonces, ¿estás realmente ahí?, ¿y de qué manera? ¿No es acaso una pérdida también esa que está ahí latente, a la que sólo le falta el remate, la serpiente que se retuerce? Y ahora no paro de preguntarme cómo será para mí el día que lleguemos a ese lugar definitivo, al otro lado de la bahía”, reflexiona pensando en el final, que aún no llega. Pensando, en realidad también, en a qué llamamos el final de una vida, ¿no?
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La vida después, de Donald Antrim (Chai)
Crónica del crepúsculo de la vida de la madre del autor, una mujer que vivió entre el alcoholismo, la depresión y una relación amorosa tóxica. El relato del final obliga al escritor a ir hacia atrás para buscar, además, el origen de su propio padecimiento.
El libro de Antrim es de esos que te toman del cuello de arranque y te hace imposible soltarlo: “Mi madre, Louanne Antrim, murió en una mañana soleada, un sábado del mes de agosto, en el año 2000. Estaba acostada bajo sábanas nuevas color violeta, en una cama para hospital, arrimada a los tanques de oxígeno verdes contra la pared en lo que más o menos era el living de su casa, una casa oscura, claustrofóbica y decorada de un modo extraño, ubicada cerca del final de un camino serpenteante, como un surco, que pasaba frente a una obra en construcción llena de barro y varios patios alambrados, hasta desembocar en una playa de estacionamiento anexa al lúgubre estanque para patos en el centro de la pequeña ciudad donde ella había vivido durante los últimos cinco años de su vida, Black Mountain, en California del norte.”
Como ves, se trata de una literatura del yo que es una literatura del nosotros.
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Efectos personales, de Marina Mariasch (Emecé)
Uno de los libros del año en Argentina. Marina, poeta, editora, militante feminista, periodista cultural y narradora, escribió una novela de no ficción que gira alrededor de una experiencia personal y desgarradora, el suicidio de su madre, años atrás; una mujer bella, arquitecta sin problemas profesionales ni económicos. Luego de una decepción amorosa, la mujer preparó su muerte y eligió arrojarse al vacío desde una habitación de un hotel del centro porteño. En su libro, Mariasch plantea las preguntas más profundas y ensaya algunas respuestas para el hecho que atravesó su vida como un rayo.”Ahora no podía descifrar un sentimiento. No es como la muerte normal si hay algo de normal en la muerte. Nada del ciclo: negación, ira, negociación, depresión, aceptación. Incluso dicho así ese proceso suena un tanto esquemático. Esto era: madeja, enjambre, locura, bronca, culpa, vergüenza, death metal, limbo, fiesta (tenía visitas todo el tiempo, las amigas se quedaban a dormir, pijama party), odio, asco, gusto a clavos oxidados.”
Lo leí en los días que siguieron a la muerte de mi papá; el libro me conmovió enormemente. Quise abrazar a Marina en varios tramos de la lectura. (Quise decirle que no estaba sola y supongo que la empatía era mayor porque en esos días necesitaba que me abrazaran a mí, que me convencieran a mí de que no estaba sola).
El abrazo de Johnny
Hay una película que actuó a la manera de gran abrazo en esta etapa de mi vida. Se llama C’mon C’mon, la dirigió Mike Mills, fue filmada en blanco y negro y el protagonista es Joaquin Phoenix, quien muy lejos del personaje sobreexcitado del Jocker actúa varios tonos por debajo de lo que le conocemos y le da vida a Johnny, un periodista de radio y que viaja por todo Estados Unidos llevando su micrófono y produciendo una investigación acerca de la mirada de los más chicos sobre el mundo y el futuro.
Johnny está deprimido por el final de su pareja y ocupado en esta producción de radio cuando su hermana Viv (Gaby Hoffmann) le pide un favor: necesita que se haga cargo de su hijito de nueve años, Jesse (Woody Norman) porque su marido, músico, sufrió un colapso nervioso en otro país, tiene que acompañarlo y no puede viajar con el chico.
Johnny y Viv están distanciados; la enfermedad y luego la muerte de su madre agudizó sus diferencias, la de ellos es una relación tensa que está a punto de cambiar. Johnny viaja a buscar a su sobrino a Los Ángeles y ahí comienza la relación entre dos personas que no se conocen y deben convivir y domesticarse -en el sentido más “El Principito” del mundo- uno al otro.
C’mon C’mon es una película de amor y de aprendizaje y es un ensayo sobre las emociones. Un adulto y un chico que se dicen las cosas más trascendentes a través de grabaciones, en el presente y para el futuro. Las voces tienen tanta importancia como las imágenes en esta película que consigue sacarle punta a la melancolía y la diversión, a la nostalgia y a la expectativa de lo que vendrá. La película puede verse en Amazon Prime.
Retazos de una voz
Y ya que hablamos de voces que no están, no quiero despedirme sin antes sugerirte con entusiasmo y cariño que leas a Sylvia Molloy, la gran escritora argentina que falleció semanas atrás en Estados Unidos. Para empezar a conocerla, te invito a que lo hagas a través de un volumen pequeño cuyo título es Varia imaginación (Eterna cadencia), un libro que permite ver la inusual calidad de Sylvia en la escritura fragmentaria y en su registro de la memoria.
Para acompañar esa lectura, a modo de aperitivo o como epílogo, recomiendo que veas Retazos, el bellísimo corto que filmó tiempo atrás la poeta y traductora chilena Soledad Marambio. Se trata de una charla grabada en 2019 entre dos de las casas de Molloy, una ubicada en Chelsea y otra en Long Island y podés verlo acá.
En el comienzo del video, Sylvia lee con voz pausada uno de sus textos más conocidos, a esta altura ya una contraseña literaria y que hoy acompaña el duelo por su ausencia. Dice así:
”Plumetí, broderie, tafeta, falla, gro, sarga, piqué, paño lenci, casimir, fil a fil, brin, organza, organdí, voile, moletón, moleskin, piel de tiburón, cretona, bombasí, tobralco, terciopelo, soutache, cloqué, guipure, lanilla, raso, gasa, algodón mercerizado, bramante, linón, entredós, seda cruda, seda artificial, surah, poplin dos y dos, dril, loneta, batista, nansú, jersey, reps, lustrina, ñandutí.
La Exposición. La San Miguel de Elías Romero. La Saida. Los turcos de la calle Cabildo. Los saldos.
Canesú, rangland, manga japonesa, canotier, talle princesa, traje trotteur, pollera plissée, pollera tableada, pollera plato, pollera tubo, un tablón, una bocamanga, un pespunte, un añadido, una pinza, una presilla, un hilván, las hombreras, ribetear, enhebrar, una pestaña, vainilla, punto yerba, un festón. La sisa, la hechura.Recuerdo estas palabras de mi infancia, en tardes en que hacía los deberes y escuchaba hablar a mi madre y a mi tía que cosían en el cuarto contiguo. Reproduzco este desorden costurero en su memoria.”
¿No es hermoso?
“Todo el mundo conjetura -así lo siento- el grado de intensidad de un duelo. Pero imposible (signos irrisorios, contradictorios) medir hasta qué punto alguien ha sido alcanzado”
(Diario del duelo, de Roland Barthes)
En el comienzo de este correo pudiste ver La viuda joven, una pintura del belga Alfred Stevens. Ahora me despido con una imagen de duelo de Edvard Munch, de 1893, que retrata la muerte de su querida hermana Sophie. Lo que más me impresiona es que están todos los deudos en la misma habitación pero sin embargo no se los ve juntos. Y es que el duelo siempre te deja solo.
Prometo hacer los deberes y escribirte con buen ánimo cuando nos reencontremos la semana que viene. Mi correo es hpomeraniec@infobae.com, ahí podés escribirme. Ahí vas a encontrarme.
Hasta la próxima.
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