Como prolijo escuchador de discos de toda una vida -que a esta altura, siento que ya tiene 300 años-, digo que José Larralde es uno de los más grandes creadores de la música popular argentina. Uno del podio mayor de los distintos géneros del folklore argentino, junto a -digamos- Atahualpa Yupanqui, Aníbal Troilo, Luis Alberto Spinetta, Astor Piazzolla, Charly García, León Gieco, Pappo, Fito Páez, el Cuchi Leguizamón y Gustavo Cerati, por nombrar algunos y sabiendo que esos algunos no son todos. En esa precisa altura siento que está Larralde, y sé que no es ningún descubrimiento: mucha gente lo valora así.
Este hombre que va por los 84 años desde que nació en Huanguelén, al oeste de la provincia de Buenos Aires y a minutos de Coronel Suárez, donde la pampa es claramente el cielo al revés, es el que ha dicho que está pasando por difíciles momentos económicos y que es uno más de los argentinos que están rascando el fondo de la olla. Más allá de que eso sea verdad o no, ya que es uno de los artistas más exitosos de la discográfica RCA Victor -hoy parte de la Sony- y que sus cobros por esas regalías más lo de SADAIC -siendo que fundamentalmente no es intérprete sino autor- y lo de AADI -siendo que además de autor en sus discos es intérprete-, no deben ser poco. O no deberían ser poco. José Larralde toca en vivo casi nunca, es verdad, pero eso está bien porque a la altura de la vida en que está, nadie debería necesitar de seguir trabajando. Pero cuando dice que sí y sube a un escenario llena, siempre llena. Los dos grandes maestros de ganar más que todos con la modesta ropa de los grandes perdedores son, aquí, el Indio Solari y él.
Caminante de la extrema sencillez, Larralde es genial. Así, de una. Su obra Herencia pa’ un hijo gaucho, que publicó en 1968 como lado B completo de un long play y que luego, en 1969, completó con un disco entero, sumó en total un poco más de 70 minutos de versos dichos de punta a punta con el corazón y con las tripas. Un notable compendio de honestidad brutal. Y montado en un decir siempre llano y con melodías de pocos tonos, hizo además una obra básicamente de milongas camperas que coleccionó verdades y sentimientos tan hondos como pocos lo han logrado hacer. Y todo con sabiduría.
Escribió alguna vez: -Si abarco ancho, ¿Qué hay? ¿Me va a decir que está mal porque a usted no le gusta? A mí tampoco me gusta el frío y lo mismo caen unas machazas heladas y me las aguanto. Porque sé que sirven aunque yo tirite. ¿Qué pa’ qué sirven? Muy fácil. Pa’ saber lo lindo que es el calor. Si no existiera el no, el sí estaría de más.
Siempre mirando a los de abajo y con los pies en la tierra.
Muy de frente: -Abajese nomás, no tenga miedo que si cree que la altura es cosa buena, abajo va a encontrar lo que ninguno ha hallado ni habrá de hallar cuando se vuela.
Así, remata: -Si el que clavó la cruz lo hizo p’abajo por la única razón de asujetarla, también miró p’abajo el pobre Cristo y fue pa’ los de abajo que dio el alma.
Lo conozco personalmente.
Hablé por primera vez con él en enero de 1992, en el lobby del Viña de Italia, un hotel de tres estrellas que queda en San Jerónimo y Balcarce, en el centro de Córdoba, cuando Ricardo Iorio y yo, ambos ya muchachos grandes, fuimos dos niños felices de poder saludar, por primera vez en sus vidas, a un hombre que los dos admirabámos.
Aquella noche cordobesa, Iorio vestía una remera negra y una campera de cuero con muchos cierres, muy heavy metal. Yo también. Recuerdo con claridad que cuando Larralde bajó de su habitación al hall del hotel, Iorio saltó del sillón y fue a abrazarlo efusivamente. Larralde se sorprendió ante tanto entusiasmo pero aceptó el saludo del músico de rock y después el mío, que fue más medido. Y nos fuimos los tres en el último asiento de una combi rumbo al estadio Chateau, donde los dos artistas actuarían en un festival a beneficio de los damnificados por un alud en las sierras de la provincia. Yo había sido enviado por un diario porteño para cubrir el festival. Iorio no paraba de hablar, recuerdo. Larralde sonreía de a ratos y decía pocas palabras. Yo escuchaba.
Un rato después, durante su show, Iorio no paró de gritarle cosas desde el pie del escenario.
Con su vozarrón decía: -Qué bueno que sos, hijodeputa. Qué maestro.
Larralde, entre ruborizado y abochornado, agradecía con levedad.
Más avanzada la noche, volví a cruzarme con él en el backstage.
Le dije: -Don José, espero que alguna vez me dé un reportaje.
Me miró sorprendido: -No me vas a decir que sos periodista. Yo pensé que eras un músico del grupo de aquél, dijo, señalando a Iorio, que aún andaba por ahí.
-No, no, soy periodista.
Larralde aceptó con pocas ganas y me dio la entrevista.
Fue la excepción a la regla que aún hoy mantiene: no a las entrevistas, no al periodismo, no a la figuración.
El reportaje se publicó el 7 de mayo de 1992.
Arrancó diciéndome: -Nos traicionan, nos mienten como si fuéramos criaturas. Y cómo duele…
Yo escribí: -Rebelde, guitarrero y cantor, tal vez hermano menor de Atahualpa Yupanqui, tal vez bisnieto de Martín Fierro, se despacha a gusto en un bar porteño, tan cómodo como si estuviera en un boliche de su pago natal, Huanguelén. Habla del gobierno y de las injusticias. Estos son tiempos de canibalismo, dice sin empacho. El presidente era Carlos Menem.
-El hombre ha quedado relegado, en este país lo más importante es la economía. Y quieren que la gente se crea que estamos con el dos por ciento de inflación. Yo quisiera saber de dónde sacan los índices, si del caviar o de las tachuelas de las alpargatas. Eso es una mentira.
Su voz, acostumbrada a la milonga surera, suena templada.
-Nadie de los que están en el gobierno va al almacén, parece. Ni a la carnicería, ni a la verdulería, ni a la tienda, ni a comprarles libros a los chicos… En un país donde hay un porcentaje de analfabetos cada vez más grande, y la salud es un desastre, con los hospitales vacíos, estamos hablando de llegar a una inflación del uno por ciento. Sí, pero ¿a costa de qué? ¿De que se nos mueran los viejos, de que los chicos crezcan ignorantes? Buen, conviene que haya gente ignorante, claro. Así hay esclavos baratos.
Aquella vez, Larralde habló tan claro como escribe.
-Acá tenés que aprender a vivir de prepo y manejarte así. Los gobiernos te prepean, en la escuela te prepean. Todo es así.
-La gente dice que lo último que se pierde es la esperanza, pero yo creo que es la vergüenza. Porque uno puede estar con una pata en el cajón, sin esperanzas, pero puede estar muriendo con dignidad, con vergüenza. ¿Y la vergüenza, qué es? ¡Rebeldía!
Un tiempo después de haber publicado esa entrevista, seguimos en comunicación, y llegué a ser de los pocos conocidos suyos que luego de identificarse ante la voz automática del contestador, eran atendidos por él en persona.
Decía la grabación, que tenía su conocida voz:
-Usted se ha comunicado con el (número); por contrataciones, llame al (otro número); si es personal, deje su mensaje.
Biip.
Y uno hablaba.
Él atendía o no.
Incluso llegué a visitarlo en su pequeño y modesto departamento de divorciado, en la Avenida San Juan cerca del Bajo.
Una vez me contó algunas cosas íntimas de cuando era un peón de campo, y después me dijo: -No me olvido que sos periodista, por eso te digo: si alguna vez contás lo que te he contado, ya no vas a ser amigo mío.
Por supuesto nunca conté eso que me contó, ni voy a hacerlo.
En realidad, lo conozco desde mucho antes de hablar con él personalmente. Su voz profunda y muy seria le habló a mis oídos de niños a finales de los 60, en las siestas de Olavarría, cuando mi abuelo, el Tata, y yo, escuchábamos sus primeros discos en un Winco en medio de un silencio casi religioso.
Y pensándolo bien, me corrijo de lo afirmado antes y digo que lo conocí por ese entonces, aunque en verdad muy a la pasada.
El Tata se enteró de que Larralde iba a dar un concierto en el Teatro Municipal y me pidió que lo acompañara a saludarlo. Fuimos a la vereda de la entrada lateral de la sala, sobre la calle San Martín, y en un momento llegó. Bajó de un Torino blanco, preciso con la claridad que tienen los niños para sus recuerdos importantes. Mi abuelo lo interceptó para pedirle que firmara los discos que habíamos llevado y él saludó, muy amablemente, y atendió al pedido. Me dedicó unas palabras cuando me vio tan chiquito, me revolvió al pelo con mucha ternura y después se fue, disculpándose.
Todo eso se lo llegué a contar veinte años después y él me preguntó si me había gustado el recital. Yo le dije que no lo habíamos podido ver porque no teníamos la plata para pagar las entradas, y él se lamentó.
-Cómo no me dijeron… los habría invitado, me dijo.
Pero qué le íbamos a decir algo así. Él jamás lo hubiera hecho.
Hoy, Larralde es un monumento vivo que así como canta verdades como nadie, también puede hacer comentarios muy misóginos y tener posturas conservadoras, ultranacionalistas y muy de derecha. Por eso, sumando dos más dos, se entiende por qué detesta a Cristina Kirchner. Y lo dice.
Eso creo que no degrada su formidable altura artística. Será por siempre el grande que canta que no pide perdón porque, dice, eso sería falsear en cumplidos.
-Son verdades las que digo, aguanten si son varones. Me quedan muchos botones prendidos del tirador; no son de plata ni son de ésos que el oro los baña. Tampoco tienen lagañas, son enjuagaos a sudor.
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