Ocho notas sobre Fabio Kacero y “El campeón de los fantasmas”

La muestra en Galería Ruth Benzacar presenta 186 firmas de personalidades del mundo del arte (incluidas 4 del propio artista), como si fuesen “obras” en sí mismas y a su vez firmadas por el mismo Kacero, a manera de rúbrica

"El campeón de los fantasmas", muestra de Fabio Kacero en Galería Ruth Benzacar

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Escribir sobre un artista cuya obra determinó nuestra vida profesional, es decir, nuestra vida, quizás implique un trabajo más arduo que escribir por mera obligación. Especialmente, porque lo afectivo desestabiliza el ejercicio crítico y muchas veces termina anulando la módica lucidez con la que vinimos al mundo. De allí, la fantasía de abandonar la tarea para dedicarnos a cualquier otro trámite menos comprometedor. “Preferiría no hacerlo” (I would prefer not to), respondía el joven oficinista en el cuento de Melville cuando su jefe le pedía ayuda.

Esa actitud la vine sosteniendo durante los últimos años. Hasta hoy, que he logrado forzar al presente para ubicarme en una encrucijada de la que no puedo, ni quiero, salir indemne. Por eso, a casi una década de Detournalia, retrospectiva de Fabio Kacero en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, asumo el riesgo de escribir sobre El campeón de los fantasmas, expuesta en la galería Ruth Benzacar. Pero antes, un breve repaso histórico.

En septiembre del 2014 tuve la fortuna de vivir una triple epifanía, producto de tres obras de un artista desconocido para mí en aquel momento. Las menciono en orden progresivo de influencia. Cast/K: Película conformada solo por sus créditos, nombres de personas reales que trataron a Kacero junto a los nombres de fantasía (uno y el mismo), y musicalizada con un soundtrack heterogéneo, clásico, melódico, dark (elaboré una lista en Youtube). La pieza es un work in progress infinito o con la finitud propia de cualquier existencia humana promedio. El muertito: performance ejecutada por Kacero en distintos espacios públicos en donde se hacía, literalmente, el muerto, ante la indiferencia de los peatones.

En el video, la acción de Kacero iba acompañada por una canción de fondo cuya letra consistía en la reseña negativa de la performance, escrita por el crítico norteamericano Ken Johnson. Empezaba así: “But a grainy film by Fabio Kacero, in which he pretends to be dead in various public locations…”. Último en la lista, aunque a la cabeza del deslumbramiento, Fabio Kacero, autor de Jorge Luis Borges, autor de Pierre Menard, autor del Quijote. En esta obra el artista imita la caligrafía de Borges para escribir o reescribir el Pierre Menard, quien ya había intentado escribir el Quijote. Kacero, al duplicar lo duplicado, multiplica los sentidos, pero sobre todo le infiere una vuelta de tuerca a la preciosa boutade borgeana, desplazando la obra del campo literario hacia el de las artes visuales. Su operación contiene, continúa y refuerza el mejor legado del autor de Ficciones: el problema del contexto, el diálogo con la tradición, una cuota de ironía, la preponderancia del procedimiento y el límite con el plagio. Respecto del plagio, un detalle interesante. A diferencia del affaire con Pablo Katchadjian, María Kodama, en su manía persecutoria, no supo cómo denunciar a Kacero: el artefacto literario había desaparecido, al menos en su forma de circulación tradicional.

La firma de Federico Manuel Peralta Ramos, firmada por Fabio Kacero

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El mes pasado encontré en una librería de calle Corrientes El ojo del que mira (1998), libro en el que Victoria Verlichak dialoga con un grupo de artistas de la década del 90, entre los cuales figura Fabio Kacero. “Mi obra no soy yo”, se anticipa Kacero desde el título de su intervención, para aclarar los tantos y explayarse sobre un conjunto de procedimientos que no necesariamente remiten al sujeto específico ni explican su identidad personal o su psicología. Toda una definición política frente a la noción retrógrada del arte como expresión de sentimientos.

El reportaje resulta revelador de algunos puntos de vista del artista y alcanza su clímax cuando Kacero se prueba el traje de oráculo: “Yo ahora tengo la super máquina, pero mi fantasía es escribir. Sufro cuando escribo y en realidad nada sobrevivió de mis poemas, argumentos de libros, que alguna vez inventé. Destruí todo. Pero, igual, siempre tengo algo con la literatura. En algún momento, digo, ¿quién sabe, no?”. Leída en el 98 la pregunta daba lugar al misterio, en el 2022, lo sigue dando, pero leemos el pasaje como la profecía autocumplida del artista-escritor (o viceversa) que 24 años después de proferir esas palabras tiene tres libros publicados en Mansalva, Salisbury (2013), A Carlos Pertius: el espacio (2017) y Antología del sueño argentino (2021). Para explicar el acierto de Kacero podríamos apelar a su íntima conexión con otros mundos, con espíritus del más allá, “dotes mediúmnicas” que le franquearon el acceso al conocimiento de eventos futuros.

3

Kacero presenta en la sala mayor de Benzacar una serie de 186 firmas pertenecientes a distintas personalidades del mundo del arte. Cada pieza consta de una firma, firmada a su vez por Kacero, como si la primera fuese la obra y la segunda la rúbrica. De ser así, firmando la firma del poeta John Ashbery, por ejemplo, Kacero se estaría adjudicando su condición de coautor de la firma de Ashbery, acción precisa que ratifica la descripción de Kacero citada en el texto de sala por Francisco Garamona, el curador de la muestra: “dibujos en colaboración con artistas vivos y muertos”. Pero Kacero, además de dibujar firmas ajenas ejecuta cuatro firmas propias, rubricadas también por él (duplica su firma) y las ubica en sectores estratégicos del espacio.

Lo interesante del gesto reside en que la firma copiada o dibujada no certifica ninguna enunciación, es una firma sola, corroboración de nada; la de Kacero, en cambio, sí, él es el autor de la firma, propia y ajena, por lo que su trazo viene a continuar por otros medios (algo tan caro a Kacero) Fabio Kacero, autor de Jorge Luis Borges, autor de Pierre Menard, autor del Quijote; sin embargo, por tratarse de un elemento al interior del cuadro, su firma perdería el mero carácter filiatorio para convertirse en parte de la pieza.

Kacero presenta más de un centenar de firmas pertenecientes a distintas personalidades del mundo del arte

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Anteponer la teoría a la percepción estética puede leerse como un método defensivo para personalidades aterrorizadas con la simple posibilidad de una experiencia. No es el caso de las firmas de Kacero, una obra que moviliza la teoría, la despierta, la vuelve potencia, no letra muerta ni escudo de protección. La teoría no limita la obra, al contrario, permite sumarle una capa, un grado, un matiz, revelar una especie de fulgor secreto incluso para el propio artista. En Kacero, teoría y praxis convergen, y una de esas convergencias tiene nombre y apellido: Jacques Derrida, filósofo al que pienso citar, parafrasear y plagiar sin concesiones.

Quienes conozcan la obra de Kacero advertirán su fijación con los nombres propios (TKS/c, Cast/K, etc.). El sentido común indica al nombre como la síntesis irrevocable de la identidad del sujeto, nuestro nombre, de alguna manera, nos provee el ser, pero esa marca identitaria que opera desde el nacimiento hasta la muerte (y aún nos sobrevive) es, en realidad, el sello de la tradición, de una genealogía, de una lengua, de quienes nos han bautizado, o sea, de los otros. Nuestro nombre es una marca común, a pesar de tratarse de algo individual, o por ser individual, es común, comunitaria. Entonces, los nombres no solo son la marca de una presencia, sino la traza de la ausencia en la presencia. El nombre propio, paradójicamente, desapropia al sujeto, lo vuelve desconocido para sí, o convocando una figura muy solicitada en estos días, lo vuelve fantasma. Pero atención, el fantasma es difícil de definir, “ni alma ni cuerpo, y uno y otro”. El fantasma es siempre un retorno, un retorno que desaparece en el exacto momento de su aparición, “hay algo de desaparecido en la aparición misma como reaparición de lo desaparecido”, pero esa aparición (que es siempre reaparición) “es algo que, justamente, no se sabe, y no se sabe si precisamente es, si existe, si responde a algún nombre”, y no se sabe porque el fantasma mismo no lo sabe, ¿qué no sabe? No sabe de su condición fantasmal.

Con la firma pretendemos recuperar la pérdida impuesta por el nombre. La firma busca mantener la presencia en la ausencia. La firma es una afirmación del sentido, de la verdad y de la autoría. La firma es un nudo en donde confluyen presencia y ausencia. O quizás sea mejor decir una huella. El que firma ya no está, se fue, desapareció, pero quiere dejar su huella. Quien firma deja un legado, el legado de su ausencia, aunque ésta no sea una ausencia plena, como tampoco es plena la presencia cuando enfrentamos a otro. La firma es la actualización (la afirmación) de una no presencia. Por eso, se vuelve pertinente la pregunta, ¿quién firma cuando se firma? Firma un fantasma, un ente que oscila entre el ser y el no ser.

"La firma es la actualización (la afirmación) de una no presencia", dice el autor de esta nota, parafraseando a Jacques Derrida

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El 31 de junio de 1641, a un molinero (¿holandés?) se le aparecen cinco espíritus provenientes del más allá. Ellos le cuentan cosas extrañas, le hacen revelaciones del futuro (se anticipan, por ejemplo, a las guerras mundiales) y le indican una misión: ponerse a pintar. El problema es que el molinero jamás había tocado un pincel, por ese motivo, ante su reticencia, los espíritus lo tranquilizan: “Nosotros trabajaremos a través de tus manos”.

Luego de compartir el extraño episodio con su mujer y acondicionar el espacio para desarrollar la tarea, el molinero empieza a pintar como poseído (lo que en realidad estaba). Sin embargo, frente a la contemplación de sus pinturas, vacila: “cómo podía llamar pintar a lo que hacía, llegar a considerarlo arte, si jamás en las telas aparecía una imagen que tuviera la más mínima semejanza con algo del mundo; ni un paisaje, ni una nube…”. El molinero vacila porque solo salen de sus manos formas abstractas o caos sin sentido (el lector reconoce en la descripción la obra de un Mondrian o un Rothko avant la lettre). Un día ocurre lo inesperado. El pintor más famoso de la ciudad (¿Leiden?) visita el taller. La acción es confusa. El pintor, frente a las obras, guarda silencio.

Una vez en la intimidad, e inquieta por la reacción, la esposa del molinero le reclama acceso al taller. Dicho y hecho. La mujer queda estupefacta. Según su opinión, el motor de las pinturas no podía ser otro que espíritus malignos y conmina al marido a quemarlo todo. El molinero duda, estaba comenzando a confiar en su talento.

Al poco tiempo, en plena jornada laboral, el molinero sufre un desmayo. Tras varios días de delirio febril se entera de que su mujer (ella se lo cuenta), con ayuda de los dos hijos mayores, han destruido sus obras completas. Finalmente, cuando se recupera, confirma con sus ojos las palabras de su esposa. En el taller no quedaba nada, salvo “un bastidor de unos cuarenta por sesenta centímetros y la tela estaba pintada de un solo color rosa pálido”.

Esa pequeña tela salvada del fuego se exhibe en la galería, sin firma, adjunta a la publicación “El monocromo del molinero”, de Fabio Kacero.

“El monocromo del molinero”, de Fabio Kacero

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La metodología de Kacero siempre deja abierto un resquicio para una nueva inclusión, un agregado, sus obras parecerían estar en proceso de construcción permanente: Cast/K, las firmas, Nemebiax. En El muertito se introduce una crítica al video original, en el monocromo se abre un continuum temporal en el que puede suceder cualquier cosa, sin mencionar los interminables desplazamientos tanto de Kacero como de su obra: del campo literario al artístico, del artístico al literario, de la realidad a la ficción, de la ficción a la realidad, un mundo pletórico de relaciones, desvíos, saltos, metáforas, bautismos y rebautismos, como si Kacero nos susurrara al oído, ojo, lo que es seguirá siendo, a cambio de que deje de ser.

El devenir incluye la permanencia y la permanencia incluye el devenir. Nunca una obra estará cerrada, siempre habrá espacio para lo próximo. En el caso de las firmas resulta evidente. Por un lado, Kacero podría sumar firmas hasta el apocalipsis, para lo cual, dicho sea de paso, no falta demasiado. Por otro, la condición ontológica de la firma es su iterabilidad; si un cliente registra la firma en el banco y por alguna razón no consigue copiarla (es decir, copiarse a sí mismo) saltan las alarmas institucionales y le exigirán dibujarla de nuevo. De la repetición emerge la originalidad. Firmo para emularme a mí mismo (¿toda firma es un autógrafo?). Ahora, si la firma por definición es iterable, el yo nunca está presente del todo: quien firma nunca es uno.

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En el texto curatorial, Francisco Garamona, además brindar algunas pistas e intuiciones precisas sobre las operaciones de Kacero, lanza un desafío al espectador: para descubrir la identidad de El campeón de los fantasmas debe volverse lector de la Antología del sueño argentino. Garamona dice, textualmente, “develar ese misterio”. Para develar el misterio del título, del nombre de la muestra, debemos leer la Antología de Kacero. Yo tenía pensado recoger el guante lanzado por el editor de Mansalva, principalmente porque mi ejemplar se encuentra desde hace meses marcado en el pasaje exacto de la respuesta. Pero desisto, el arte es mucho más sugestivo cuando algo del orden de la revelación no se produce.

Video "Dear Friends", parte de la muestra de Fabio Kacero en Galería Ruth Benzacar

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En la sala tres de Benzacar se proyecta Dear friends, un video que transmite fragmentos de noticieros con una única noticia: la muerte de un personaje público. Percibidos uno tras otro, los nombres propios cobran un rol preponderante, ya que el personaje aludido acaba de morir, pero vuelve en forma de imagen, de aparición fantasmática. Lo expone Derrida en Espectros de Marx, la vida y la muerte jamás son completamente plenas. Más bien, deberíamos afirmar la vida en su carácter de muerte diferida (tema central de la empresa kaceriana, abordado mediante mil rodeos: esos rodeos son el arte), muerte a cuenta gotas, ambas imbricadas, selladas en una obra (dibujo, texto, video, firma) que, al final del día, se convertirá en testamento.

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