Guerra de Malvinas, crisis del 2001 y una nueva literatura: tragedias vistas con otros ojos

“La limpieza” de Carlos Godoy y “Allá, arriba, la ciudad” de Ramón Tarruella, dos novelas modelo 2022, proponen nuevas perspectivas sobre hechos conmocionantes de la reciente historia argentina

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Carlos Godoy (Foto: Jaime Alonso)
Carlos Godoy (Foto: Jaime Alonso) y Ramón D. Tarruella (Foto: Alejandra López)

Durante siglos, el infierno fue un de lugar en llamas. En el Evangelio de Mateo, escrito en el siglo I según eruditos, la referencia al fuego es recurrente; también en el Apocalipsis de San Juan. Durante toda la Edad Media existió la creencia de que los pecadores se quemarán en el infierno, “arrojados vivos al lago de fuego que arde con azufre”. En el siglo XIV, Dante Alighieri revirtió el símbolo bíblico cuando escribió el Infierno de su Divina Comedia. Ahí, en esos cantos de tercetos encadenados, el averno ya no es un lugar abrasador; por el contrario, está congelado. En la ficción, Dante ve seres “helados”, “pecadores en el hielo”, algunos “sin orejas por el frío”. Son siglos y siglos de atemorizándose con un infierno rojo, hasta que un poeta ve la imagen con otros ojos: el frío puede ser incluso peor.

Aunque lo parezca, las posibilidades que brinda el lenguaje —sus sentidos, sus significados, sus reinterpretaciones— no son infinitas: están siempre acotadas por su época y por su geografía. La potencialidad creativa de cada individuo parece arrolladora, sin embargo, y visto desde una distancia considerable, se puede concluir con que siempre existe una corriente, un estilo, una moda que hace que los artistas de su época hagan más o menos lo mismo, que miren el mundo y lo representen más o menos de la misma forma. En ese más o menos hay una clave: la planicie narrativa siempre cuenta con grietas por las que puede escaparse una rebeldía, una diminuta pero novedosa porción de verdad. Los ejemplos sobran en la historia última. Incluso ahora, en nuestro presente inmediato.

Malvinas esotéricas

En el año 2014, el escritor cordobés Carlos Godoy publicó por la ya extinta editorial Momofucu La construcción: un novela extraña, ambigua, abierta, que metía un poco de ficción y misterio en las Islas Malvinas. El subtítulo del libro es “Metales radioactivos en las islas del Atlántico Sur”. Desde entonces ya lo sabía: sería una trilogía y esa era la primera entrega. Ahí se presenta la geografía, la escenografía: las manchas. Como un test de Rorschach, las dos islas antes estaban unidas, ahora están enfrentadas (”forman parte de algo”), pronto se independizarán completamente. Ahí viven los geólogo, los kelps, el maestro Chen Chin Wen, un hombre que predice el tiempo. Algunos dicen que hay “un portal a un mundo subterráneo donde habitan seres antropomorfos”.

“La construcción” (17 grises), de
“La construcción” (17 grises), de Carlos Godoy

La referencia a las Malvinas es clara, sin embargo, de a momentos, desaparece. ¿Qué son aquellas islas sin la guerra, sin soldados disparando, barcos hundiéndose, lápidas nuevas, tragedia, recuerdos? Puro territorio natural. Godoy se aferra a este escenario de naturaleza hostil y le coloca misterio. “Nadie dice que no se puede salir de las manchas. Sólo se sale por un movimiento elaborado por la casualidad o por la guerra o por una emergencia”. Un día, alguien encuentra un libro. No tiene fecha ni nombre, nada. Dice cosas como: “Lo insignificante que sería el mundo sin nosotros moviéndonos de un lado al otro, construyendo cosas, durmiendo en las madrugadas bajo el denso olor a oscuridad”. También: “Lo importante, como civilización, es superar el concepto de guerra”.

Este año apareció la segunda parte de esta trilogía. Publicada por el sello 17 grises, el título de la novela es La limpieza. Si La construcción estaba dedicada “al marinero Fowgill”, ahora La limpieza es “al lobizón Busqued”. Manteniendo la estructura fragmentaria, el libro apoya todo el misticismo en un grupo militar lleno de anormales. No son sujetos experimentados ni tienen el entrenamiento indicado, son seres trastornados, la mayoría débiles criaturas que por algún azaroso rasgo espiritual pueden lidiar con, otra vez, la hostilidad climática y geográfica. Santo parece comandarlo, un chico perturbado que todos dieron por muerto en un accidente aéreo y que apareció, como si nada, entre la nieve, con ropa fabricada con cueros de animales y un perro fantasmagórico al que llama Astillero.

El pequeño grupo militar de trastornados —en él se encontraba la Bruja, una anciana con poderes sobrenaturales, y el Sordo, un sádico absoluto— sale y se encuentra con una bestia, un monstruo de tintes mitológicos, el Kumimanu. Cazar o ser cazados. Ahora son dos amenazas: el terreno —”si los agarraba la madrugada a la intemperie, podían morir congelados”— y el monstruo, ¿o son lo mismo? Luego llegará el informe militar y su burocracia asfixiante. En el fondo, toda esa experiencia de lectura no abandona la referencia a las islas Malvinas, a la guerra, a la tragedia. Hay una operación fascinante en cómo esta ficción alucinógena y esotérica toma de las solapas a nuestra historia, los hechos, lo fáctico, y la sacude hasta arrancarle sentidos nuevos, chispazos de un magnetismo dormido.

2001 en el refugio

“El primer estruendo, breve y seco, permanecía latente en el sótano, como un eco que persistía, resistiendo, se desplazaba de un rincón a otro, de una esquina a otra, para volver a rebotar y repetirse, deshilachándose recién en un infinito”. Así empieza Allá, afuera, la ciudad, de Ramón D. Tarruella, novela que en el año 2008 obtuvo el segundo premio en el concurso Luis José de Tejeda pero que recién este año, gracias al sello Los Lápices, se publica en forma de libro. Desde el principio hay un adentro y un afuera, y todo se dibuja de a poco, lentamente, en una prosa que flota, casi beckettiana. Afuera, entonces, se escuchan estruendos, ruidos de caballos, policías, gente, disturbios. Es diciembre de 2001. Adentro, en el sótano de un teatro, tres trabajadores de mantenimiento. Ahí se quedan. Deciden esperar.

“Allá, afuera, la ciudad” (Los
“Allá, afuera, la ciudad” (Los Lápices), de Ramón D. Tarruella

“Ellos, los tres, Julián, Roberto y Silvana, evitaron hablarse, interrumpieron su trabajo sin importarles el compromiso ni las horas que restaban para abandonar el teatro, y en silencio conjeturaron sobre los estruendos, la ciudad, la urbe, la metrópoli, sobre ese mundo que se movía allá arriba, distante, muy distante de aquel lugar que supo ser el depósito de una fábrica de galletitas de propiedad de una familia italiana que inauguraron a los años de llegar a esta parte del mundo, hastiados de labrar la tierra lejos de las ciudades, bellos hombres y mujeres que se emponcharon bien para cruzar el océano e inventar todo de nuevo, la madurez que les pasó por encima, una familia que se amplió en este otro país, en esta otra ciudad, ahora azotada por los estruendos”, se lee en las primeras páginas.

Cuando deciden cortar con el trabajo, detenerse, estar atentos a lo que pasa afuera, alguien saca un tema: recuerda una obra que ahí mismo se montó, en ese teatro, La importancia de llamarse Ernesto, el clásico de Oscar Wilde que se estrenó el 14 de febrero de 1895 en el St. James’ Theatre de Londres, tres meses antes de la condena por “indecencia grave”: su homosexualidad. Los trabajadores recuerdan los personajes y se mimetizan, hay un ir y venir, son anécdotas de una historia que ya tiene cien años pero que de alguna manera los salpica, que pueden ser suyas. Mientras tanto, los ruidos, afuera, arriba, la policía reprimiendo, buscando “exponer al país y al mundo que todo continuaba como entonces, podrido pero con los semáforos en regla”.

Ese costumbrismo detenido, congelado, capturado, dice algo que aún no se ha dicho. En “la tarde del hecatombe”, tres trabajadores, personal de mantenimiento del teatro, son “testigos de un principio de milenio azotado e incierto”. Mientras, “la ciudad se dividía en rincones y esquinas donde se debatían los hombres del orden y los otros hombres y mujeres tumultuosos, huyendo, refugiándose o resistiendo, que en esos momentos resultaba casi lo mismo”. Las postales que tantas veces vimos, las imágenes que se repiten, lo gases lacrimógenos, las balas, la desesperación popular, los muertos, todo adquiere otro color cuando la literatura, en este caso Tarruella, pone la mirada en un rincón oscuro, en un escondite, donde la incertidumbre marca un pulso a la vez resignado y trepidante.

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¿Qué puede hacer la literatura frente a lo ya dicho, frente a lo ya narrado hasta el hartazgo? Cuando lo mediático satura la realidad, cuando la cierra y la estereotipa, cuando la vuelva una representación fosilizada, ahí siempre aparece algún poeta, algún narrador, para filtrar su imaginación en una de las pocas grietas que permanecen abiertas, para dejar escapar una diminuta pero novedosa porción de verdad. Para volver a contar, pero de otro modo, desde otro ángulo. La Guerra de Malvinas y las jornadas de diciembre de 2001 quizás sean nuestras grandes últimas marcas trágicas, los episodios donde la Argentina se volvió una nación golpeada, estafada, humillada, las postales dolorosas de nuestra identidad. Hay que volver a contar todo. Quizás el infierno no queme, quizás esté horriblemente congelado.

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