Las primeras imágenes que Ulises Rosell tuvo de la pandemia, incluso antes de que sea una pandemia, fueron “videitos que llegaban de China, de Italia”. Al principio creyó que sería algo lejano, breve, “acotado”, pero hablando con sus amigos del cine, todos encerrados igual que él, las hipótesis confluían en un futuro que, si bien tenía algo de incierto, desolador, terrorífico, se dibujaba estéticamente hermoso. Como si la mirada artística pudiera, al menos por un rato, desprenderse del cuerpo, de la tragedia, del dolor y encontrar belleza en lo nuevo. “Todos decíamos lo mismo: qué increíbles imágenes van a haber. Eso estaba picando desde el minuto cero. De hecho, hay un montón de gente que se puso a filmar el encierro. Y a mí algo de eso no me terminaba de estimular. Me parecía que lo interesante estaba afuera. Yo pensaba: si esto sigue funcionando, alguien sigue circulando. Me intrigaba mucho más todo lo que estaba por fuera del parámetro ‘clase de media encerrada con Netflix y Mercado Libre’”, cuenta del otro lado del teléfono, en diálogo con Infobae Cultura.
Hoy a las diez de la noche, como todos los sábados de agosto, se va a proyectar en el Malba su última película, El futuro, un documental filmado en el inicio de la pandemia del Covid-19 en distintos puntos del país. Personal de salud combatiendo al “enemigo invisible”, pueblos originarios desafiando sus propias creencias, cartoneros en situación de calle sobreviviendo en una ciudad vacía, un sepulturero caminando entre las tumbas del fin del mundo. Lo que registra la cámara de Rosell en Buenos Aires, Salta y Tierra del Fuego son distintas formas de vida que se vieron interrumpidas, amenazadas y resignificadas por la incertidumbre, personajes adheridos a sus prácticas y a sus costumbres que de pronto, sorpresivamente, necesitan abrir más grandes los ojos, volver sobre sí mismos, sus propios pasos, para hacerse preguntas esenciales y existenciales, para desandar el pasado y para desentramar el futuro, para frenar pero también para seguir. Este cineasta argentino ya tiene varias películas al hombro: dirigió El descanso, Bonanza, Sofacama, El etnógrafo, López. De todos modos, salió a buscar algo nuevo.
En su casa de San Telmo, en plena cuarentena, ahí nace todo. “Tengo un hijo con autismo, entonces teníamos una especie de autorización para circular una hora por día y la usábamos para recorrer la ciudad en bici. De pronto andábamos por el medio de Libertador, era una cosa rarísima. Salíamos los dos juntos, Lisandro y yo, y así fue que conocí a los muchachos de Salguero, a Juan y a Keko”, cuenta. En uno de los capítulos del documental, la cámara sigue a un grupo de cartoneros. Todos es natural, todo es espontáneo, pese a que tecnología los acompañe, los apunte. Caminan, patean la calle, mueven el carro, lo llenan, hasta que llegan a un lugar, en la calle, bajo el Puente Salguero, su casa. Consiguen un televisor, un DVD, y un video de Pink Floyd los hace alucinar. “Un día paso por ahí y los veo como en una especie de living, instalados, como en un cine. Además, la acústica del puente le magnificaba el sonido. Ponían la tele y yo pasaba por ahí y decía: ‘¿Pero ustedes están viendo pelis acá? La están pasando bárbaro’ Ahí empezamos a charlar. Todavía eso era sin idea de filmar. Eran como impresiones que iba levantando”.
Y un día llegó una propuesta: la Fundación Bunge y Born, de la mano de la Universidad del Cine —ahí se formó Rosell—, le pidió “un registro pensando en el futuro”, querían “que en unos años haya algo, un vistazo de qué sucedió o parte de lo que sucedió”. “La película no aspira a ser exhaustiva, pero sí aspira a tener algo diferente a lo que hay en YouTube y lo que circulaba en los medios: todo este registro casero a través de la ventana. Creo que la película se despega mucho de eso. Además, ellos querían unos ejes claros como que sea representativa del país. Yo decía: ‘bueno, mirá, para hacerlo en términos cinematográficos hay que definir locaciones, traslados...’ No había vacunas, meterse en un hospital era como un acto suicida. No podíamos salir de la Capital a veces, no podíamos pasar la General Paz. Ni hablar de filmar a lo largo del país. Sí lo que atiné fue a proponerles hacer un registro en varias salidas, ir haciendo salidas de diez jornadas. Les dije: ‘no podemos hacer una propuesta en el sentido tradicional de hacer un estudio previo, las cosas están sucediendo y cada día te quema; se va transformando todo y si no filmaste ya fue’”.
El apoyo, dice, fue absoluto, entonces comenzaron a gestionar permisos, “pero viste que los permisos son un poco animarse, otro poco frustrarse, porque a veces por más que los tengas las cosas no funcan. Había mucho control, era realmente difícil. Pero sí empezaron a devolver algo las jornadas: empezaron a aparecer imágenes y ese registro histórico. Pensá que era muy loco: teníamos equipos a tope de gama, una cámara Epic 8K, los mejores lentes, algo increíble. Eran equipos que la universidad los tenía siempre en curriculares y compromisos de los alumnos, y todo eso estaba suspendido, entonces se armó esa sociedad. Es algo genial que la fundación esté apostando por esto, haber financiado una película de autor; me parece loquísimo”, asegura, aún incrédulo, aún emocionado por el logro. Entonces se dejó llevar. Primero salió con la cámara, con el equipo, a capturar un pedazo de verdad, eso que sucedía ahí, en ese momento, en ese lugar, y que posiblemente al otro día desaparezca o sea otra cosa. “Ya se irá definiendo qué personajes potenciales tenemos”, pensaba. Lo importante era tomar registro, era estar, era seguir.
En esa maraña de ideas, de registros, de filmaciones, el primer personaje que apareció fue el doctor Sergio Guiñazú. Charlaron con él, lo entrevistaron, lo filmaron, y la segunda vez que fueron a buscarlo estaba internado. “El mismo tipo que habíamos filmado al frente del centro de hisopado que se armó en una pileta, todo era una cosa extrañísima, ese mismo tipo de pronto había caído. Había caído con el antecedente de compañeros de trabajo que caían y que se iban, ¿viste? No era chiste. Había una cuota de intriga fuerte, de no saber qué iba a pasar incluso con eso, con el tipo que veníamos filmando. Pero fue genial porque a la vez a él también le sirvió, hubo algo de darle un sentido a todo, el hecho de estar internado bancándosela. Y muy loco técnicamente: meter un inalámbrico en una habitación, desinfectarlo antes y después que entre el microfonito e irse a filmar detrás de la ventana o del vidrio de la puerta. Era una cosa medio de espía”, cuenta Rosell. Con Guiñazú, con otros trabajadores de la salud, con algunas imágenes nocturnas, arranca la película. Y así sigue, se abre, cada vez más, hacia otros personajes, otros paisajes.
Entonces aparece Tartagal, el chaco salteño, la comunidad wichi. Un hombre, John Palmer, protagonista de una de las películas de Rosell, El etnógrafo, fuma su pipa y hace algunas reflexiones. Es inglés, antropólogo de Oxford, ahora vive en Tartagal y está casado con una mujer wichi; tiene seis hijos que hablan inglés, wichi y español. “Una familia muy, muy particular, muy compleja”, dice Rosell. “Él es un tipo que pilotea otro nivel; si había alguien que me interesa escuchar hablar era él”, agrega. De alguna manera, el título lo da Palmer en su breve intervención. “Me gusta cuando el título no se agota no me hace sacar una conclusión sino que me abre asociaciones”, dice ahora Rosell y agrega que era muy importante en la película “lo estético”: “Hicimos una preproducción con el director de fotografía de pensar cómo vamos a filmar todo. Si bien fue todo muy acelerado y hubo que salir a la cancha de un día para el otro, desde que empecemos a hacer nuestros zooms y a poner fotos que venían de otros lados, descubrimos que la idea del futuro estaba presente en varios niveles”.
“Era algo muy evidente que había algo de película futurista clase B. ¿Viste cuando no hay mucha plata para los efectos entonces lo futurista es que se ponen una máscara? Hay como una especie de niebla y eso te da atmósfera colapsada. Ahí empezamos a pensar que estaría bueno hacer una película nocturna, con muchas jornadas nocturnas, la ciudad de noche. Ahí empezamos a trabajar estéticamente esa idea. Un poco también Los Supersónicos: en esa época andaban posteando las fantasías de los dibujitos de los años sesenta de lo que iba a ser el futuro y vos decías ‘es hoy, ya está, caímos en esta locura’. Después, cuando empezaron con las cámaras termográficas ya se ponía más siniestro. La cosa se empezó a ir al carajo. Además no sabías que era temporario. Decías: ¿y si quedamos atrapados acá?”, cuenta Rosell. Pero detrás del juego estético persistía el temor, algo siempre presente en el documental: “Toda la gente que filmé tenían conocidos que se murieron. Todos. Es re fuerte eso. Estaba muy presente la parca. Ciento veinte mil personas muertas... es algo que no queremos ni pensar”.
—¿Con qué te encontraste en todos esos viajes, qué viste que la pandemia haya puesto en primer plano?
—Yo aproveché para hacer una película sobre Argentina, tener un retrato nacional de un momento que igualaba a todos, porque la pandemia estaba por igual entre los wichis, entre los esquiadores, en Buenos Aires. La idea era tratar de expandir lo que veía que se filmaba acá, en la ciudad. Y a mí me hizo ver que los problemas que tenemos no son la pandemia. Los problemas que tenemos son la crisis que Argentina viene arrastrando hace cuarenta años y la cortedad que hay de proyectarnos. En el último capítulo me metí en un lugar que conozco bastante, el chaco salteño, donde hice El Etnógrafo, donde filmé los episodios de Pueblos Originarios, una serie que hacía Canal Encuentro, un lugar donde estaban planeando un futuro: los tipos invisibilizados, las víctimas absolutas de la política, están dando un pasito, otro pasito, otro pasito, y algo de eso me resultó estimulante. Pensaba: qué loco, puede ser que haya una transformación a pesar de todo lo que nos sucede.
—Hay un doble juego en la película.: el futuro es desolador, pero también hay esperanza.
—Tenía ganas de cerrar la película con otra cosa que no sea un bajón. No quería cerrar diciendo ‘esto es el Apocalipsis’, eso te lo dicen todo el tiempo los medios con cada boludez: sube el dólar y ‘es el Apocalipsis’. El futuro también tenía eso: quizás desde otra cosmovisión está más piola empezar a pensar en qué queremos que se transforme.
—También está el capítulo de las manifestaciones, una cosa caricaturesca, desaforada, banderas y banderas de Argentina.
—Lo lindo es ver que Argentina es Argentina más allá de si hay o no pandemia. De pronto el fervor era como que ganamos el Mundial. Había muchas ganas de salir con las banderas. Si yo no digo que esto fue filmado en la pandemia, ¡esto es el Mundial!, ¡somos campeones! Sería muy lindo ver eso. También hay muchos contrastes. Es todo demasiado complejo como para tirar un solo trazo y decir cuál es la conclusión. Son muchas cosas las que tiene esta sociedad. Vos pensá que vamos a estrenar en el Malba, que es a dos cuadras del Puente Salguero. Les voy a decir a Keko y a Juan: ¡muchachos, vénganse! Y ellos van a ir al cine del Malba, cosa que no podría haber ocurrido jamás en la vida.
—Hay algo muy específico del cine y de la imagen en la película, algo que solo puede contarse de este modo, ¿no?
—Sí. A mí lo que me llama mucho la atención cómo la imagen captura el tiempo. Y eso se empieza a transformar con la perspectiva con la cual la mires. Y siempre va a ser diferente cuando más distancia haya desde el momento en que lo hiciste. Una ficha de ese me cayó en el último episodio, el de Salta. ¿Viste que la película incluye materiales de diez años atrás? Hay un personaje que aparece, que es un muerto de la pandemia, el cacique. Cuando yo fui a filmar el tipo ya había muerto. Esas imágenes de hace diez años puestas ahora, en perspectiva con el hijo que sigue con el mismo objetivo de conseguir las tierras, llegando a diputado. Ahí empecé a decir: sí, es importantísimo guardar los registros, es algo que te permite pensar y reflexionar desde la imagen. Ni hablar que todo esto tiene mucho que ver con la cultura que tenemos nosotros, uno de los pocos países que no tiene una cinemateca nacional. Es algo básico eso. la memoria se construye así: conservando los registros.
—¿Qué balancés hacés de la pandemia? ¿Cómo saliste, cómo salimos: mejores, peores?
—Yo siempre considero que uno va creciendo. A mí, como profesional, hacer esta película fue algo genial. Fue conseguir que alguien me respalde en un proyecto totalmente a contramano de la forma que se piensa oficialmente el cine. Es una película muy deforme en su concepción: salir a investigar, filmar cosas sueltas y en un momento entendí que estaba haciendo una película de capítulos, pero al principio estaba muy abierto y yo no tenía idea cómo estábamos yendo, nos estábamos sumergiendo. Poder hacer eso y tener los recursos, los equipos, los técnicos más calificados, reconocerlo como un trabajo... todo eso para mí fue genial. Me lo tomé muy livianamente, me conecté con la película en el momento en que filmaba y después estaba muy abierto a decir: ‘bueno, si se termina la cuarentena y levantan todo tendré que ver cómo la cierro’. Esa falta de certezas me daba una liviandad. La peli es muy lúdica: son impresiones, algunas se transforman en historias, en personajes, capítulos de veinte, veinticinco minutos. Y después está las cosas más visuales, más de clima.
—Y por momentos hay picos emocionantes. No es un documental frío.
—Eso pasa cuando trabajás con personajes, cuando te involucrás en el punto de vista de alguien y más o menos el cine opera con esa cosa mágica de la identificación. Uno también es Tony Montana cuando está viendo Scarface. Ese principio siempre está presente, lo bueno es también usarlo en este tipo de historias. Es lo que me gusta hacer: el retrato, poner al espectador en ese lugar.
—Imagino que has pensado también en el espectador. La mayoría de las personas que ven la película están atravesadas por historias duras en la pandemia. Y eso la vuelve más potente, ¿no?
—Sí, y eso lo pensé mucho respecto del final. Me parece que todo ese relato de ese universo medio mítico, leyenda, no sabés ahí bien qué está operando, la visión del wichi que te cuenta del reencuentro con los muertos y esa cosa que se obtiene y que se desvanece. También es eso: dice: duraban minutos, pero eran minutos que te volvías a abrazar con tus familiares perdidos. Me pareció que estaba bueno no ser trágico en eso, sino tratar de pensar que es nuestra cultura, nuestra forma de ser lo que nos hace ver estas cosas de manera tan trágica, tan terminante; en otras culturas es otro aprendizaje el que hay. No es que no haya dolor, pero es otra forma. Enriquece también. Es muy loco eso, y es muy loco que te lo diga a alguien a quien tenemos como ‘los ignorantes’, pero de pronto la tienen diez veces más clara.
—Un saber que viene de generaciones.
—La cosa ancestral. Es lo que dice también John Palmer: está en el pasado quizás lo que haya por aprender.
* Hoy a las 22 horas (también los sábados 13, 20 y 27 de agosto) se puede ver El futuro de Ulises Rosell en el Malba: Figueroa Alcorta 3415, CABA.
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