“The Chinese are coming! The Chinese are coming!”. Si bien este grito de alarma letal fue resignificado no hace tanto tiempo principalmente por un programa en episodios de la BBC británica que se adentraba en la sociedad china, gobernada férreamente por un partido comunista que impulsaba un fuerte desarrollo capitalista ofreciendo a los empresarios mano de obra barata y especializada, su origen fue diferente. Las últimas décadas del siglo XXI supusieron la partición más avanzada del mundo, hasta ese momento, tal como era conocido. El territorio y las riquezas, tanto industriales como en forma de cultivos, del gran país habían sido repartidas de hecho por las distintas potencias, que establecían con los nativos relaciones coloniales cuando no directamente de saqueo. Las guerras del opio de mediados de siglo XIX habían permitido que Inglaterra usara libremente el comercio y exportación de esa droga e incluso hizo propia a Hong Kong, que pasó a formar parte del Commonwealth (eso sí, un tanto imperialista y endrogado).
Cuando hubo rebeliones contra el estado de las cosas, en el civilizado Occidente se llevó adelante una campaña para preparar a la ciudadanía frente a las atrocidades imperiales porvenir, señalando que era eso o el “Terror Amarillo” (nótese que a partir de ese momento se llamó “amarillos” a los orientales, aunque el tono de su piel, si se quiere, es más bien de marfil, pero se adivinará que para el colonizador promedio europeo la blancura es una “virtud” propia y se decidió atribuir el “amarillo” como característica de los chinos, que es asociado a enfermedades, virus y la cosa rara).
¿Pero qué tiene qué tiene que ver “The Chinese are coming!” y la BBC? Bueno, se trata de una serie que anida en dos patas: una explora la influencia de la China en distintas regiones del mundo actual, y la otra se adentra en la actualidad de la vida social china (claro que sin mencionar derechos humanos, hiperexplotación de grandes empresas estadounidenses en fábricas con decenas de miles de obreros y así). Ah, y su nombre se resignifica de aquel “Terror Amarillo” a una actualidad diferente de “The Chinese are coming!”. (Los más grandes recordarán cuando en cierto momento Néstor Kirchner anunció la llegada de quichicientos millones de yuans, la moneda china, que nos iba a permitir ir los fines de semana a Aruba y de ahí volver, y así hacer turismo de esparcimiento a Gstaäd, Islandia y tan otros bellos lugares. Era otro “The Chinese are coming”).
Esta semana fueron unos días que vivimos en peligro cuando la presidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi decidió darse una vueltita por Taiwán, una región cuya independencia China no reconoce y donde fueron a refugiarse los acólitos de Chiang Kai Shek, expresidente nacionalista chino, una vez que triunfaran los batallones armados del Partido Comunista, dirigido por Mao Tse Tung. Cuando Richard Nixon llegó a China ofreció el no reconocimiento de la independencia de la isla nacionalista. Bueno, Pelosi contradijo esta política de décadas justo cuando hay otra guerra que calienta el panorama global ahí cerca. En realidad, todo indica que la presencia de Pelosi es una señal a China para que rompa el frente que lleva adelante con Rusia e India, en virtud de una profundización del conflicto en Ucrania. Cuando China amenazó con bombardear el avión que transportaba a Pelosi, todo el mundo tembló. Eso sí hubiera sido el inicio de la Tercera Guerra Mundial (que ya se desarrolla de manera más o menos solapada mediante la intervención de la OTAN toda y los Estados Unidos de América).
¿Pero China y Taiwán, son una o dos? Formalmente, una. En la práctica dos. Cuando Chiang Kai Shek se refugió con lo que quedaba de su ejército allí, estableció un régimen dictatorial de carácter capitalista. En la China continental de 1949 se pensaba construir una sociedad socialista. La Unión Soviética ya existía y, a pesar de las tensiones entre Mao y Stalin, cuando el ruso murió Mao proclamó una ortodoxia estalinista, que ya era parte de su forma de hacer política. Basta recordar la gran novela, que es imperioso leer en algún momento, La condición humana, de André Malraux. Muestra la guerra civil entre nacionalistas y comunistas y cómo estos habían tomado el control de la isla de Shangai, centro proletario y de la industria. La lucha de los comunistas era denodada contra los nacionalistas de Chan Kai Shek, cuya herramienta principal era la tortura. Hasta que llega la orden de Moscú de entregarse a Shek. Chian Kai Shek había sido ¡presidente! de la III Internacional estalinista. Ese paso provocó (en la novela y en la vida real) el asesinato y tortura de decenas de miles de militantes comunistas.
En ese tipo de acciones dictadas por Moscú se había criado Mao Tse Tung. Cuando gobernó había un manto de clausura sobre la nación china, que proclamaba estar compuesta por la clase trabajadora, los campesinos, los intelectuales y la burguesía nacional. El pensamiento único era la seña de toda manifestación y el culto a la personalidad de Mao llegaba a puntos inconcebibles. El cénit de esto llegó con la Revolución Cultural, que conmovió al mundo en la década del sesenta. Millones de jóvenes alzando sus Cuadernos Rojos con frases de Mao, que formaban parte de las Guardias Rojas, iban al campo a “reeducarse”, y a castigar a opositores y burgueses. Aún no se sabe bien, aunque hay algunos libros, sobre el desarrollo global de los acontecimientos. Sí se sabe que en Shangai se puso en el teatro principal una ópera llamada Hai Rui cesado de su cargo, que convalidaba que Mao hubiera sido degradado de la posesión de la suma del poder público luego de la masacre que supuso el Gran Salto Adelante, que intentó que la producción agrícola creciera exponencialmente para poder contar con una especie de “capital originario” que llevase el país a la industrialización. Terminó con millones de muertos de hambre. Pero la ópera llegó a Mao, que preparó la contraofensiva, y comenzó la Revolución Cultural. De las notas y entonaciones de una ópera a un proceso que duraría una década, hasta la muerte de Mao.
Tal vez recuerden aquella tira de Mafalda, como siempre genial:
Papá: ¿Qué le pasa a tu amigo Miguelito, Mafalda? ¿Por qué camina así?
Mafalda: ¿Así cómo? ¡Ah!... Porque dice que en la otra mitad del mundo es de noche, y no hay que despertar a los que duermen.
Papá: ¡Ja! Esto me recuerda aquélla vez que Mao Tsé-Tung dijo que si los 700 millones de chinos se ponían de acuerdo y daban al mismo tiempo una patada en el suelo, el resto del mundo iba a pasarla mal, ¿no es gracioso?
(Mafalda lo mira en silencio. El padre se va).
Papá: (piensa) No, no es gracioso.
Este mismo viernes, si no tienen plan, a las 18, no se pueden perder de ir a la peatonal Florida, revivir un poco cómo era el Di Tella y después de pasarse (o antes) a tomar algo al Florida Garden, deberían ir a las 18 a las Galerías Jardín, en Florida 537, para disfrutar de una experiencia sonora de esas que dejan flipando al escuchador. Se trata del concierto para percusión Drumming, de Steve Reich, una obra en la que baterías, xilofones, timbales, platillos y todo aquello que pueda percutir se pone de acuerdo en ser armónico y triunfa en el intento. Estrenada en 1971, la obra la realizan 9 percusionistas, 2 voces femeninas, silbido y piccolo. Es considerada como la primera obra maestra del minimalismo norteamericano. Obviamente que al Satánico Dr. No o a Fu Manchú le hubiera gustado.
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