En la prisión de la Bastilla, Sade habitaba la llamada “torre de la Libertad”. Más de doscientos años después de su deceso, su voz reverbera aún dentro de la torre de marfil de la historia de la filosofía. Para poder dialogar con él, es necesario descender a las mazmorras de la disciplina, desde donde el marqués produce sus ideas.
Sade como filósofo resulta ser una figura controvertida, amada y despreciada, pero sobre todo indefinible bajo los mismos criterios con los que identificaríamos a un filósofo perteneciente al canon occidental. Él desarrolla en muchas de sus obras una visión de mundo que resulta intolerable para la mayoría de las figuras hegemónicas de la disciplina, una visión que estas figuras se resisten a considerar abiertamente y contra la cual erigen sus sistemas de pensamiento. Podríamos sintetizarla de la siguiente manera: nada existe en el universo sino el puro mecanismo ciego de la materia en movimiento; todo es devorado por el dinamismo sin sentido del cambio.
En una historia de la filosofía signada por la exaltación y la divinización de lo inmaterial, lo corpóreo solo se tolera en tanto esté sometido a un principio inteligible superior, distinto de él, que lo cree, lo rija o lo ordene de alguna forma. Sade subvierte esta valoración negativa de la materia y el cuerpo, liberándolos de su tradicional amo conceptual: Dios. Este no será en sus escritos más que una ficción estúpida, cuyo éxito da cuenta de la debilidad emocional e intelectual de la humanidad.
Consecuente con la matriz teórica materialista que pregona, el marqués propone una filosofía encarnada: nos invita a concebir las ideas teórico-filosóficas como expresiones de múltiples personajes ficcionales, surgidas cada una de ellas de la materialidad de sus cuerpos; sus contenidos y su formulación se determinan a partir de la configuración misma de la corporalidad en donde se originan. Así entendidas, las ideas son siempre provisorias, imperfectas, productos de las circunstancias: excreciones, desechos que luego serán digeridos por otras mentes. De aquí que Sade haya elegido géneros como la novela o el diálogo filosófico para dar a conocer tal matriz teórica materialista, que se manifiesta en su obra ante todo como una poética filosófica.
Si bien él se identificaba a sí mismo como “filósofo” (philosophe), solía hacerlo con un insoslayable humor irónico, propio de su escritura. Como hombre, tampoco es sencillo definirlo. A este polifacético personaje ni siquiera puede identificárselo con un único nombre o un único título –síntoma de sus múltiples identidades–. Al nacer, en 1740, sus padres lo llaman Louis Aldonze Donatien. Luego, por algún error administrativo durante su bautismo, se lo registra como Donatien Alphonse François (es con este nombre cristiano y sus iniciales, D. A. F., con los que firmará algunas de sus obras). Durante sus años de juventud, desarrolla una furiosa y proterva sexualidad y una pasión incontenible por el teatro y las letras. Tras su paso por el ejército, se casa en 1763 con Renée-Pélagie de Montreuil. Unos meses después, una mujer llamada Jeanne Testard lo acusa de blasfemia y sodomía; la denuncia, en la que Sade aparece nombrado como “el susodicho particular”, constituye una de las primeras referencias a este en lenguaje policial.
Los “affaires” sexuales penales se multiplican y el joven libertino alterna entre relativamente breves períodos en prisión y la libertad, obtenida en algunos casos por medio de erráticas fugas. Durante su huida a Italia con su cuñada y amante Anne-Prospère se hace llamar “Conde de Mazan”. Esta transgresión (entre muchas otras) le vale la ira de su suegra y una orden del Rey por la que lo encierran por tiempo indeterminado y sin necesidad de juicio en las prisiones de Vincennes y la Bastilla desde 1777 hasta 1790, con un sustancioso prontuario criminal ya consolidado. El marqués se aferra durante su encierro a la lectura y la escritura: desarrolla su ensayística filosófica y su escritura de ficción. Uno de los cuadernos borradores de la época de Vincennes anuncia en letra manuscrita: “Estas notas son de la mano del infame Marqués de Sade”.
La Revolución lo libera para luego volver a condenarlo. Entre 1790 y 1793, vivirá con su desde entonces pareja, Marie-Constance Reinelle (viuda del Sr. Quesnet), en una de las secciones más radicales de París: Piques. Allí interviene comprometidamente como secretario y presidente y redacta varios escritos políticos a favor del movimiento revolucionario. Se hará llamar entonces “Louis Sade” y “ciudadano Sade”. El dossier de acusación por el que lo encarcelan en diciembre de 1793, liberándolo posteriormente a la caída de Robespierre casi un año después, se titula “Aldonze Sade Ex Noble y Conde / Hombre de letras y oficial de caballería / Acusado de conspiración contra la República”.
Por razones aún indeterminadas, elude la guillotina. En 1795 es liberado y se dedica de lleno a las letras, aunque sin demasiado éxito. Su economía y su salud empeoran significativamente. Durante este período, crea las obras filosóficamente más incisivas a las que tenemos acceso hoy en día.
Para entonces, el declive de la reputación de Sade era imparable. Pocos años antes de su nuevo arresto en 1801 se publica en un periódico titulado El tribunal de Apolo, en 1798, un falso obituario que lo supone fallecido:
SADES (el ex-Conde de). El solo nombre de este infame
escritor expide un olor cadavérico que mata la virtud e
inspira el horror. Es el autor de la atroz novela Justine o
las desgracias de la virtud, en 4 vols. in-18, fig. No se sabe
cuál merece más ser quemado, si la obra o el autor. Ambos
merecen ser destruidos, y desgraciadamente no lo serán ni
uno ni otro. Es entonces verdadero que
¡El crimen como la gloria
conducen a la inmortalidad!
El título “Conde de Sade” reaparece en el inventario de sus pertenencias, redactado en Charenton, el asilo para pacientes psiquiátricos en donde lo encierran definitivamente desde 1803 hasta su muerte en diciembre de 1814. El motivo oficial que se alega para justificar este nuevo encarcelamiento es “demencia libertina”, aunque en realidad se debía a que lo habían descubierto in fraganti entregando a su editor manuscritos licenciosos varios, entre los que se encontraba el de Juliette.
En efecto, a pesar de que esta novela pornográfica se publica anónimamente, la autoría de Sade era un secreto a voces. Esa descripción del marqués como “asesino de la virtud” por parte de sus contemporáneos y contemporáneas no apunta a denunciar únicamente las terribles escenas de sus ficciones libertinas, en donde personajes crueles cometen las peores vejaciones sobre inocentes víctimas. La acusación alude sobre todo a las ideas filosóficas, materialistas y ateas, que se transmiten en estas obras y que justificarían un estilo de vida criminal como el que se sospechaba llevaba adelante su autor.
Así, el mito del “monstruo Sade” comienza a construirse en vida de este personaje. Al marqués se lo acusaba de haber organizado orgías multitudinarias, de haber drogado, torturado y abusado sexualmente de mayores y menores de edad y de atraer prosélitos a través de su literatura. ¿Admitiremos como filósofo a un criminal patológico?
He aquí una de las primeras fases de la revuelta de estómago y de espíritu a la que nos somete Sade. Pues quienes en principio respondan a nuestra pregunta por la negativa encontrarán que sus escritos han sido diseñados para cuestionar y enturbiar todas nuestras certezas morales. Y si, por el contrario, se decide leerlo como un filósofo, las circunstancias biográficas de este personaje no pueden sernos indiferentes. Siempre sospecharemos, durante nuestro recorrido por la obra del marqués, que quizás la reflexión filosófica no sea en ella más que un instrumento de persuasión maquiavélicamente plantado en el texto, esto es, una trampa al servicio del goce cruel del autor para confundir al lector o a la lectora, quien se convierte así en su objeto de irrisión, en el mejor de los casos.
A “Sade-filósofo” no se lo lee entonces desde la admiración sino desde el recelo –puede que desde cierta fascinación pavorosa–, pero definitivamente con frialdad en la mirada, frialdad que él mismo cultiva a través de la “jovialidad helada” de su prosa. Y siempre recordando que el recelo comporta asimismo cierta forma de goce. Podríamos incluso imaginar una lectora o un lector que disfrute despreciando al marqués (“Precio del goce del desprecio: el goce del poder del otro sobre mí, pero no sobre mi goce”, como dice Néstor Perlongher). Sin embargo, prestándose a la lectura, ya se somete, se fija, se ata al espectáculo del desate libertino que ofrece la obra de Sade. Tal como sugiere Severo Sarduy: “Es explicable que la historia del sadismo […] esté atravesada, lacerada, por el fantasma de la fijeza. Fijar, impedir el movimiento. De allí su retórica de la atadura, del nudo, de lo que priva al Otro y así, por ley de contraste, restituye al sádico su total arbitrio, lo devuelve al estado inicial de posible absoluto, lo libera, lo ‘desata’”.
Intérpretes de Sade como Annie Le Brun han optado por observarlo como un puro fenómeno de la naturaleza. ¿Qué sentido tendría rendir homenaje a un volcán? –se pregunta ella–. ¿Qué clase de veneración ameritaría el extinguido “astro del desastre” (así lo llama Maurice Blanchot), el estallido de la oscuridad a fines del Siglo de las Luces? Sade-filósofo se plantea así como un vehículo expresivo de potencias imperantes, esto es, como la manifestación sintomática de la ansiedad axiológica que genera el ocaso de la Ilustración. De aquí, por cierto, la vigencia de su pensamiento.
Continuar leyendo y sobrellevar la nausea que provoca, con su escritura grotesca y violenta, el “arte revulsivo” del marqués –tal como lo califica José Amícola– tiene entonces su recompensa. Nos permite ponderar ciertas reflexiones e ideas que la historia de la filosofía ha predominantemente soterrado: el materialismo y el ateísmo. Para fines del siglo XVIII, esta lacerante conjunción ya había sido planteada por algunos autores, aunque era fervientemente repudiada. Sade da un paso más, radicalizando la posición de sus predecesores y convirtiendo ese materialismo ateo en una filosofía amoral, anti-jerárquica y nihilista. En ello consiste justamente su revuelta, en haberle dado vida al amoralismo, articulándolo en sus escritos como una filosofía triunfante.
Este libro es una invitación a explorar ese amoralismo, que no se expresa como un pensamiento sistemático sino como una pluralidad de enseñanzas y visiones filosóficas que se unifican en la lectura misma de la secuencia de episodios que propone el marqués en sus relatos. En ese amoralismo se respira la total indeterminación e inestabilidad de los valores morales que regirían en el mundo, y la imposibilidad de privilegiar (justificadamente) unos por sobre otros.
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