El ejercicio es el siguiente. La lectora o el lector deben, en el siguiente pasaje, poner el peso de la lectura en que los “centros penitenciarios” son sostenidos por el Estado, que allí van parte de los impuestos, que así se sostienen vagos. Y dice así el texto autobiográfico, entonces: “Pero en el interior de los centros penitenciarios, y a pesar de los educadores, existían, lo sé, grupos o, antes bien, bandas, cuyo vínculo, el pegamento que los aglutinaba era la amistad, la audacia, la astucia, la insolencia, el gusto por la holgazanería, un aire sobre la frente a la vez sombrío y gozoso, el gusto por la aventura contra las reglas del Bien”. El texto forma parte de El niño criminal, del escritor francés Jean Genet.
Sobre el mismo autor, es recomendable que al leer el siguiente pasaje se ponga el peso de la lectura en el carácter delictivo del sujeto apresado por las fuerzas de seguridad: “Una mañana los gendarmes se presentaron en el lugar. Acusaban a Jean de haber cometido robo y se marcharon llevándose a ese preso de diez años. Fue entonces cuando Jean Genet, declarado ladrón por una sociedad inicua, decidió convertirse de veras en un ladrón”. El autor del fragmento es Jean Paul Sartre.
Desde aquella primera detención que narra Sartre, hasta los 37 años cuando atravesó por última vez los pasillos que lo separaban de la vida no carcelaria, Jean Genet había vivido la mayor parte de su vida en la prisión. Era, claro, un delincuente, un criminal, arrestado en proporciones iguales por robo y por prostitución masculina. Que salía por la puerta giratoria de la comisaría y luego volvía a entrar: “Me quise traidor, ladrón, delator, odioso, destructor, despreciable, cobarde. A base de hachazos, de gritos, corté las ataduras que me retenían en el mundo de la moral habitual, a veces deshice metódicamente los nudos. Monstruosamente me alejé de ustedes, de su mundo, de sus ciudades, de sus instituciones. Y la gentes que aquí encuentro ha llegado fácilmente, sin peligro, sin haber cortado nada. Están en la infamia como el pez en el agua y ya no puedo, para ganar la soledad, sino dar marcha atrás y engalanarme con las virtudes de sus libros”, dice Genet. San Genet. Que si el lector o lectora hubiera vivido en la Francia de aquella época, hubiera mantenido con la plata de sus impuestos. Con o sin queja.
Hace unos días una mujer sin trabajo y que cobraba un plan envió un mensaje privado por video a un conocido, que lo hizo viral. Es una mujer de un barrio en el conurbano, secundario terminado, que vivió gran parte de su vida en el sistema de la ayuda social expresada en subsidios de montos misérrimos, alejados de modo absoluto del monto de la canasta familiar o de los montos establecidos por el INDEC como aquellos que marcan la línea de pobreza y la de indigencia. Los subsidios no llegan a la línea de indigencia. La “planera”, como la denominaron en los noticieros y programas de la tarde, confesó que no quería trabajar. Y el pequeño escándalo de los medios de los sectores medios, estalló.
La mujer, de un discurso fluido, expresaba el fastidio de la conciencia del bien pensante promedio argentino, que cree que sus impuestos sostienen los planes sociales y que incluso debería tener derecho a una auditoría sobre dónde va cada billete del IVA que paga cuando compra un litro de leche (que, dicho sea de paso, paga el mismo 21% que los grandes empresarios que habitan en el país –varios se mudaron ya al Uruguay– cuando compran una vaca que les provee leche). En realidad, la gran mayoría de quienes reciben esos planes sociales brindan una contraprestación en comedores y merenderos que sirven, a la vez, como centros de organización comunitaria. ¿Y si la “planera” no quiere trabajar? ¿Por qué alguien querría “trabajar” en esas condiciones? ¿Por qué el trabajo dignifica? En términos genéricos, dicen que el hombre se realiza mediante el trabajo. Pero es el trabajo de ese hombre realizado el que le permite ver las condiciones alienadas de su labor. La imagen es la de una víbora que se muerde la cola y sólo deja de hacerlo cuando encuentra el modo de realizarse mediante un trabajo desalienado, es decir, mediante el vivir la vida de modo desalienado. Colectivamente.
En 1969 Norman Briski y Norma Aleandro protagonizaron La fiaca, dirigida y escrita por Ricardo Talesnik, que se convirtió en un éxito de taquilla mediante el retrato de un oficinista que un día decide no ir a trabajar. Lo examinan, lo escudriñan, le preguntan, pero no: simplemente no quiere trabajar más. En tono de comedia, el rechazo al simulacro de la libertad del trabajo adquiría ribetes de éxito masivo. Los espectadores acudían al cinematógrafo, reían con Briski repitiendo: “¡Ten-go fiaca!”. Pero al salir un dejo extraño recorría el recuerdo de las escenas en la pantalla.
Volviendo a Genet, que hizo culto del robo y la traición, escribió algunas de las novelas sobre el mundo gay a mediados de los años cincuenta del siglo pasado en Francia. Milagro de la rosa, El secreto de la rosa, Querelle de Brest cuentan un mundo secreto, de códigos y de deseos viriles en cárceles, buques, prostíbulos y puertos. El cineasta Rainer Maria Rilke filmó la extrañísima, en términos estéticos, Querelle, con Brad Davis, la gran Jeanne Moreau y el italianísimo Franco Nero. Sus climas oscuros y teatrales (operísticos) despliegan la historia de un marinero en un mundo de hombres en el que goza al envilecerse.
Genet también escribió la obra clásica Las criadas, que cada tanto se pone en el circuito teatral de Buenos Aires. Y tuvo una realización política mediante el apoyo a los Black Panthers en los Estados Unidos, un compromiso político abierto con la causa palestina y contra la represión policial francesa a los inmigrantes argelinos. Se dijo que en su obra y en su vida existían valores personales incómodos como el robo y la traición. Había sido invitado por la OLP a visitar Chatrila, centro de la llamada “Matanza de Sabra y Chatrila”, en El Líbano, donde de manera conjunta grupos falangistas ultracristianos y tropas del ejército del Estado de Israel atacaron a mansalva los campos de refugiados palestinos, con un saldo de alrededor de 3.000 muertos, asesinatos todavía impunes. Genet escribió sobre la masacre. También describió la belleza estética de una operación de la Mossad israelí en la que dos agentes disfrazados de hippies gay entre arrumacos, descubrían en el momento preciso sus armas para disparar contra uno de los supuestos responsables de la operación terrorista en Múnich, durante las Olimpíadas, que le ganó el reproche de varios de sus amigos (o ex amigos) palestinos.
La cuestión es esta. Durante casi cuatro décadas de su vida, Jean Genet no quiso trabajar. Salía de la cárcel y volvía a entrar y allí, entre las artes amatorias con sus compañeros de celda, los juegos y la holgazanería, comenzó a escribir. Es decir, Genet hubiera vivido casi cuatro décadas de su vida, como suelen decir ciertos conductores televisivos, “de la tuya”. Ahora pongamos que Jean Genet se llama “Mariana la planera”. ¿Habría estado dispuesto el lector o lectora a que “la suya” (aunque no es así: esa “suya” vaya sobre todo al FMI) no hubiera mantenido a Jean Genet, genio del siglo XX? Bueno, siempre se puede preferir que “la suya” se devalúe un tanto frente al dólar blue.
Para pasar a otro tema maravilloso, seguramente notaron que estamos en medio de noticias del “increíble show de Paul McCartney a sus ochenta años” o “la alucinante performance de Mick Jagger a los 79 años”, no se debería perder de vista otro maravilloso y alucinante show. Y conmovedor. ¿Y cómo no? La genia de Joni Mitchell, a los 80 años, cantando “Big Yellow Taxi” y otros clásicos en el Newport Folk Festival. Por favor, no se lo pierdan y sean felices y sean eternos durante unos minutos. Con un sombrero azul, gafas de vidrio azul y un trono dorado en el que sentarse, Joni Mitchell da felicidad. Y recuerden: los ochenta son los nuevos cuarenta.
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