Enseñáis a vuestros hijos el calendario criminal de Europa bajo el nombre de Historia
(Oscar Wilde)
De los testimonios que he conocido referidos a la invasión de Rusia a Ucrania, el que más me conmovió, y que a su vez motivó que escribiera este breve artículo, fue el de una anciana quien, a poco de comenzados los bombardeos a Kiev, relataba cómo habían transcurrido hasta entonces los últimos años de su vida a los que añoraba sin consuelo. Contaba que solía pasear por un parque cercano a su vivienda, que iba de compras, que charlaba con sus vecinos, que atendía a su familia y que le gustaba escuchar música en su departamento ahora totalmente destruido al igual que toda su existencia cotidiana.
A lo largo de mi vida, y en muchas ocasiones, recordé las clases de Cultura Musical de segundo año de bachillerato. La profesora solía llenar el pizarrón con la denominación de los diferentes géneros y estilos musicales, escribía el nombre de los compositores más relevantes –todos ellos europeos– de quienes, además, nos ofrecía una breve biografía y una alusión a sus principales obras seguidas de alguno que otro ejemplo musical reproducido en un viejo grabador. Otro profesor, el de Historia, nos brindaba sus clases inmediatamente después, siguiendo el icónico libro de José Ibáñez: Historia Moderna y Contemporánea. Apenas irrumpía en el aula borraba de un plumazo el pizarrón de la profesora de Música dispuesto a atiborrarlo con otro tipo de referencias a la historia europea. Con tiza blanca anotaba las fechas más trascendentes, con tiza verde los nombres propios de los personajes y de los sitios más relevantes, con tiza amarilla los pactos y acuerdos, y con tiza roja el título de las innumerables invasiones, batallas, revoluciones, etc. La clase concluía con un colorido pizarrón atestado de fechas y nombres propios, la enorme mayoría de ellos asociados a conflictos particularmente violentos, internos o entre países; conflictos violentos que además fueron “exportados”, a partir del siglo XVI, al resto de los continentes. Por supuesto que la civilización europea no ha tenido el monopolio de la locura de la guerra: si bien el imperialismo europeo pulverizó grandes logros de las demás civilizaciones exportándoles sus guerras, tampoco los atacados tenían una ficha histórica libre de conflictos sangrientos.
Siempre que evoco aquellas clases se asoma una imagen implacable: la de que la historia europea ha consistido, primordialmente, en una permanente seguidilla de guerras, invasiones, persecuciones, revoluciones y contrarrevoluciones, atentados, diferentes formas de represión y de censura, cismas y conflictos religiosos, cruzadas, inquisiciones, caza de brujas, secesiones, derrocamientos, guerras civiles, sitios a ciudades, conquistas o reconquistas de territorios, exilios masivos, exterminios, masacres y genocidios. No cabe duda de que el profesor de Historia cumplía con fidelidad la irónica sentencia de O. Wilde que encabeza este artículo.
Luego de mis años de bachillerato y de facultad he estado yo mismo, hasta hoy, a cargo de una asignatura de la Carrera de Historia denominada: “Historia social de la ciencia y de la técnica”, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. El objetivo central de esta materia es abordar los procesos a partir de los cuales se han configurado los saberes científicos y técnicos, reconociendo las relaciones establecidas entre estos saberes y los contextos sociales que les han sido contemporáneos. Ahora bien, a la hora de establecer estos contextos se observa que, casi siempre, el desarrollo del conocimiento humano se ha llevado a cabo en el marco de escenarios hostiles, no solo con respecto a cualquier idea innovadora, también respecto de la vida de los que protagonizaron estas transformaciones en el plano cultural. Por citar dos ejemplos: los descubrimientos realizados por Galileo con su telescopio, empleados en defensa del sistema copernicano, fueron censurados por la Iglesia y Galileo debió padecer los efectos de la todopoderosa Inquisición, debiendo permanecer nueve años confinado en su casa hasta su muerte. Kepler, descubridor de las tres leyes fundamentales que llevan su nombre, debió encargarse formalmente de la defensa de su madre acusada de brujería, por lo que paralizó su vida, guardó sus libros, papeles e instrumentos, y debió mudarse junto a su familia al sur de Alemania intentando rescatarla de la prisión. Pero lo más relevante del caso es que tanto Galileo como Kepler vivieron inmersos en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) que afectó a toda Europa; un conflicto entre católicos y protestantes asociado, básicamente, a intereses territoriales. Se calcula que en ella murieron unos cuatro millones de personas, el 90% de los cuales eran civiles. La historia de la cultura europea, que involucra tanto el arte musical como el desarrollo del pensamiento científico y técnico, ha estado casi invariablemente condicionada por los designios de “otra” historia: la de los conflictos sociales y políticos que asolaron de manera permanente al continente.
Retomando el relato de la anciana ucraniana cuya vida se ha visto literalmente destruida, quisiera rescatar otro tipo de relato histórico al que lamentablemente no se suele acceder en ningún nivel de educación. Se trata de La historia de la vida privada, una especie de enciclopedia surgida en la tercera época de la escuela francesa de los Annales en la segunda parte del siglo XX, cuyo objetivo ha sido estudiar la vida cotidiana durante diferentes períodos históricos: describir las costumbres, las rutinas y los cambios y transformaciones en la mentalidad de la gente común. En este riguroso retrato de la vida privada se hace mención, con particular profundidad, a las formas asumidas por el trabajo en relación con las diferencias de clase social, a la sensibilidad de las personas, a sus costumbres y tradiciones, a las necesidades satisfechas o insatisfechas, a los aspectos más íntimos de su vida, a los afectos y a las representaciones sociales del amor, a cómo se conformaban las parejas, a los hábitos familiares, a la niñez, a la sexualidad, a los gustos, a las modas, a las comidas, a las viviendas, a la higiene, salud y enfermedades, a la calidad de vida en función de los avances en los recursos técnicos y, en general, a todos los aspectos de la vida en sociedad. Esta vida común y cotidiana, en todas las épocas, ha requerido de relativa estabilidad social, estabilidad que, sobre todo en el continente europeo, se ha visto interrumpida innumerables veces.
Reflexionemos en lo siguiente: en la vida cotidiana y en relación con nuestra propia muerte, todos oscilamos, entre el temor a enfermarnos gravemente o a tener un accidente fatal y la casi constante negación del hecho de que inevitablemente alguna vez nos vamos a morir; si no negásemos casi constantemente nuestra muerte, no podríamos vivir. Por el contrario, en medio de un conflicto armado predomina el miedo, la paranoia. Es cuando a la muerte, invariablemente, no se la puede negar porque de lo que se trata es de sobrevivir. Como “compensación” a ese temor constante que emerge en medio de una guerra afloran, más que nunca, la intolerancia, el odio, la revancha hacia el enemigo. La guerra es la mejor amiga del chauvinismo y de las consignas asociadas con él: amenaza externa, guerra patriótica, seguridad nacional, patria, orgullo y honor nacional, defensa del pueblo… Se trata de la sublimación del más puro maniqueísmo, que intenta compensar, a modo de un cruel y estúpido consuelo, la destrucción de la propia vida privada en función de la lucha entre los que detentan el poder de cualquier tipo.
Los que han conducido a los pueblos a la guerra se harán famosos, y a los que si acaso la ganan, se los considerará una suerte de estadistas y hasta héroes nacionales. De manera fatídica confirmarán la sentencia de Beilby Portens: “Mata un hombre serás un asesino, mata a cien y serás un héroe”. Sus biografías se tornarán públicas, dignas de figurar en pizarrón o en un libro, y esto a expensas de las vidas privadas de los millones de seres humanos que han sucumbido en todas las guerras que ellos han provocado. La guerra es la forma más eficaz de trastocar, arruinar y hasta devastar la vida anónima del común de la gente, la de aquel otro relato, el de La historia de la vida privada. Sus víctimas no poseen nombres propios, como para figurar en algún pizarrón o en un libro de texto de historia. Tal es el caso de la anciana de Kiev. Solo pensemos que la Primera y la Segunda Guerra Mundial, en su conjunto, abarcaron once años –más del 10% del siglo XX– involucrando a prácticamente todos los países europeos y por ende a casi todos sus habitantes. En la Primera Guerra se vio envuelta más de la mitad de la población mundial: 600 millones de personas quienes vieron arruinada, si no devastada su vida privada.
Calígula –quien ha sido considerado lo contrario a un estadista y uno de los personajes más opuestos a los cánones de la gran civilización europea–, según se sabe, asesinó a muchos individuos de su entorno. Sin embargo, aunque pueda sonar extraño y hasta extravagante, sería posible reivindicar su figura por encima de todos aquellos estadistas y hombres famosos, reyes y gobernantes, que condujeron a sus pueblos a una guerra o que no la supieron evitar. Albert Camus en su obra Calígula expresa lo anterior con ironía en el siguiente diálogo:
ESCIPIÓN (joven poeta cuyo padre había sido asesinado por Calígula): Mientras tanto, muchos hombres mueren a tu alrededor.
CALÍGULA: Tan pocos, Escipión, realmente. ¿Sabes cuántas guerras he rechazado?
ESCIPIÓN: No.
CALÍGULA: Tres. ¿Y sabes por qué las rechacé?
ESCIPIÓN: Porque te importa un bledo la grandeza de Roma.
CALÍGULA: No: porque respeto la vida humana.
ESCIPIÓN: Te burlas de mí, Cayo.
CALÍGULA: O por lo menos la respeto más que a un ideal de conquista. (…) Si supieras contar sabrías que la menor guerra emprendida por un tirano razonable os costaría mil veces más caro que los caprichos de mi fantasía.
Moraleja: a la conflictiva historia europea se la podría caracterizar como una renovada incapacidad en el tiempo de los gobernantes y de los que ostentaron el poder de impedir las confrontaciones internas o externas.
En épocas de guerra se hace más distante el vínculo entre los responsables de llevarlas a cabo o de no poderlas evitar, y sus víctimas; y esto a pesar del clásico dilema acerca de si han existido los conflictos armados justos, como cuando se trata de la autodefensa ante una agresión, de cuestiones humanitarias o de intentar mejorar el estado de una sociedad. Justas o injustas, es notable como, todos nosotros, casi de manera inevitable, nos sentimos obligados a determinar qué bando, en cada caso, ha tenido razón. No obstante, los que, como uno, no han padecido la guerra suelen formarse una idea de las causas que llevaron a un conflicto y a tomar partido, lo que en sí mismo no está mal; solo que el lujo de detenerse en ese “detalle” no lo ha tenido la gente común cuando está sumergida en un conflicto armado del que pende su vida.
La invasión a Ucrania es una remake de lo que ha sido habitual en la historia europea. Costará muchísimas vidas, y es por eso que no ofrecerá nada novedoso ni asombroso respecto de la frecuente y ancestral violencia en la que por siglos estuvo sumergido aquel continente. Nada nos puede asombrar, mucho menos después del Holocausto, obra cumbre de la violencia y el exterminio. Resulta un lugar común afirmar que parece increíble que Alemania, quien nos ofreciera los más grandes compositores cuyos nombres poblaban el pizarrón de la profesora de Cultura Musical, haya representado, a la vez, lo peor de la condición humana. Ni la reunión de las arbitrariedades provocadas por todos los conflictos desatados en Europa a lo largo de los siglos podría compararse a un día de exterminio sistemático en un solo campo de concentración. El Holocausto ha sublimado la idea de culpabilidad de los poderosos y la de inocencia de los débiles. Ha contribuido a definir lo que deberíamos entender por “civilización europea”, contaminando su definición de manera irreversible. Al respecto, cuenta Camus en La caída que en el campo de concentración de Buchenwald un prisionero se obstinaba para que el escribiente que estaba registrando su llegada asentara una reclamación: “‘Aquí no se hacen reclamaciones.’, le indicó el escribiente. ‘Es que, mire usted, señor’, le dijo el prisionero ‘mi caso es excepcional. Soy inocente’.” En la guerra las víctimas civiles son, casi todas, ¡un caso excepcional…! porque cada vida privada que sucumbe ha sido única. Como la de la anciana de Kiev.
¿A qué deberíamos referirnos cuando hablamos de la gran civilización europea? ¿Qué sería lo que mejor la representa? ¿La que hace hincapié en su inmenso desarrollo cultural y artístico? ¿La que atiende a los devenires de la vida íntima de la gente común? ¿O la que se refiere a los grandes acontecimientos signados casi siempre por conflictos violentos relacionados con el poder?
La guerra en Ucrania, en pleno siglo XXI, destruyó y destruirá ciudades, arrasará los campos y arruinará para siempre la vida privada de muchísima gente. Para el caso, ¿cuán diferente ha sido hasta ahora este siglo respecto de los anteriores y cuán diferente lo será frente al auge de los nacionalismos, el avance de la discriminación y el racismo, y de la intolerancia religiosa y política? No se trata de rompernos la cabeza tratando de discernir acerca de quién tiene razón, cuáles son las causas de la guerra, cómo se la podría haber evitado y, menos aún, si se trata de una guerra ideológica. Baste con tomar conciencia de que individuos con el poder de Putin y alianzas y organizaciones como la OTAN preparadas para la guerra han existido siempre, y que este tipo de fenómenos han determinado de manera permanente la suerte de los pueblos. Entonces ¿para qué nos sirve la historia si, como sostenía Hegel, “la humanidad ha aprendido de la historia que no se aprende de la historia”?
A pesar de todo, ¿nos queda todavía la esperanza de que alguna vez se aprenda de la historia y que podamos rebelarnos en contra de ella? Es posible que aún nos quede la ilusión de que con el siglo XXI no suceda lo que para Yehudi Menuhim sucedió con el siglo XX “al que si tuviera que resumirlo, diría que despertó las mayores esperanzas que nunca haya concebido la humanidad y destruyó todas las ilusiones e ideales”.
*Leonardo Levinas es escritor, filósofo y físico. Profesor titular y ex director del Departamento de Historia de la UBA. Investigador Principal del CONICET.
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