Juan Carlos Onetti conoció a Arlt en la década del treinta. Los presentó Ítalo Constantini, apodado Kostia, amigo de la infancia de Arlt en Flores —”probablemente haya participado en las aventuras primeras de El juguete rabioso”— que solía leer sus manuscritos. Fue en la redacción del diario El Mundo. Con treinta y tantos, Arlt ya era una eminencia y tenía una oficina propia dentro del diario. El día anterior, Onetti, de veintipico, que nunca había publicado, le mostró el manuscrito de Tiempo de abrazar a Kostia, su amigo argentino (Onetti era uruguayo). “Esta novela es buena. Hay que publicarla. Mañana vamos a ver a Arlt”, le dijo. Arlt lo recibió con un “Qué hacés, malandrina”. Se saludaron, se pusieron al día, hasta que miró a Onetti: “Así que usted escribió una novela y yo tengo que conseguirle un imprentero”.
“Arlt abrió el manuscrito con pereza y leyó fragmentos de páginas, salteando cinco, salteando diez. De esta manera la lectura fue más rápida. Yo pensaba: demoré casi un año en escribirla. Sólo sentí asombro, la sensación absurda de que la escena hubiera sido planeada”. Pasaron unos largos minutos —¿diez?, ¿quince?, ¿media hora?—, Arlt levantó la vista y miró a Kostia, que fumaba aburrido. “Dessime vos, Kostia, ¿yo publiqué una novela este año?” Ante la negativa de su amigo, se excusó que fue porque “me tienen loco” con las Aguafertes, y luego dijo: “Si estás seguro que yo no publiqué ningún libro este año, lo que acabo de leer es la mejor novela que se escribió en Buenos Aires este año. Tenemos que publicarla”.
El método de Arlt es el instinto: “No necesito más que esto, hojear, para estar seguro de si una novela es buena o no. La suyas es buena y ahora vamos a tomar algo para festejar y divertirnos, hablando de los colegas”. Todo esto lo cuenta Onetti en la introducción a una reedición de El juguete rabioso. Ahí también dice que “Arlt trató de contarnos, y tal vez pudo lograrlo en su primera novela, los insomnios en que miraba la negrura de una pequeña ventana, viendo el anuncio de la mañana implacable”. Cuenta que, “dispuesto a catequizar”, distribuyó libros de Arlt y algunos fueron devueltos con anotaciones de “todos los errores ortográficos, todos los torbellinos de la sintaxis”. Si bien “quien cumplió la tarea tiene razón”, dice Onetti de Arlt: “Yo persisto, era un genio”.
Aquella tarde, los tres —Arlt, Onetti y Kostia— salieron del edificio de El Mundo, cruzaron la calle y se sentaron en un café de Rivadavia y Río de Janeiro a profundizar la complicidad. Ahí Arlt confesó que, a diferencia de sus colegas, que cuando ven a alguien con un manuscrito “le ponen mil trabas”, “yo me dedico a conseguirle al nuevo genio toda clase de facilidades para que publique. Nunca falla: un año o dos y el tipo no tiene ya más nada que decir. Enmudece y regresa a las cosas que fueron su vida antes de la aventura literaria”. No fue el caso de Onetti, que dejó casi treinta libros. Pero Tiempo de abrazar no se publicó, al menos en ese momento, “tal vez por mala, acaso, simplemente, porque la perdí en alguna mudanza”. Fue mucho tiempo después, en 1978, pero esa ya es otra historia.
La anécdota, aunque delirante e imprecisa, alumbra varias facetas de Arlt —el trabajo, la productividad, el apuro porteño, pero a su vez la pausa para el diálogo, para la camaradería, para el ocio, para la sorna—, sobre todo la ironía que manejaba. La idea de que detrás de muchos “genios” hay un narcisismo brutal por publicar y luego ya está, listo, fin de la aventura literaria, parece reflejarse en nuestra actualidad. No era el caso de Onetti, mucho menos el de Arlt. Vivió 42 años y publicó unos cuantos libros. Sin lugar a dudas, si su vida no hubiese sufrido ese corte abrupto y fatal, podríamos tener el doble, quizás el triple de libros con su firma. Su mundo imaginario sería mucho más amplio, más denso, más intenso, con más personajes, con más escenas, con más mundos. No necesariamente mejor.
Toda obra se sostiene sola. Lo que permite el vicio biográfico es explorar las condiciones de su producción. Arlt nació en el año cero del siglo XX, el 26 de abril, en Buenos Aires. Es hijo de inmigrantes —sus padres son Karl Arlt del Reino de Prusia y Ekatherine Lostraibitzer del Imperio Austrohúngaro— que se subieron a un barco a fines del XIX dejando atrás un mundo ya extinto. Eso también es Arlt. Luego, su paso por la vida, su desarrollo subjetivo dentro de un mundo raro, continuó en sintonía con su herencia errática. “Roberto Arlt es, antes que un torturado, un desesperado”, dice Nira Etchenique en su biografía de 1962, y arriesga que no pertenecía a ningún partido político porque “estaba incapacitado por un individualismo feroz, despótico y arbitrario”.
Ese individualismo le permitía reptar entre la multitud, entre las masas, en el trajín alienante del trabajo, y conservar una sensibilidad artística. La plasmó en su primera novela, en El juguete rabioso, de 1926. Su álter ego Silvio Astier, dice: “En realidad soy un locoide con ciertas mezclas de pillo”. Aunque también aparecen líneas profundas, como estas: “Baldía y fea como una rodilla desnuda es mi alma. Busco un poema que no encuentro, el poema de un cuerpo a quien la desesperación pobló súbitamente en su carne, de mil bocas grandiosas, de dos mil labios gritadores”. Para la investigadora Sylvia Saítta, Arlt “busca borrar los límites entre el autor y los personajes ficcionales”. Sin dudas, le interesaba caminar sobre ese tapial ínfimo, filoso, peligroso. Le interesaba construir una obra original.
También hay obra en su muerte, aunque la prensa no se haya mucho eco a la mañana siguiente. El diario El Mundo sí: publicó la última, “Un paisaje en las nubes”. La noche del 26 de julio de 1942 hacía mucho frío. La “buena salud” que le vio Onetti no le sirvió demasiado: dolor en el pecho, pérdida del conocimiento, desmayo repentino: paro cardíaco. Sus restos fueron incinerados en el Cementerio de la Chacarita y sus cenizas arrojadas en el río Paraná. Hubo una ceremonia de despedida. Fue numeroso el grupo de gente que asistió aquella tarde. El escritor Nicolás Olivari dijo algunas palabras sentidas y el poeta Horacio Rega Molina leyó un poema. Algunos se emocionaron, otros lloraron como si hubiesen perdido a un hermano, la mayoría se quedó mirando el río con la nostalgia que se mira el abismo.
Diez, once años antes, cuando publicó Los Lanzallamas, ya era una figura reconocida. Los Siete Locos iba por la tercera edición y El Juguete Rabioso por la segunda. Decide escribir un prólogo, pero le sale un manifiesto: “El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un cross a la mandíbula”. No se trata sólo de una metáfora conflictiva, también de una cosmovisión de la literatura: la violenta relación entre el escritor y el lector. Lo que pide Arlt es un permiso generalizado para saltearse el acuerdo ameno de la cordialidad. Como aquella carta de Franz Kafka a su amigo Oskar Pollak: “Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”.
Beatriz Sarlo, en el texto que le dedica en Escritos sobre la literatura argentina, dice que “Arlt tiene una una imaginación extremista: de un conflicto sólo se sale por la violencia”, y que “no se trata simplemente de una ideología, sino de una forma”. Cita El juguete rabioso, el momento en que Silvio Astier deja una brasa encendida sobre una pila de papeles para prender fuego el lugar donde trabajaba. “¿Qué pintor hará el cuadro del dependiente dormido, que en sueños sonríe porque ha incendiado la ladronera de su amo?” Escribe Sarlo que “la literatura de Arlt es completamente radical. La violencia es la única forma de la política, que, a su vez, sólo se expresa como delirio. El batacazo es la única forma del cambio de fortuna, la única proximidad con la riqueza que pueden fantasear los pobres”.
Una especie de venganza moral recorre su obra. En Los siete locos adquiere un nivel de conspiración: una sociedad secreta se reúne para pergeñar un plan maestro que los lleve a voltear el orden social existente. Pero sus personajes no son del todo buenos ni del todo malos. Son siempre complejos, insoportables. En Roberto Arlt, el monstruo, Diego Cano destaca “la crueldad y perversidad de sus personajes” y “la monstruosidad de su literatura”, y sostiene que “Arlt puede prometer revoluciones, sectas, estallidos políticos, estallidos de amor y dejar todo en la nada sin decepcionar porque el disfrute de su literatura no se encuentra en el tema si no en la forma, el valor de la lectura por sí sola despojada de la intriga”.
En vida, Arlt fue conocido por sus crónicas. “Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales condiciones de soñador”, escribe en una de sus aguafuertes más icónicas, “El arte de vagabundear”. “Ante todo, para vagabundear hay que estar por completo despojado de prejuicios, y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen mirada de hambre, y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad una considerable distancia”. Un flâneur, un Baudelaire latinoamericano, ese es Arlt, cien años después, caminando por los pasillos de la Argentina muticultural. Mientras desplegaba su elasticidad argumentativa, su sensibilidad callejera en el periodismo, en su literatura era duro, intenso, violento.
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