Hay una presencia inquietante, perturbadora; alguien fuera de los límites del cuadro parece acechar. Cuando observamos una obra de Edward Hopper hay un no sé qué profundamente familiar, una especie de deja vú pictórico con el que podemos identificarnos. Y es que, como ninguna otra obra, la del estadounidense, de quien se cumplen 140 años de nacimiento, atraviesa nuestras vidas, tanto en lo cotidiano, como en el cine.
Cuando observamos una obra de Hopper sabemos que hemos estado allí, física o mentalmente, porque sus pinturas han tenido una enorme influencia en la gran pantalla, configurando la estética de muchísimos cineastas y, a la vez, el espíritu de esas obras nos retrotraen a experiencias vividas porque más que un pintor de escenas, Edward Hopper, fue un retratista del alma humana contemporánea.
Ella se encuentra sentada en la cama o en un bar, mira por la ventana o sostiene un libro. Parece esperar, esperar, esperar. Esta es la esencia de un tipo de esto que se llamó nuevo realismo, que fundó un estilo crudo, algo de por sí bastante difícil ya para el arte figurativo en el siglo XX.
La luz siempre fue un tema preponderante en la Historia del Arte desde el tenebrismo Caravaggista para presentar figuras y escenarios. Incluso, para las vanguardias que se desarrollaron en paralelo a su obra, y que en gran parte ignoró. Hopper tomó un camino diferente; él bañó a sus arte de una luminosidad enceguecedora. Una luz fría, blanquísima, sea del sol o de lámparas, en piezas que se desarrollan de día o de noche, daba lo mismo, creando atmósferas de dramatismo aséptico, personal y universal a la vez.
Un artista sin tiempo
Es extraño el caso Hopper. A los 18 ingresó a la Escuela de Arte de Nueva York, donde compartió salones con otros pintores destacados de los ‘50 como Guy Pène du Bois, Rockwell Kent, Eugene Speicher y George Bellows.
Realizó luego viajes a París, entre 1906 y 1910, pero allí no se encandiló por las vanguardias, de hecho aseguró en entrevistas que siquiera había oído hablar de Picasso y que si bien sabía que Gertrude Stein, la compatriota que en su casa reunía a La generación perdida de la literatura (Hemingway, Dos Passo, Fitzgerald, T. S. Eliot, Ezra Pound, Sylvia Beach, etcétera), no tuvo deseos de conocerlos.
En su obra no hay marcas del fauvismo, mucho menos del surrealismo o el cubismo, aunque sí cierto tratamiento del postimpresionismo, pero con una pincelada más medida, menos violenta. Hopper fue un voyeur del sueño americano que se derrumbaba: la alienación, la soledad y el vacío se presentan en unas figuras que parecen fantasmales, detenidas en un tiempo sin tiempo.
Si se comparan sus cuadros con los de sus contemporáneos el contraste es notable. Dentro de la figuración, Bellows fue el más destacado de todos; miembro de la neoyorquina Escuela Ashcan que buscaban representar la vida urbana, realizó pinturas sobrecargadas, caóticas en un punto. Speicher destacó como retratista y quizá con Pène du Bois es con quien comparte más puntos en común en cuanto a la temática, con personajes que bordeaban la soledad en composiciones también bastante limpias en general, aunque los planos de éste tienden a ser más cerrado, colocando el foco más en lo individual.
Por su parte, Rockwell Kent fue un paisajista de colores suaves, pero hay otro Rockwell a quien sí podemos observar como un relator de la escena norteamericana: Norman Rockwell.
Rockwell, Norman, fue un pintor -su obra más emblemática es El problema con el que vivimos todos- pero sobre todo un destacadísimo ilustrador del Saturday Evening Post, lo que lo convirtió en referente de su tiempo por su llegada a un público masivo y por ende transmutó en una figura pop, en una tea al momento de pensar el imaginario de su época. Sin embargo, Rockwell y Hopper observaron dos “Americas” muy diferentes.
El primero festejó lo social, con una calidez que transmitía bienestar, una comunión con muchas cuotas de humor, un ideal de un país que se revelaba como un sueño, ese gran Sueño Americano, dejando un sin fin de dibujos que remiten a una eterna publicidad de gaseosa cola en Navidad.
En cambio, Hopper, presentó otro país, más luminoso pero lúgubre a la vez, un país con ciudades que presentaban autómatas resignados, que parecían ver escapar sus ensoñaciones a la distancia y ya no podían hacer nada para recuperarlos, salvo recordar, salvo esperar, esperar, esperar.
Hopper construye una pintura del no-lugar, concepto del el antropólogo francés Marc Augé, en espacios de tránsito, como puede verse en Gas (1940) o tantas otras road paintings que realizó en sus viajes por las rutas de su país junto a a su esposa, la también pintora Josephine Nivison, de edificios o interiores de establecimientos como Domingo temprano por la mañana (1930), Luz del sol en una cafetería (1958) o incluso en la famosa Noctámbulos. Los no-lugares no generan vínculos, más bien la “comunicación es tan extraña que a menudo no pone en contacto al individuo más que con otra imagen de sí mismo”. Esto se contrapone con los “lugares antropológicos”, donde bien podría etiquetarse a Rockwell, ya que construye espacios que dan sentido, que producen una identificación, una relación.
Pero la figuración no fue la gran atracción pictórica en los tiempos de Hopper, sino el expresionismo abstracto, con Jackson Pollock como el gran pintor americano del gran estilo americano, y otros como Mark Rothko y Willem de Kooning, ambos europeos pero nacionalizados estadounidenses.
No sabemos si por celos o gustos, a Hopper no le agradaba para nada la obra de los abstractos tal como dejó en evidencia en varias entrevistas. En cambio, ellos, sí veían en este realista cuestiones a ser admiradas. “No me gustan para nada las diagonales, salvo cuando las hace Edward Hopper”, dijo Pollock, quien no era precisamente un amigo de otros pintores.
Y tenía razón Pollock. Las diagonales en la construcción arquitectónica de los cuadros de Hopper resultan vitales, de la misma manera que lo hicieron en la pintura metafísica, anterior al surrealismo, de Giorgio de Chirico. Entre ambos artistas, de hecho, hay una conexión en un imaginario desértico y del uso de las diagonales para componer a partir de la luz, pero mientras una ingresa en el campo de lo onírico; el otro lo hace de una manera proyectada; o sea, lo que vemos nos remite a una pérdida, a la nostalgia, nos dirige a un espacio mental sin revelarlo, a los sueños metafóricos quizá o la pérdida de ellos.
Esos ojos negros
Contadas con los dedos de una mano. Son poquísimas las pinturas en las que el personaje observa al público como sucede en Western Motel (1957), Mañana de Carolina del Sur (1955) o, más lógico, en su Autorretrato (1925-1930), ya que en general tienen la mirada perdida en sus propios pensamientos u observan hacia una ventana, otro de los elementos clave su producción.
Durante el Renacimiento las ventanas aparecieron como ornamento detrás de las figuras, a partir de las cuales se podía reconocer, por ejemplo, alguna característica de la ciudad donde había sido realizado el retrato además de dar más volumen a la obra.
Paisajes, puertos o un elemento para profundizar en el simbolismo, las ventanas fueron aliadas del arte desde entonces. La lista de artistas que las utilizaron es interminable. Hopper las hace parte del tono del cuadro, no son escapes, no buscan mostrar el allá afuera, sino que se complementan con la escena principal, e incluso, como sucede en Sol de la mañana (1952), no presenta lo que la mujer en la cama observa. Otra vez, parece decirnos, la vida está dentro nuestro. Y si los ojos son la ventana o el espejo del alma, como rescata el refrán, en Hopper están inyectados en negrura, reforzando la sensación de alienación, de solitud y desasosiego.
El gran cineasta de la pintura
Los cuadros de Hopper están desnudos. Si se los observa en detalle se aprecia que su interés se centró en montar una escena, colocando solo los elementos imprescindibles. Sea en una habitación o en el porche de una casa, no hay un atiborramiento, no hay detalles que distraigan, que redirijan la atención. Es, en ese sentido, el perfecto dibujante de un storyboard, las ilustraciones que se preparan antes de rodar una película, en la que se bocetea lo esencial.
En ese sentido, el artista asistía con asiduidad al cine, de donde muchas veces sacaba ideas, aunque el proceso también fue a la inversa, porque son inagotables las referencias en la gran pantalla salidas de su obra. Y eso produce también ese efecto circular de familiaridad.
Quizá la más conocida es la de Psycho (1960), de Alfred Hitchcock, el más hopperiano de todos los directores, a partir de las similitudes entre la mansión Bates y Casa junto al ferrocarril (1925), aunque también las perspectivas en Vértigo (1958) con Puente Queensborough (1913) o las piezas en que, como en La ventana indiscreta (1954), Hopper espía la vida de otros que transcurre más allá de su alcance. Ejemplos abundan.
En ese sentido, Hopper realizó una enorme cantidad de trabajos con edificios como protagonistas, dotando a estos de un aura siniestro, a veces decadentes, olvidados; otorgándoles una vida propia, una historia, tal como sucede en sus obras de interiores.
Con el franco-estadounidense Jacques Tourneur lo une esa gran capacidad para crear presencia por fuera del cuadro, esa sensación de lo perturbador que no se muestra, pero se siente, allí, acechando, como en La mujer pantera (1942) o El hombre leopardo (1943).
También hay mucho ida y vuelta, una retroalimentación constante, con la estética del cine noir, que se desarrolló entre los 30′s y 50′s, como con Elía Kazan en La ley del silencio (1954), quien afirmó que Hopper “era uno de los artistas que más lo habían inspirado” y más acá en el tiempo con Terrence Malick en Días de gloria (1978), David Lynch en Blue velvet (1986) o Todd Haynes en Lejos del paraíso (2002).
Muchos directores han tomado elementos hopperianos identificables y otros, directamente han representado un cuadro, quizá como homenaje, quizá porque esa pintura resulta insuperable en cuanto a lo que se desea mostrar. Tal es el caso de Cine de nueva York (1939), para la que Hopper recorrió cinco salas de la Gran Manzana y realizó alrededor de 50 bocetos, que tiene su correspondencia cinematográfica directa en Dinero caído del cielo (1981), de Herbert Ross, en la que también rinde tributo a Noctámbulos, obra también representada en El final de la violencia (1997), de Wim Wenders.
En 1965 Edward Hopper realizó su última obra, Dos comediantes, en el que se representó junto a su esposa, la gran musa en muchas de sus obras. Allí aparecen tomados de la mano, despidiéndose del público, momentos antes de que el telón bajase. Inspirada en Los niños del paraíso (1945), de Marcel Carné, la obra captura un pequeño gesto con la sencillez que lo caracterizó, y para el hombre que hizo grandes escenas, que influenció al cine, nada más significativo que hacerlo desde las tablas. El show había terminado.
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