Calle cerrada
Ya pasó la camioneta de la policía con su cancioncita: Quedate en casa, el virus es peligroso. Como no volverá hasta mañana, decido ir a caminar. Entre las dos direcciones posibles, escojo salir a la ruta, aunque la velocidad de los autos es molesta y la inclinación de la banquina dificulta el caminar. Me pregunto por qué no escogí el camino de tierra que pasa por el barrio nuevo y los campos.
Como si hubiese estado con el oído pegado a la puerta, frente a su casa pareada a la mía, aparece el novio de la vecina:
—El otro día me estuve acordando de ti —dice desde lejos, sin rebasar los canteros que antes tenían lirios.
Para oírlo me acerco al límite de la distancia social. El novio, desde los canteros secos, me cuenta que en una época llegó a escribir cuarenta y cinco cuadernos.
—Yo tengo apenas cinco. Con suerte —suspiro.
—Me agarró una fiebre —confiesa el novio.
Ni él puede explicarse cómo llegó a escribir tanto.
—Mis chicos eran chicos, y yo todo el tiempo escribiendo en los cuadernos. Me acordé de ti —repite.
Y calla, pensativo.
—Los quemé todos, los cuarenta y cinco —suelta al fin—. No se salvó ni uno. O podría haber escrito un libro. Ganaría plata, hasta sería famoso. Suelta la pepa el novio de por qué se acordó de mí.
Me pregunto de dónde habrá sacado esa idea, basta ver mi casa para saber que una escritora no es rica o necesariamente famosa. Debe pensar que no escribo bien y que con sus cuarenta y cinco cuadernos podría haberlo logrado. Tiene razón, cuántas confidencias, que se saltean el confesionario, publican al año las editoriales y se convierten en éxito de ventas.
Entre la universidad y los talleres particulares doy clases de escritura a cincuenta y cinco personas que sueñan —como el novio— publicar un libro. Si multiplico por el total de escritoras que dan clases o talleres, resulta que se escriben infinidad de libros, muchos basados en cuadernos. Hasta se podría decir: un libro, una persona, un imaginario de rico y famoso. De todas formas, los escritores y escritoras ricas y famosas existen. La aspiración del novio es realista. ¿Y el novio?, ¿adónde se fue? ¡Me quedé sin saber qué había en los cuarenta y cinco cuadernos!
Paso por el sitio baldío. Al parecer, su dueña murió y con tantos herederos es más costoso tomar posesión legal que venderlo. Por eso sigue eriazo.
Una vez más me veo abducida por una derivación que no me lleva a ninguna parte. En el pasado siempre salía con un cuaderno o una libreta —servilletas en mi período bohemio—. Al regresar a casa y leer los apuntes, no les encontraba coherencia o no entendía la letra. ¿Para escribir eso me salía del presente? Y abandoné la tarea.
El pueblo se expande vertiginosamente, a cada vuelta que doy aparece una casa nueva de fin de semana. ¡Como los libros! Confesiones, diarios, autobiografía, autoficción, historia personal, ficción de lo real, recetas de cocina, manuales de ayuda… representan más del setenta por ciento de los libros que hoy se publican. Los libros llamados literarios por las multinacionales, para separarlos de los que sí representan ganancias, no llegan al treinta por ciento.
De casualidad en internet me topo con la carta de una editorial independiente española que decidió parar. «La súper producción alarmante de libros y un sistema de distribución perverso que convierte a libreros y editoriales en deudores de fondos de inversión transformó lo que editamos con pasión en libros fantasmas.» Los llaman así, fantasmas.
Una industria que se mantuvo siglos en pequeña escala cotiza en la bolsa como Monsanto o BlackRock. Más encima, ese treinta por ciento de libros considerados literarios se para sobre un treinta por ciento de escritorxs nóveles, que aprendió a escribir literariamente en una escuela o taller, y que sueña con ocupar el estrecho treinta por ciento alcanzado por sus maestros. La literatura, que ya es una aguja en un pajar, se sostiene en la ficción de que en un pajar podría hallarse la obra maestra perdida.
Paso frente a la estructura de fierro que Machi levantó para cultivar verduras orgánicas. Antes levantó colmenas, un vivero, un estanque para patos mandarines de exportación, plantó árboles de kiri para hacer muebles tipo Ikea. Todo se vino abajo antes de comenzar a producir. Al parecer, en los negocios hay un momento en el que se debe apostar a la inversión. Machi prefiere perder la inversión y no dar el salto. Lo increíble es que vuelve a perder con los kiris, los patos mandarines, las colmenas, los arándanos. La última novedad es que va a lotear parte de su campo para que construyan casas de fin de semana. Estando a punto de dar el salto, viene el virus. Lo curioso es que con las ganancias piensa comprar un campo igual a este, en otro lugar, y dedicarlo a la crianza de vacas como las que tiene aquí en el olvido.
Si me fuese concedido el don de interceder, me gustaría eximir a los y las escritoras de producir.
No llevamos dos días en confinamiento y ya me piden un relato, un diario, una carta, un poema, una novela, ensayo, videíto, recital, debate por zoom, lectura por zoom, clase magistral por zoom. Ese don tendría que ser muy poderoso. No solo para proteger a las escritoras de la indigencia, las editoriales, las ferias, la prensa, las redes, los formularios para ayudas y becas, sino de ese treinta por ciento de escritorxs noveles que acecha manuscrito en mano desde las sombras a que se abra un nuevo pajar. Una entrevista sin contestar, un diario sobre la cuarentena no entregado, una contratapa, un cargo de jurado rechazado pueden desmoronar la obra de cualquier escritora y, si más encima, quemó sus cuarenta y cinco cuadernos… la indigencia, el olvido están a la vuelta de la esquina.
En la esquina me ladran los perros. La casa de los perros es uno de los motivos por los cuales evito salir a la ruta a pie. Apenas huelen que alguien se acerca, corren enloquecidos a ladrar a la malla. El alambrado resiste de milagro. Siempre que paso salen dos pequeños inofensivos que ladran del lado de afuera. No entiendo por qué los otros no atraviesan por el mismo boquete. Me da miedo que un día lo descubran y me hagan boleta.
Al día siguiente de entrar en cuarentena la calle principal del pueblo apareció cruzada por un alambre tendido entre las dos orillas con el letrero: Vuelve a tu casa. En la calle del medio un tractor impide el paso. En la calle última cruzaron el camión cisterna, el mismo con el que en verano mojan la calle metódicamente a las siete de la tarde, cuando ya no pasan autos que levantan polvo. Como el largo del viejo camión es insuficiente para obstruir la calle, a los dos vecinos que salen de amanecida a trabajar en moto les basta cruzar por un costado.
El cuidador del sitio eriazo, que vive tres casas más allá, los escucha todas las mañanas burlar la prohibición, y le resulta insoportable.
—Hace un par de días, a esa hora escuché un golpe tremendo —me cuenta. También escucho temprano en la mañana a las dos motos pasar frente a mi ventana, pero no me acuerdo de ningún golpe.
El cuidador se cerciora de que los perros no están escuchando y confiesa:
—Yo mismo coloqué un alambre entre el poste y el camión cisterna, a la altura de los motonetistas. Pafff —imita el sonido de la caída—. Al piso, con moto y todo. Uno primero y el otro después.
Se ríe.
Me parece que en el fondo de la broma cruel del cuidador está la respuesta al dilema de las y los escritoras, y no llego a verla. Desde la cuarentena, cada vez que salgo a la ruta, tengo la sensación de estar en Cuba. Una de las consecuencias de consumir menos es que disminuye ostensiblemente el tráfico. Ya no me acuerdo por qué escogí salir a caminar por aquí, creo que fue para contrarrestar la opresión de la cuarentena y sentirme a campo abierto. Antes de salir de casa busqué en internet: «mirar a campo abierto» y apareció el capítulo «Ver y saber» de La arqueología del saber. Aunque Foucault habla de cómo la mirada clínica ha venido juzgando y controlando les cuerpos y el cuerpo social, sentí que se refería a la mirada literaria.
No va a ser sencillo disminuir la producción literaria. Si pudiese entender lo que hay al fondo de la broma cruel del cuidador. Levanto la cabeza con la mirada que busca a Dios y me encuentro con que en el tendido eléctrico las tijeretas aprovechan su larga cola con seis pares de plumas para balancearse.
*Cynhia Rimsky nació en Santiago de Chile, en 1962. Ha publicado Poste restante, La novela de otro, Los Perplejos, Ramal, Fui, El futuro es un lugar extraño, En obra, La revolución a dedo. Escribe crónicas y columnas para diversas revistas y da clases en la UNA. Vive en Argentina desde 2012.
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