Pablo Forcinito es un hombre de fe. La primera vez que sintió algo parecido a una convicción tenía ocho años: escribió un poema. “De alguna manera tuve como una especie de certeza de que lo mío venía por ahí. Así como está el que se para abajo de un arco y se tiene que fe, yo me tuve fe en eso: la escritura”, dice ahora, entre café y café, en un bar del microcentro, con la campera de cuero puesta (la gente entra y sale y la puerta se parece más a una arcada). Creció sin una biblioteca abultada pero sí con algunos libros que le resultaban enigmáticos. La primera novela que leyó fue a los once: Crimen y castigo de Dostoievski. “Eran dos tomos, tapas duras forradas de negro, parecían dos grimorios: tenían algo esotérico. Además, ese título tan particular. Yo la leí como una novela de terror. Había ya una búsqueda, pienso yo, más íntima que tenía que ver con ese género”, dice en un intento por rastrear en el recuerdo los primeros pasos sobre el largo sendero que lo deposita en esta actualidad: una inquietante novela de terror en sus manos, La misa de los suicidas, recién publicada bajo el sello que lo apadrinó: Metalúcida.
Gómez, un borracho perdido del pueblo bonaerense de Reyes, un hombre que vagaba rengueando en pedo por las calles de tierra y que un día, hace veintiséis años, fue tragado por una ciénaga para desaparecer por completo, regresó. Ahora es un hombre de fe, de otra fe, y hace milagros. Conmovido por su prédica eficiente, todo el pueblo abandona la iglesia y se rinde a los pies de Gómez. La misa de los suicidas es narrada por el padre Gabriel que de chico presenció —junto a dos amigos: Lucas y Rufus— cómo Gómez era chupado por el barro aquel día. Un episodio no solo sobrenatural, también demoníaco. “A veces pienso que nos imaginamos cualquier cosa, Gabriel. A esa edad uno se hace cada película”, le dice Rufus luego de volver a ver a Gómez paseando por el pueblo. Gabriel le responde: “Ninguna película. Aquello que vivimos me llevó a consagrarme sacerdote. Aquello me trajo hasta acá, Rufus. No fueron nuestras imaginaciones”. Durante la novela, el sacerdote tratará de comprender qué puede hacer frente a la presencia absoluta del mal en el pueblo, aunque se le vaya la vida en eso.
“Me bauticé a los 22 años”, cuenta Forcinito. “Me bautizó Bergoglio”, agrega. “Soy de los que hicieron el camino inverso. No tuve formación religiosa, vengo de una familia atea y de izquierda pero en un momento, como pasa muchas veces, empezás a cuestionarte lo propio, posiblemente como síntoma de una adolescencia tardía. Estaba en la búsqueda de una forma de nacionalismo que no me espantara. Ahí, en ese horizonte, surge el peronismo, un movimiento de base cristiana, de hecho una de sus verdades lo dice, y profundamente humanista que retoma algunos postulados evangélicos, o por lo menos así lo veo yo, como la redistribución del ingreso materializando la multiplicación de los pesos y los panes en el sermón de la montaña, la idea de lazos de solidaridad con los marginados. Esto que introdujo el peronismo: no la lucha de clases, sino la alianza de clases: entender el Estado de manera corporativa, que debe funcionar como un cuerpo. Y en esa búsqueda apareció el cristianismo y se empezó a generar en mí la posibilidad del bautismo y entrar más de lleno: un bautismo como cambio concreto”.
El escritor Marcelo Di Marco es su padrino. Fue quien lo acompañó en esta conversión. Además, era su tallerista. Semanalmente se iba a Buenos Aires para compartir con sus compañeros diversos textos, sobre todo cuentos, sobre todo cuentos de terror. En Pablo Forcinito literatura y fe forman parte un todo. “La conversión siempre tiene zonas misteriosas: estamos hablando de algo que no se puede medir”, dice y agrega que, en su caso, “vino por el lado de la política, no sólo por la cuestión religiosa y espiritual”. Son años fundamentales para cualquier biografía. No son lejanos, aunque hayan pasado dos décadas. Forman parte de una suerte de despertar; en sus palabras, un “cambio concreto”. Aunque siempre están los matices: “La fe es un don y yo carezco de ese don. Quizás por la formación que tuve: siempre estás tensionado con todos esos principios místicos. Son cuestiones filosóficas que vienen de la Antigüedad así que yo tampoco me voy a hacer tanto problema”. Son años clave porque en ese momento estaba escribiendo ficción, forjando los primeros pasos, los contundentes, en lo que devino obra.
Entonces el cine de terror irrumpió en su vida con la potencia de la fascinación. Una película en particular: Creepshow, de George A. Romero, escrita por Stephen King, que es una serie de cortometrajes de terror donde King actúa en uno. “Tuve la impresión que tenía que ir por ese lado y escribí un cuento. Estaba con la idea de los zombis. A tres malandras les llegaba una supuesta marihuana que venía de Haití y resulta que uno la fuma y le dice al que se la vende: vos sos un garca, nos estás cagando con esto, negro. Lo matan al tipo pero como habían fumado esta droga que venía de Haití, y en Haití está toda esta cosa de los zombis, el tipo vuelve a la vida. Era un cuento bastante bizarro, funcionaba, pero a partir de ahí seguí escribiendo y me metí en una temática más marginal, y ahí surgió la Trilogía de Paraná, que a su vez puede ser pensada como una novela de terror psicológico. El terror siempre estuvo presente”. Esa trilogía se compone de En tu mundo raro y por ti aprendí (2014), Paraná (2015) y La orilla de los encantados (2016). Tres años después se publicó en un solo libro de 400 páginas: Trilogía de Paraná.
Antes, mucho antes, quince años atrás, escribió un relato, un cuento. Tres chicos, una ciénaga, el Diablo. “Funcionaba, pero sabía que tenía potencia para continuarlo como novela”. Lo dejó ahí, a los cuatro años volvió, lo continuó y lo volvió a guardar, lo hizo esperar, madurar. Un día, ya publicaba la trilogía, le cayó la ficha, la historia, “casi de forma providencial”. “Habían sido muchos años que la historia se trabajó sola en el inconsciente. Ahí también hay un misterio”, dice y continúa: “Me interesaba trabajar la figura del sacerdote, un personaje que no es muy recurrente en la literatura argentina. Existe un género que es un terror cristiano: El exorcista de William Peter Blatty quizás es el máximo referente. También está Anne Rice. Me interesó trabajar ese tipo de terror. Me pareció que le hacía un humilde aporte al terror argentino, que no suele ir por ese lado. Todo lo que es leyendas del cristianismo y liturgia del catolicismo no están presentes. Y a su vez esta idea de un sacerdote que toma los hábitos convertido por este encuentro que tiene con el Diablo y con la presencia del mal”.
—¿Existe la maldad?
—Entiendo el mal en términos absolutos. San Agustín dice que el mal es la ausencia de bien. Esto que parecería obvio no era tanto porque en la Antigüedad se entendía el mal como la ignorancia. San Agustín introduce que el ser es bien en tanto es, porque está constituido de bien, entonces el mal vendría a ser esta energía consciente y carente de escrúpulos que escinde a ese bien constituido de bien. Esto en términos más teológicos. Luego tenemos mal y bien en tanto absolutos, pero después se vuelve reactivo cuando es gestionado por los hombres. Si Dios es omnipotente, nadie puede disputarle su poder; en ese sentido, el mal no tiene nada para hacer. Pero si la Divinidad hiciera desaparecer el mal, todo sería bien, entonces ¿qué sería el bien? Lewis dice que si Dios hiciese desaparecer el mal todos seríamos autómatas porque no tendríamos la capacidad del libre albedrío, que es lo que nos hace actuar. Dios se convertiría en un titiritero. Pero en el mundo de los hombres donde nos manejamos por el libre albedrío hay que gestionar ese mal. Ese mal, que está entre los hombres, es mucho más difícil de percibir. Uno puede decir: ‘estamos todos en contra de los campos de concentración’, pero ¿qué pasa si en ese campo de concentración hay nazis?, ¿estamos todos tan en contra? Cuando el mal está gestionado por los hombres es todo más difícil de ver, y quizás en la novela están planteados el bien y el mal en tanto absolutos, pero después están puestos en manos de los hombres. La ciénaga también representa ese barro de lo real en el que se mueve la humanidad: dónde está el bien y dónde está el mal es muy difícil de ver.
En el panteón de sus referencias, Forcinito no duda en poner a Stephen King, “un autor muy integrado a mi educación sentimental, quizás el autor más leído de la historia de la literatura; el más transversal, seguro. A King lo lee gente que no lee literatura”. Pese a ser héroe de un género popular y masivo, fue ninguneado durante décadas —¿sigue siéndolo?— por la academia. “Es que muchas veces el terror necesita de tópicos, y por es mirado de costado porque pareciera que limita lo que podés contar. Y justamente ese es el desafío del terror y de géneros como el policial: no limitarte a esos elementos clásicos, sino explorarlos. Es como la poesía de amor, que pareciera que cualquiera puede escribirla, pero es un género difícil”, sostiene Forcinito. En La misa de los suicidas explora la “reversibilidad del símbolo” con una Santísima Trinidad demoníaca: serpiente, cabra y sapo. “El mejor ejemplo de esto es que Dante Alighieri hace que el infierno de la Divina Comedia sea un sitio helado donde no hay fuego, porque el gran atributo del mal es la ausencia. Teológicamente, la ausencia de calor es el frío, un frío que también quema”.
“No pienso la literatura en términos utilitarios. Quiero contar historias. Mi idea no es moralizar ni bajar línea”, sostiene Forcinito, sin embargo hay críticas agudas en su novela. Una de ellas: la forma en que Gómez manipula a un pueblo entero. Lo hace con milagros, es cierto, pero también con amenazas. De a poco, los lugareños dejar de ir a su misa habitual para rendirlo culto a este hechicero que volvió de la muerte. “El mensaje tradicional de la Iglesia Católica es que la vida es un valle de lágrimas. Me gustó trabajar a Gómez en sintonía con el ‘pare de sufrir’, un mensaje de un cristianismo de estos tiempos, de estos últimos veinte, treinta años, que es el lema de la Iglesia Universal. La Iglesia Católica te dice que esto es un valle de lágrimas, ese es el mensaje tradicional aunque ahora haya curas más carismáticos, pero después vienen estas otras iglesias que entienden a la religión en términos más utilitaristas y que tienen que hacerse de una feligresía, y te dicen: pare de sufrir. ¿Qué quiere el hombre en lo inmediato? Parar de sufrir. La promesa del más allá no vende mucho”.
—¿Encontrás una relación sólida entre terror y religión?
—El terror es un genero de base teológica: siempre se está preguntando por un más allá, siempre se está proyectando hacia lo que está más allá del límite de lo real. No solo en el terror sobrenatural, también en el terror psicológico porque se pregunta, por ejemplo, por qué un asesino en serie es un asesino en serie, qué hay detrás de eso que la ciencia todavía no pudo explicar. ¿Qué hace que Norman Bates se convierta en un asesino en serie? ¿Porque tuvo un trauma con su madre? Bueno, no todos los que tienen un trauma con su madre se convierten en asesinos en serie. Entonces el terror psicológico, por más que no sea un terror que no tiene en primera instancia el orden sobrenatural, siempre se está preguntando por ese misterio y siempre el lector se asoma a ese abismo.
—El pueblo, como escenario y como protagonista, ¿es más propicio al terror que la ciudad?
—Pareciera que hay algo en los pueblos, en esas zonas rurales o semirrurales, que conecta con la tierra, con lo atávico, como si ese mal estuviera dormido, esperando. O como una araña. Me gusta la idea de la araña que espera a que alguien caiga de casualidad en la red para saltarle encima. Los ambientes rurales funcionan bien con eso. En las ciudades puede estar, también, pero es distinto. El pueblo está en Lovecraft con Dunwich, en Dean Koontz con Snowfield. Stephen King también tiene sus pueblos. Reyes, el pueblo de La misa de los suicidas es un pueblo ficcional, lo que hace que se mueva con su propia lógica porque al ser ficcional tiene sus propias reglas.
“El terror es un género tan pregnante que ves una película como Alien, ciencia ficción, pero cuando ves la famosa escena del bicho que le sale del estómago, y está todo ese ambiente, se parece más a una película de terror. El terror marca mucho, incluso a otros géneros, pareciera que se impone”, sostiene y agrega: “Al lector lo tengo presente porque a mí lo que siempre me interesó fue contar una historia. No es un ejercicio onanista, es contarle una historia a alguien. Yo quiero conmocionar a ese lector”. Por estos días trabaja la continuación de La misa de los suicidas y, confiesa, “me tiene bastante enganchado”. Sobre el final de esta conversación, con los pocillos ya vacíos, asegura que si algo busca con su literatura es “poner de relieve que no somos tan racionales ni estamos tan superados de cuestiones místicas como nos hacen creer. Pasa el tiempo y, en el fondo, seguimos siendo hombres asustados que se aterran ante la oscuridad. O un cadáver, cuando no hay nada más inofensivo que un cadáver, sin embargo si estás al lado de un cadáver ya te querés ir. Y ni hablar de las cábalas, como cuando se te cruza un gato negro y esas cosas”.
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