Cuando se piensa en naufragios, el del Titanic suele ser el primero que llega al imaginario, debido a la romantización exacerbada de las películas, libros y las cientos de historias que se repiten hasta el hartazgo en cada aniversario.
Pero hubo otros y, sobre todo, hay otros que parecen casi calcados de un cuadro de hace más de dos siglos; una obra que representa lo terrible y lo cruel del hombre, la desesperación, el temor, la angustia, y a la vez la esperanza que solo se apaga cuando se acaban la fuerzas: La balsa de la Medusa, de Théodore Géricault, la primera pintura de un suceso de la época conscientemente basado en el testimonio de testigos, un non-fiction pictórico. Un hito de la Historia del arte.
El cuadro posee una actualidad aberrante. Llevado a estos tiempos podría representar lo que sucede en las costas de Europa con miles de migrantes que, con el deseo de cambiar su destino, dejan todo detrás, y en muchos casos hasta la vida. Sin ir muy lejos, en 2013, los medios reproducían la tragedia de unos 155 sobrevivientes que llegaban desde Libia a Italia e informaban que durante el viaje habían perecido más 360 personas. Aquel evento, tan similar al que eternizó Géricault, podría haberse llamado La balsa de Lampedusa.
Un non-fiction pictórico
“Hay un fusilado que vive”, es la famosa frase con la que Rodolfo Walsh comenzaría la investigación del primer non–fiction de la literatura, Operación Masacre, publicado en 1957, casi una década antes que A sangre fría de Truman Capote, que por esas cosas del márketing pulpo y egocéntrico de EE.UU. suele quedarse con el título de la obra fundacional del género.
“Hay un náufrago que vive”, podría haber sido la que oyó el pintor francés (1791-1824) tras su regreso de un viaje a Italia, cuando comenzó el proceso de trabajo de esta obra de grandes dimensiones (491×716 cm) que fue atacada cuando se presentó en el Salón de París en 1819 y que surgió en un momento muy particular de la historia francesa como fue la Restauración de la Casa de Borbón en el trono, tras la caída de Napoleón Bonaparte en 1815, y que significó el ascenso de la burguesía conservadora y el regreso de la Iglesia católica al poder político.
Es también una época en que la opinión pública comenzó a ser in fenómeno social gracias a la proliferación de la prensa escrita, y esto cambió radicalmente la manera en que el arte se relacionó con el pueblo o viceversa: ya no eran los adinerados, los aristócratas e intelectuales, quienes determinaban de manera fáctica cuáles eran los temas y qué estilo preponderaba sobre otro, lo que era bueno y lo que no, al encargar una obra directo del artista, sino que los mismos creadores podían tomar ventaja de la circunstancias para ganar notoriedad más allá de lo que dijeran los académicos y Géricault entendió eso antes que nadie.
Por otro lado, durante la Revolución hubo un expolio masivo de obras de arte a las iglesias y personas de las clases acomodadas que pasaron a ocupar las salas del palacio del Louvre, que se convertía en museo “para la gente”, y luego, durante las conquistas napoelénicas en Europa, estas saltas terminaron atiborrándose de pinturas y esculturas tras el robo de miles de piezas de los países que se conquistaban, muchas de las cuales nunca volvieron a su lugar de origen legítimo y hoy conforman una parte esencial del espacio. Entonces, el arte ya no era para ser apreciado por los poderosos, sino que su expocisión concentrada en el Louvre fue primero un símbolo del ascenso del pueblo y luego, de la supremacía de Francia por sobre las otras naciones.
La balsa de la Medusa fue la gran carta de presentación de Géricault, quien era ya un artista con recorrido y con obras interesantes como Oficial de cazadores (1812), Coracero herido (1814) y Carrera de caballos berberiscos (1817), pero ninguna como esta surgida de sus tripas, y no de un encargo.
El cuadro fue un non-fiction, pero no al estilo del neoclasicismo que agonizaba con los cambios sociales, más allá de la imagen casi sagrada de la que aún gozaban Jacques-Louis David y Jean-Auguste-Dominique Ingres. Fue un non-fiction cruel, como los hechos mismos, dejando de lado las idealizaciones, la búsqueda de la belleza superficial; al enfant terrible no le interesaron las alegorías, ni la biblia, ni las conquistas militares, ni las escenas de la literatura, fue a un hecho conocido, una noticia, y produjo así un shock tanto temático como estético al poner sobre el lienzo un tema que era familiar a todos y no una representación de algún mito griego o religioso.
Para su confección, el artista recurrió a los relatos de dos de los apenas 13 sobrevivientes de la tragedia: Henri Savigny, ayudante de cirujano, y el ingeniero-geógrafo Alexandre Corréard, quienes unos años antes habían publicado su experiencia al estilo Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez.
Unas décadas antes, en 1778, un notable pintor estadounidense radicado en el Reino Unido, John Singleton Copley, había realizado Watson y el tiburón, una pieza de una tragedia martítima también a partir de un relato. Aquella pintura se basó en la experiencia de Brook Watson, quien en 1749 era un grumete de 14 años en el Royal Consort cuando un escualo atacó el bote en el que viajaba hacia La Habana, Cuba; incidente en el que perdería la pierna. Watson, siendo ya un exitoso militar y comerciante, encargó la pintura a Copley, que realizó a lo largo de los años tres versiones. A diferencia del francés, Copley construyó una obra emarcada en los estándares de la época, virtuosa sin dudas, pero con su propia visión tras un pedido en pos de una remuneración. En ese sentido, lo de Géricault fue revolucionario.
El hundimiento de la Medusa fue una vergüenza nacional y dejaba en evidencia la desidia e inmoralidad del poder monárquico que todavía buscaba fortificar su posición. Por otro lado, el ministro de policía de entonces, muy a lo Garganta profunda en el caso Watergate, con el fin de debilitar la posición de su rival en el ministerio, filtraba a la prensa un informe secreto destinado a las autoridades marítimas, por lo que el acontecimiento tomó una notoriedad pública sin precedentes. En los mercados, en los juzgados, en los hogares, se hablaba de la tragedia.
Noticias de un naufragio
Detrás del hundimiento y la famosa balsa hay una historia de intereses y egoísmos. Para conocer en contexto: en 1815, Francia reafirmaba su dominio sobre la colonia de Senegal, que hasta ese momento era británica, con el Tratado de París; así que un año después la fragata La Méduse, con el objetivo de ganar posiciones en África, zarpaba desde Senegal junto a otras tres naves -un buque de combate, un bergantín y una corbeta.
Viajaban alrededor de 400 pasajeros, entre científicos, médicos, soldados napoleónicos, tropas coloniales y colonos. Al frente de La Méduse estaba Hugues Duroy de Chaumareys, vizconde de Limousin, un comandante regresado del exilio que no navegaba hacía dos décadas, y que había recibido el honor por haber sido fiel a la corona.
De Chaumareys, en el afán de mostrar sus capacidades, dejó a las otras embarcaciones detrás a tal punto que se desvió 160 kilómetros de la ruta prevista, y para el 2 de julio encalló cerca de la costa de la actual Mauritania. Entonces, se improvisararon unas balsas para quitar peso a la nave, pero en los intentos de reflotarla La Meduse sufrió más daños por lo que dedicieron evacuarla. Así, algunos marineros se quedaron en la fragata para continuar con las tareas, mientras que 233 pasajeros, entre ellos Chaumareys, se embarcaron en 6 canoas y botes de remos para llegar al continente, a 95 kilómetros de distancia.
En una balsa improvisada, de 20 metros de largo y 7 de ancho, se amontonaron 149 marineros y soldados, y solo una mujer. La idea primigenia era que esta iba a ser arrastrada tras ser amarrada a las otras, pero cómo les dificultaba el avance, Chaumareys dió la orden de dejarla a la deriva abandonada a su suerte. Cortaron amarras y les dejaron para sobrevivir un paquete de 25 kilos de una masa para hacer galletas, que una parte se consume rápidamente y otra cae al agua en las rencillas por el alimento, dos barriles de agua dulce, que también se pierde en el mar por los conflictos, y seis toneles de vino.
Con vino como único alimento, sumidos en la desesperación, las personas se tiraban al agua para nadar hacia una costa inalcanzable, abundaban las peleas por nimiedades con los carácteres presos del frío nocturno y la insolación diurna. La hambruna dominaba los espíritus y los olvidados de La Meduse practicaron el canibalismo de los cuerpos fallecidos para subsistir. Una semana después, solo quedaban 27 sobrevivientes.
Los hombres se debilitaban, enfermaban, desfallecían. Eran entonces una carga para los vivos, así que un grupo de oficiales decidieron que lo mejor era arrojarlos por la borda: el vino era necesario para los fuertes. Para el día 13, el 17 de julio de 1816, la balsa se cruzó con el bergantín L’Argus por casualidad. Nadie los estaba buscando, el destino de aquellos náufragos era morir en altamar, en el olvido. Solo quedaban 13 a bordo. Cuatro o cinco más murieron en los días siguientes.
Hubo secretismo al principio. Pero la noticia terminó filtrándose. La monarquía recién restaurada, con el no muy popular Luis XVIII, como el parlamento, tambaleaban con el fantasma de Napoleón, que a pesar de haber sido desterrado a la isla de Santa Elena, ya había demostrado poder escapar cuando unos años antes lo había hecho de la de Elba. Los eventos dejaban en evidencia no solo el destrato hacia la vida que había encendido la Revolución años antes, sino también la incompetencia y cómo el poder, representado en la figura de Chaumareys, seguía rigiéndose por los privilegios.
Descenso hacia la locura
El romanticismo fue un “movimiento” realista, pero que tomaba la realidad en muchas acepciones, según el país y el artista, pero que se unía en lo físico y en lo sentimental como verdad absoluta. Y La balsa de la Medusa fue una piedra fundamental en esta nueva manera de interpretar el arte, mucho más excesiva en imágenes, violenta y desmesurada.
Y Géricault sentía así sus obras. Por lo que para realizar el cuadro ingresó en un espiral obsesivo de bocetos, preparaciones, pruebas, modelos y viajes para observar el movimiento del mar, los atardeceres y anocheceres sobre el agua para encontrar el momento exacto que quería representar.
En la primera prueba que realizó para la obra eligió un momento de canibalismo, pero en los dos bocetos posteriores puede apreciarse que se quedó con un instante un poco más luminoso: cuando los sobrevivientes descubrieron a la distancia a L’Argus. En uno de ellos, el barco aparece en escena con mayor evidencia, mientras que en el otro ya lo hace algo más rezagado, para luego, en la obra final, ser un casi un detalle perdido que se observa muy a la distancia.
Géricault mudó su estudio cerca de la hospital de Beaujon, donde en su morgue conoció al detalle el rigor mortis a través de cadáveres y restos humanos, recorrió otros hospitales, equivalentes a los manicomios actuales, para ver in situ los rostros de los desesperanzados, para observar los ojos de los que esperaban la muerte segura, e incluso llevó extremidades a su taller para ver el proceso de descomposición. Según la leyenda, en su atelier el miasma de una cabeza cercenada convivía con los de flores marchitas, óleo y aguarrás.
El siguiente paso fue armar una maqueta a escala de la balsa en su estudio, a partir de los detalles de Savigny y Corréard como también de los de Lavillette, el carpintero que armó la balsa original, quien pudo precisar hasta la posición de cada tabla.
Trabajó en total con 24 modelos vivos, uno de ellos fue el también pintor romántico Eugène Delacroix, a quien había conocido en 1817 en el atelier de un profesor que compartieron, el clasicista Pierre-Narcisse Guérin, quien dijo que Géricault llevaba “dentro tres o cuatro pintores”.
Cuando el autor de La matanza de Quíos y La libertad guiando al pueblo vio la obra finalizada dos años después, escribió en su diario: “En ella vuelvo a ver todo lo que le ha faltado a David, la potencia en el modo de pintar, la gallardía, la audacia”.
Géricault confeccionó también un archivo con toda las documentación a la que pudo acceder y, desde lo pictórico, copió obras relacionadas temáticamente y realizó una serie de viajes, como a Le Havre, para capturar la esencia del mar, el movimento de las olas en la tormenta y las tonalidades de los cielos.
La más fea de las bellezas
La Balsa de la Medusa comenzó la era de la “fealdad” en el arte, llevando lo que ya habían Brueghel el viejo o el Bosco a otro nivel, no ya desde la perspectiva de lo fantástico o religioso, sino centrado en un episodio real, que no por extraordinario adolescía de lo cotidiano.
Al mismo tiempo, en España, Francisco de Goya realizaba sus míticas Pinturas negras en la Quinta del Sordo, pero estas obras fueron desconocidas en su tiempo y, de hecho, recién medio siglo después, en la Exposición Universal de París de 1878, fueron presentadas en sociedad y luego de 3 años llegaron a su actual casa, en el Museo del Prado, por lo que la influencia de Géricault, en esta nueva manera de presentar la vida, fue excepcional.
La idea de la belleza cambió para siempre rompiendo las alianzas con las tradiciones y las fórmulas que se repetían desde hacía siglos, dando un paso fundamental para el surgimiento del arte moderno. La emoción del artista pasó a ser el centro, la visión personal en la expresión de lo episódico se cargó de dramatismo: fue una exaltación del individualismo.
Pero a su vez, el cuadro está tan cargado de drama como de esperanza. Si se lo observa de izquierda a derecha, se pasa de las personas muertas y abandonadas en su fe de ser rescatadas a los que extienden los brazos tratando de alcanzar la salvación, coronado por los que en el extremo ondean harapos de manera enérgica para ser rescatados.
Presentado en 1819, el cuadro recibió muchísimas críticas, aunque también tuvo defensores. El eje del rechazo se centraba, más allá del tema, en que se hizo una lectura política. La reproducción de una escena vergonzosa para la orgullosa marina real francesa fue aprovechado por aquellos que criticaban al gobierno. Esta situación produjo un gran digusto en el artista.
Géricault esperaba que el Estado adquiriera la pieza, algo que no sucedió por la temática, al menos, por lo que quedó desilusionado y un año después se marchó con la obra hacia Londres junto al también pintor Nicolás Charlet. Allí, llegó a un acuerdo con un inglés, que le propuso exponer la pieza en diferentes ciudades a cambio de un porcentaje de la venta de entradas, lo que fue muy lucrativo.
Géricault falleció en 1824 con solo 33 años dejando una producción más bien corta si se piensa en todo lo que podría haber producido. A los pocos meses, el Louvre compró a un amigo del artista su famosa balsa.
Tres años después, en el Salón parisino, el romanticismo hacía finalmente su entrada triunfal en la Historia del arte, pero no sería bajo su pincel. El hoy relegado Eugène Devéria obtenía el máximo triunfo de su carrera con El nacimiento de Enrique IV, otro cuadro de corte historicista del momento; Louis Boulanger entusiasmaba a la juventud con su Suplicio de Mazeppa y Delacroix, quien se convertería en el gran referente francés en los años venideros, causaba polémica con el cruento La muerte de Sardanápalo.
Y todo había comenzado con una naufragio cerca de las costas africana y la visión de un artista dispuesto a desafiar a su tiempo, Théodore Géricault, el autor del primer non-fiction de la historia.
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