Si el cielo tiene vanguardia, Brook fue admitido por aclamación.
Ya sea que lo sepas o no, si sos un amante de lo que cobra vida en un espacio vacío, tu experiencia fue nutrida por Brook. El espacio vacío, de hecho, es el título de su renombrado libro, el delgado volumen que instruyó a generaciones de directores, actores, diseñadores y audiencias sobre las infinitas posibilidades de reunirse en una habitación para el enriquecimiento del alma. “Un hombre camina por este espacio vacío mientras alguien más lo observa, y esto es todo lo que se necesita para que se realice un acto de teatro”, escribió Brook. Esa frase está grabada en mármol figurativo en las paredes de cada sala de ensayo, aula de escuela de teatro, auditorio convencional o galpón reutilizado en donde se desarrolla el teatro. La declaración fue una característica permanente de su propio arte, que lo llevó en una especie de viaje inverso, desde algunos de los salones más grandiosos de su profesión hasta otros mucho más humildes.
“Él dijo que el teatro es la forma del arte de los seres humanos”, dijo el domingo Gregory Mosher, el director ganador del Tony y amigo durante 50 años, sobre la esencia de Brook. “Estamos hablando de la complejidad de estar vivo. Eso es el teatro, y ese misterio, porque las personas son un misterio, fue una búsqueda de toda su vida”.
Brook no estaba contenido en teorías. Dirigió con el ejemplo. En 1970, revolucionó la forma en que veíamos a Shakespeare al poner en escena Sueño de una noche de verano en una caja blanca (diseñada por Sally Jacobs) con actores en trapecios (entre ellos, Ben Kingsley, Frances de la Tour y, un año después, Patrick Stewart) La producción de la Royal Shakespeare Company eliminó los “límites” del vocabulario de una puesta en escena clásica, un controvertido servicio que volvió a brindar de manera deslumbrante una década después para ópera, con una versión comprimida y reestructurada de La Tragédie de Carmen de Bizet sobre alfombras y arena.
Superó a Brecht con Marat/Sade de Peter Weiss para la RSC en la década de los años 60, un devastador golpe de efecto con Glenda Jackson recluida en un asilo y Patrick Magee como el marqués de Sade. Audazmente se aventuró más allá en busca de inspiración textual, con una producción de nueve horas de la epopeya sánscrita El Mahabharata. En el apogeo de sus poderes en los años 70, se instaló en París en el Théâtre des Bouffes du Nord, el lugar que sería su motor creativo durante gran parte de una carrera en constante transformación.
“Había estado trabajando con los mejores actores en el idioma inglés y se alejó de eso”, observó Mosher, ahora profesor y director del departamento de teatro en el Hunter College de Manhattan. “Se sentó en un viejo teatro quemado en el lado norte de París, y con ese grupo, trató de descubrir qué era el teatro, en un momento en que era el director más importante en idioma inglés”.
Brook acuñó la frase de advertencia “teatro mortal”, que existe como un desafío para todos los directores y actores. Era tanto un showman empedernido (ganó Tonys tanto por Marat/Sade como por Midsummer) y un defensor de los que venían después de él, instandolos a que no se detuvieran por costumbre. “Hablamos del cine matando al teatro”, escribió en El espacio vacío allá por 1968, “y en esa frase nos referimos a cómo era el teatro cuando nació el cine: un teatro de boletería, foyer, butacas rebatibles, iluminación, cambios de escena, intervalos, música, como si el teatro fuera por definición todo esto y poco más”.
Su trabajo con los texto fue incomparable; la producción del RSC de King Lear en 1962, por ejemplo, protagonizada por el incomparable Paul Scofield (y luego convertida en una película) presentó una tragedia con severa y amenazante frialdad severa. Esa inclinación por la autenticidad del lenguaje no produjo necesariamente grandeza: su versión simplificada de The Cherry Orchard en la Academia de Música de Brooklyn en 1988, interpretada en el entorno más sencillo, sobre alfombras persas, prefiguró otros renacimientos minimalistas de Chéjov. Pero resultó ser una sesión tediosamente larga, cargada quizás por una traducción decepcionante.
Sin embargo, fue un indicador de la trayectoria de Brook como artista de teatro, ya que intensificó la búsqueda en sus últimos años de lo que es esencialmente humano en el espacio vacío. En 2005, Mosher, entonces en Barnard College, llevó Tierno Bokar de Brook, una fábula sobre un asceta musulmán ambientada en una aldea de África occidental, a un gimnasio reconvertido de la universidad. Lo que más recuerdo de él es su quietud y mi esfuerzo fallido por ajustar mi metabolismo hiperactivo a sus ritmos suaves. Mientras reflexiono sobre las prescripciones visionarias de Brook, me pregunto si, en estos tiempos turbulentos, sería capaz de apreciar la mano tendida de otra cultura.
Por otra parte, en lo que resultaría ser una exhibición crepuscular de su grandeza se podía sentir la plenitud del viaje de este incomparable director. The Suit, una historia sudafricana de Can Themba (con dirección y música de Brook, Marie-Hélène Estienne y Franck Krawczyk) e interpretada en el Kennedy Center en 2014, parecía coincidir con sus reflexiones sobre el potencial ilimitado del teatro. La historia trata de la venganza de un marido engañado a su esposa, en forma de un traje que ha dejado su amante. Me impulsó a escribir: “El traje, apoyado en una silla en la mesa del comedor, con los brazos colgando, parece un cadáver. Y cuando lo miramos, lo que vemos es una especie de muerte: los restos mortales de una persona con problemas”.
Ese misterio de la complejidad humana es lo que animó a Brook. La fuerza lírica de esa velada me recuerda las palabras con las que termina El espacio vacío:
“En el teatro, ‘si’ es la verdad”, escribió. “Cuando estamos persuadidos de creer en esta verdad, entonces el teatro y la vida son uno solo. Este es un gran objetivo. Suena como un trabajo duro. Para representarlo se necesita mucho esfuerzo. Pero cuando experimentamos el trabajo como un juego, entonces deja de ser trabajo. Una obra de teatro es una obra de teatro”.
Nadie lo hizo con más alegría y libertad que Peter Brook.
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