¿Hace cuánto tiempo que un escenario de la calle Corrientes no se vestía con los ropajes dramatúrgicos del francés Jean Paul Sartre con una obra flamígera por sus virtudes dramáticas y políticas; con un elenco consustanciado con los personajes; con una triada de retratos presidiendo -elípticos- la función: el propio Sartre, Karl Marx, León Trotsky? La respuesta unánime seguramente sea: “Desde hace mucho tiempo”. Bien, la larga ausencia ha sido revertida.
Desde la semana pasada se encuentra en cartel en la Sala Casacuberta del Teatro San Martín la obra Las manos sucias, un drama escrito por Sartre en 1948, apenas tres años después del fin de la Segunda Guerra y en medio de debates políticos en Europa que no se resumían en meros ejercicios dialécticos, ya que del modo de actuar de las diversas fuerzas políticas (en representación de intereses de clase distintos) se dirimía el destino de las naciones, sus fronteras y sus pueblos. Como es sabido, la reconfiguración del mapa del Viejo Continente marcó el destino de la región (y el mundo) por el resto del siglo XX. Un rol fundamental lo cumplieron los diversos Partidos Comunistas, que respondían a los intereses de Moscú, todavía al mando de Iosif Stalin (el hombre del Termidor de la revolución rusa, el auspiciante de la capa social de la burocracia de la URSS, los fusilamientos de opositores y quien proclamaba su liderazgo personal sobre las tropas soviéticas en la conflagración mundial). Toda esta descripción viene a cuento ya que estos elementos conforman el suelo donde crecerán las diferentes manifestaciones propuestas por el texto teatral sartreano. Un escenario que al estar presidido por los retratos de Sartre, Karl Marx y León Trotsky y un hall que forma parte de la escenografía como un “ágora” donde las personas se reúnen a debatir, tal vez demande del espectador una predisposición política para apreciar la obra y para hacer una lectura de lo acontecido.
La acción comienza con la salida de la cárcel de Hugo Barine (rol que representa, en este momento inicial de la actualidad, León Ramiro Delgado). Regresa a la casa de Olga (María Zubiri), una compañera de la organización política en la que militaban juntos, el Partido Proletario (sucedáneo de un Partido Comunista de la época). Quiere reintegrarse a la organización. Ella le revela que el partido, por el contrario, quiere sacárselo de encima eliminándolo por las dudas que le provoca a los dirigentes. Olga les pide que esperen hasta la medianoche. Llegan a un acuerdo: tendrá un diálogo con Hugo y podrá evaluar si es o no “recuperable”.
Flashback.
Fines de la Segunda Guerra Mundial. En un país europeo llamado Iliria, ocupado por los nazis, los militantes del Partido Proletario actúan tanto en la clandestinidad así como integran una organización de combate armado. Un aún más joven Hugo Barine (Guido Botto Fiora) es un militante comunista de origen burgués: su familia tiene empresas mineras. Se encuentra ansioso por dejar el rol de redactor en una publicación del partido y pasar a la acción directa. El partido se encuentra en estado de conmoción: uno de sus líderes llamado Hoederer ha hecho que gane su posición tendiente a formar un frente nacional de gobierno junto a los monárquicos que colaboraron con el Reich y con el partido campesino nacionalista, de posiciones abiertamente anticomunistas. Una facción opositora a esta política decide enviar a Hugo como secretario personal de Hoederer con el fin secreto de asesinarlo en los próximos días. Hugo parte junto a su esposa Jéssica (Flor Torrente). Pero las cosas no son tan fáciles.
Hugo está convencido de la posición política de los suyos, contraria a los compromisos con los enemigos de clase, pero también conoce a Hoederer (Daniel Hendler), un militante apasionado, carismático, inteligente (pero que desprecia a los intelectuales burgueses del partido) y que transpira pragmatismo. Es un apparatchik clásico pero al frente de una organización armada que resiste a los fascistas. Jessica también lo conoce y se ha enterado de los planes de su marido. Preferiría que Hoederer lo ganase a su causa a que cualquier cosa pudiera suceder en el momento del atentado.
La obra, que respira un oscuro clima -inevitablemente político (en una situación de guerra, que es cuando la política es llevada a su medio más instrumental)-, también discurre acerca de cuestiones que podrían señalarse como epocales pero que, sin embargo, mantienen actualidad (si es que la lucha de clases no ha cesado y menos durante los prolegómenos de una guerra mundial en Ucrania). La discusión acerca del rol de los intelectuales burgueses (o intelectuales, a secas) en una organización revolucionaria, el rol de la mujer, la política de un partido de la clase obrera frente a los partidos de las otras clases sociales, la democracia interna, el putsch, son algunos elementos puestos a debate mediante la acción dramática.
El texto mismo de Sartre señala una posible ocupación de Iliria por parte de la Unión Soviética, que sería interpretada - según Hoederer-por la población como una invasión (como realmente ocurrió en gran parte de Europa del Este) marca una clave acerca de cómo se realizó la lectura política de la obra luego de su estreno y por qué el PC francés (y otros seguidores del estalinismo) condenaron a Sartre y que, incluso, le endilgaban una filiación “trotskista”, en referencia a la demonización de la oposición de izquierda a Stalin que se expresaría en la denuncia “de principios” de Hugo acerca de la acción “oportunista” (¿podría llamarse así al pragmatismo?) de Hoederer, una especie de Coronel Kurtz al que mueve la causa del realismo pragmatista (mientras que Hugo sería una suerte de capitán Willard, salvando toda distancia).
Ilya Ehrenburg, escritor oficial soviético, escribía: “El hecho de que Sartre haya escrito Las Manos Sucias en el momento de la caza a los comunistas, en el momento de la encarnecida campaña antisoviética que no es otra cosa que la preparación de la guerra, este hecho significa que ha ligado su suerte a la suerte de Sr. Jules Moch, a la suerte de Sr. Dulles, de Sr. Churchill y del resto de inspiradores de la ‘cruzada’”.
Ante esta situación Sartre, que luego se definiría como “compañero de ruta” del PC, declaró que no propiciaría ese tipo de lecturas “anticomunistas” y dejaba en manos de los Partidos Comunistas de cada nación el visto bueno al estreno de la versión local de su obra (como en el texto mismo, Sartre se asemejaba a Hugo, que proponía el predominio de la disciplina partidaria sobre su libertad individual). Resulta no anecdótico señalar, en este marco, que en las elecciones francesas de 1946, el Partido Comunista obtuvo mas del 26% de los votos e integró, a partir de estos resultados, el gobierno del general De Gaulle con cuatro ministros. Hoederer no se habría opuesto.
Al contrario de Hugo, Hoederer es un hombre de Partido dispuesto a ensuciar las manos por el poder, y así lo dice (marcando el dilema entre las manos limpias y las manos sucias que recorre toda la obra):
“-Cómo te importa tu pureza, qué miedo tenés de ensuciarte las manos. Bueno, seguí siendo puro. ¿A quién le servirás y para qué venís con nosotros? La pureza es la idea de un monje y un fakir. A ustedes los intelectuales, los anarquistas burgueses, les sirve de pretexto para no hacer nada. No hacer nada, permanecer inmóviles, apretar los codos contra el cuerpo, usar guantes. Yo tengo las manos sucias, hasta los codos, las he metido en mierda y sangre, ¿y qué? ¿Te imaginás que se puede gobernar inocentemente?”.
Así definía en 2011, tras la muerte de Néstor Kirchner, al pragmatismo kirchnerista el filósofo José Pablo Feinmann (recientemente fallecido). Su libro sobre NK El flaco estaba regido por la invocación a la obra de Sartre, que hoy se pone en el Teatro San Martín. Él se visualizaba como el intelectual limpio y admiraba al político Kirchner que metía las manos en el estiércol. Kirchner habría sido Hoederer y tal circunstancia habría sido una virtud.
Escribía Feinmann:
“La política (aquí y en todas partes) se muere por falta de ética. El presidente-pragmático (el de estas líneas) lo sabe. Porque en él habita -entre borrascas de estiércol que aprendió a tolerar- el puro. ¿Cómo podríamos llegar a un final abierto? Supongamos que el presidente-pragmático le dice al puro: ‘Dame tiempo. Gano esta batalla y hago lo que me pedís’. ‘Cuidate mucho’, dice el puro, ‘si ganás esta batalla te van a rodear tantos canallas que vas a tener que gobernar para ellos’. El presidente-pragmático no contesta. Se queda en silencio, pensativo. ‘Quedate cerca’, le dice al puro. ‘Para qué’. ‘Para que me digas lo que me decís. Para que alguien, vos, todo el tiempo, me diga lo que nadie me dice, lo que ya empezó a molestarme: la verdad’. Y se mete otra vez en la basura”.
Así Feinmann, en su lectura de hace una década del drama dirigido en estos días y hasta septiembre por Eva Halac, imaginaba una síntesis entre Hugo y Hoederer. Pero que Sartre no contempló.
Cada espectador tendrá la oportunidad de escoger la posición que íntima o públicamente acompañe: la de Hugo Barine (de quien se juzgaba si era recuperable o no) o la de Hoederer, condenado a muerte. Quizás Feinmann colabore. O no y, al contrario, tal vez la Historia y sus circunstancias ayuden en la toma de decisión. Quizás los cuadros colgados en el escenario señalen un marco de elecciones. Mientras tanto, una muy buena producción en tantos rubros habrá sucedido para el disfrute del espectador.
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