Ciencia y ciencia ficción en Pablo Capanna
La ciencia ficción aspira a demoler límites. La realidad nunca termina por ser, porque siempre puede ser de otra forma. Lo que desborda los límites conocidos es el nuevo conocimiento, pero también, y acaso aún más, la imaginación que anticipa otros horizontes. Aquí la ficción puede valerse de una ciencia especulativa, pero también de las potencias del cine y la literatura. El cine, por ejemplo, de la poesía misteriosa de un océano pensante como en Solaris, de Tarkovski (en una variación de la historia de Stanislaw Lem), o en la literatura de voltaje distópico de un James Graham Ballard o un Philip Kindred Dick.
Y la imaginación moviendo límites en el cineasta ruso, en el novelista británico o el escritor de Illinois, es motivo de importantes ensayos de Pablo Capanna en Andréi Tarkovski: el ícono y la pantalla (2003), J. G. Ballard. El tiempo desolado (2009) o Philip K. Dick, Idios Kosmos (1995).
Pablo Capanna representa el amor por el goce narrativo de la ciencia ficción, pero también por la reflexión de sus sentidos, testimonio de esto último en su ensayo inaugural El sentido de la ciencia-ficción (1966). Es el inicio de una labor teórica y reflexiva que incluye también sus colaboraciones en la mítica revista El Péndulo, nacida en 1979 como suplemento de la revista Humor Registrado (Humo®) que luego adquirió vida propia en los años ochenta.
Pero la meditación sobre la ciencia ficción debe incluir también el interés por la observación inquisitiva sobre la ciencia como tal. Así, Capanna se convierte en explorador del pensamiento y el devenir histórico de la ciencia en Inspiraciones. Historias secretas de la ciencia (2010).
En tiempos no muy lejanos, la información era esquiva, difícil de hallar, dispersa y a veces oculta. Hoy, en las avenidas informáticas ciberespaciales, la información nos abruma en su abundancia, en la facilidad en su acceso. Pero esto no destruye un principio epistemológico básico: la información por sí sola no garantiza el conocimiento.
El conocimiento científico, en toda su especialización y sofisticación, no puede eludir las circunstancias históricas en las que emerge. La trama de emergencia de los saberes científicos es generalmente desconocida o despreciada por los propios científicos. Por eso “la historia de la ciencia es apenas un género literario”. En el campo de producción de la ciencia se enredan intereses económicos, prejuicios que remover o confrontaciones con la imagen religiosa del mundo. Pero también las pasiones y la avidez por saber de la propia persona del científico.
Hacia ese tejido histórico de las pasiones y curiosidades de los científicos, y de las génesis secretas o poco conocidas de la ciencia, se enfila la pluma de Capanna. Salvo un primer ensayo que actúa como obertura, todos los capítulos restantes aparecieron en sus primeras versiones en el suplemento “Futuro” del diario Página/12.
Desmontando mitos modernos
En el libro se encastran siete partes que mantienen el interés del lector y no decrecen en su poder de sorprender. En “Protagonistas”, “Actores de reparto”, “Historia monetarias”, “Historias policiales”, “Genealogía del software”, “Puntos de vista” y “Ciencias inciertas” se compone un arco ensayístico que se extiende desde Galileo Galilei y Giordano Bruno blandiendo sus armas (con timidez el primero, con altivez el segundo) para demoler los muros de la escolástica y abrir terreno a la Modernidad incipiente, hasta el tratado de zoología fantástica de Dougal Dixon, prologado por Desmond Morris.
Además, en todo este recorrido, surge la diversidad de temperamentos en la fauna científica. De ahí el recuerdo de Capanna de Arthur Koestler y su tipología de los científicos. Mientras que Copérnico y Darwin fueron los de la “gran intuición”, a cuya lucidez y hondura le dedicaron todas sus vidas de investigación, otros, como Descartes, Faraday o Maxwell, desplegaron inquietudes diversas en campos distintos, a contracorriente de la normalidad académica.
En “El Trisagio y el Trismegisto” Capanna gusta trastocar algunas visiones habituales. Desbarata aquí estereotipos sobre el origen de la Modernidad. La visión estereotipada, observa el autor, dice que lo moderno es consecuencia del Renacimiento, de la recuperación de la cultura grecorromana, del humanismo y la valoración de la Reforma respecto a la libre interpretación de lo bíblico. Pero Capanna rescata una mirada lateral de la génesis moderna siguiendo los pasos de Frances Yates, quien observa que en el inicio de la cultura moderna no solo gravitó el renacimiento de lo grecorromano y el divorcio lento respecto a la mentalidad religiosa. Lejos de eso, la razón científica en los comienzos de la Modernidad estuvo bajo la fuerte influencia de la filosofía hermética, asociada a una persona legendaria, a un sabio imaginario ponderado como una autoridad, un personaje identificado con el dios egipcio Thot, y cuyo nombre era Hermes Trismegisto (tres veces grande).
A esta personalidad legendaria se le atribuía un conjunto de textos llamado el corpus hermeticum, imbuido de la arcana ciencia de la tierra de los faraones. En ese saber se combinan, además de momentos de la tradición egipcia, ideas gnósticas y algunos pliegues de filosofía griega. La iglesia, como antes en la edad medieval, debió lidiar con el pesimismo gnóstico que impugna este mundo físico como ilusorio y que pregona que el Dios bíblico es un falso dios. Para los herméticos, por su parte, el mundo es un ser vivo y animado. Lo divino está no solo en un espíritu inmaterial sino también en las cosas y sus relaciones. Y los números y las letras tienen la virtud mágica de influir sobre la realidad.
A su vez, dentro de la visión corriente, Giordano Bruno es promocionado como estandarte de un espíritu científico de vanguardia. De ahí su colisión inevitable con las autoridades eclesiásticas aliadas con la tradición escolástica y el inmovilismo aristotélico geocéntrico. Pero lejos de estas perspectivas repetidas, Capanna quiebra estereotipos y señala que el mito de Bruno como mártir de la ciencia se derrumba por el hecho de que de “las fuentes disponibles se infiere que las proposiciones heréticas a las que Bruno se negó a renunciar no eran tesis científicas. Eran una apasionadadefensa de la magia, un intento de restaurar la antigua religión egipcia, basado en la tesis de que Moisés y Cristo había sido magos”.
Galileo es incuestionable en su contribución al desplazamiento hacia adelante del corcel científico de la física y el fortalecimiento del copernicanismo. Y su conflicto con la Iglesia es sobrevalorado porque “el caso Galileo fue usado políticamente por todos como emblema de la intolerancia católica”, observa el filósofo.
Pero la ciencia moderna en sus procesos de génesis y desarrollo, e incluso su bifurcación posterior en términos de la amplitud imaginativa de la ciencia ficción, necesitó un preludio indispensable del que Capanna también da cuenta en su obra.
La aparición del cero
Luego de su irrupción en Babilonia, y de su arribo por los griegos y macedonios a la India, el cero llegó a Bagdad en el año 773. Y desde allí losárabes extendieron su presencia hasta la España musulmana medieval y el resto de Europa. Y quien tuvo un rol esencial en la difusión del sistema de numeración arábigo fue Leonardo de Pisa, apodado Fibonacci, personaje del siglo XIII.
Fibonacci introdujo una serie numérica en la que cada dígito es la suma de los dos anteriores. Una serie presente en la naturaleza, en las hojas y los pétalos de flores, o en las caracolas de los nautilos. Pero Fibonacci, a pesar de haber introducido los números arábigos, omitió el cero en su obra El libro del ábaco.
Fueron las necesidades comerciales prácticas las que, a partir del siglo XV, determinaron la imposición completa de los números arábigos. Capanna ilustra ese proceso con la mención de un grabado de Gregor Reisch en la Margarita philosophica (la “Perla filosófica”), la primera enciclopedia moderna impresa, en la que la musa Aritmética observa un certamen matemático entre Boecio y Pitágoras. El sabio griego de la llamada “música de las esferas” y para el cual “las cosas son números” recurre todavía al ábaco y no puede alcanzar la agilidad y justeza del cálculo, que incluye al cero, de su rival Boecio. Esta es una expresión gráfica del triunfo del cero. Por otro lado, continúa Capanna, “sin el cero no existiría la ciencia moderna ni la tecnológica. No hubiéramos tenido El cero y el infinito, de Koestler, ni El ser y la nada, de Sartre. Tampoco existiría el nihilismo, del que tanto hablan nuestros filósofos, solo para enmudecer cuando el nihilismo golpea su confortable mundo”.
El sueño de la razón
Pero más allá de la necesaria historia de la aparición del cero fundamental, Capanna, no olvidemos, gusta de observar las tramas marginadas o no pensadas en la gestación del saber científico. Y otro ejemplo de este tipo es el sueño de Descartes, el fundador del racionalismo moderno. La filosofía que se asienta sobre la certeza inconmovible del cogito ergo sum, del célebre “pienso por lo tanto existo”. Descartes apeló a la llamada dudacélebre “pienso por lo tanto existo”. Descartes apeló a la llamada duda metódica como vía analítica hacia la certeza de una filosofía que se une con la matemática y la ciencia. Y detrás de las apariencias, la certeza filosófica cartesiana oculta su posible origen inspirador en la potencia sugestiva de un sueño...
En la noche del 10 de noviembre de 1619 el joven Descartes tuvo un sueño decisivo. Por aquella ensoñación, el autor de Las meditaciones metafísicas creyó acceder a “los fundamentos de una ciencia admirable”. El filósofo anotó los pormenores del sueño que lo alentará a romper con los muchos prejuicios de su educación recibida. Desde esa ruptura sugerida por un estado de ensoñación trepó hacia un moderno saber racional.
El joven Descartes estuvo vinculado por un tiempo con la famosa sociedad iniciática rosacruz, que propalaba un saber también hermético, de resonancias orientales y simbolismos ocultos. Descartes luego se disoció de la mentalidad esotérica rosacruz. Pero su afinidad con ella, al menos durante una parte de su vida, hizo que en su obra Discurso del método convirtiera su anterior sueño simbólico en una “ciencia admirable” predestinada a un progreso continuo.
Así, Capanna observa que Descartes,
[…] enemigo involuntario y a la vez aliado intelectual de los rosacruces [...] acaba de bajar el telón del sueño mágico del Renacimiento, para poner en marcha todos los sueños de ese progreso científico-tecnológico cuyo programa trazaría en el Discurso del método. Para su caso, como para el de Newton, los rosacruces habían cumplido el papel de eficaces catalizadores. Ellos pusieron en marcha un proceso que iba a superarlos, como si hubieran sido los parteros de la ciencia moderna.
Mas la ciencia, en su desarrollo, no puede desprenderse de sus antecedentes que siempre lo ligan con horizontes anteriores, que se extienden nuevamente en ese mundo antiguo que supuestamente se disolvió al caer “el telón del sueño mágico del Renacimiento”. El universo de eficacia, aparatos y dispositivos de la ciencia contemporánea es inseparable de la computación imbricada con la inteligencia artificial, algoritmos, y sus lazos con el dataísmo, en términos del análisis de lo actual que propone Harari, o con un capitalismo algorítmico tecnoglobal, a su vez asociado con los posibles excesos de las mediaciones tecnovirtuales a la manera como lo advierte la ficción Black Mirror.
El tatarabuelo de todos los dispositivos
La ciencia de las prestaciones computacionales no se desliga justamente de un fascinante precedente antiguo, tal como nos los refiere Capanna en “La computadora de Cicerón”. A comienzos del siglo XX se produce un gran descubrimiento: unos griegos buscaban un barco hundido en la costa de la isla de Antikythera (o Anticitera) en el mar Egeo. A cuarenta metros de profundidad, dormido en su sueño líquido, hallaron un barco, sí, pero muy distinto al que esperaban: lo que encontraron fue una nave mercante de la Roma imperial. Contenía estatuas y artículos de lujo, y una caja de madera con un contenido muy particular: un dispositivo mecánico. Un objeto delsiglo I d.C., se estimó en un principio, hasta atribuirle luego una antigüedad de más de dos mil años. Los engranajes que componen el raro artefacto parecen un delicado mecanismo de relojería. Un objeto anómalo, porque no tiene ni antecedentes ni continuaciones inmediatas posteriores. Solo en la Edad Moderna reaparecerá un ingenio mecánico equiparable. Ni su origen ni su finalidad son claros: ¿es un instrumento para la navegación o para el conocimiento astronómico? ¿Algún tipo de reloj mecánico inaugural?
En 1951, Derek de Solla Price, profesor de Historia de la Ciencia de Yale, experto en restauraciones de astrolabios e instrumentos medievales, se hizo presente en el Museo Arqueológico de Atenas para intentar despejar el enigma. Su obsesiva investigación sobre el artefacto adquirió finalmente la forma de un artículo en la Scientific American.
En los tiempos del dispositivo de Antikythera existían algunos mecanismos de relojería, pero muy simples, consecuencias de la ciencia mecánica cultivada en torno al Museo de Alejandría, por Herón de Alejandría (autor de Los autómatas, el primer libro de robótica de la historia), o por Ctesibio (inventor de la bomba de agua, de un modelo mejorado de clepsidra, y llamado también el “padre de la neumática”). En el firmamento de la ciencia antigua también brillaron Euclides, Aristarco de Samos y su visión anticipadora de un sistema heliocéntrico, y Arquímedes de Siracusa y sus célebres inventos.
Arquímedes quizá sea parte de la resolución al menos parcial del misterio, sugiere Capanna. Como es sabido, luego de la invasión de Siracusa por el general romano Marcelo en el 212 a.C., Arquímedes es ultimado por un soldado mientras estaba abstraído en sus cálculos matemáticos. Mucho después, Cicerón habló de una curiosa pieza llegada a Roma como botín de guerra, un planetario que habría surgido de la inventiva del genial físico griego víctima del imperialismo romano. Pero quizá existieron otros dispositivos parecidos. Por eso, el propio Cicerón nuevamente se refirió al “planetario construido por nuestro amigo Posidonio, que reproduce los movimientos del Sol, la Luna y los Planetas”. Es así que Capanna finalmente especula “que aquel artefacto griego podría ser uno de los más remotos antecesores del reloj mecánico, de la calculadora de Pascal y de las computadoras. La máquina de Antikythera es una de las primeras muestras de hardware que conocemos”.
Pero el hardware es inseparable del software en el funcionamiento de los ordenadores de la era del estallido de la información y de la velocidad del procesamiento de la información. Y respecto a la implícita inteligencia artificial en las prestaciones de los dispositivos informáticos actuales, lo antiguo también proyecta su sombra sobre lo moderno, por lo que la caída de telón ensayado por Descartes obturó solo la continuidad de lo antiguo hermético-mágico en la Modernidad en construcción. Pero no obstruyó ciertos antecedentes de la antigüedad que continúan proyectando su estela hasta incluso la dinámica algorítmica actual.
Operaciones simples, problemas complejos
Los algoritmos son una serie de pasos o instrucciones lógicas para la ejecución de algo; son esenciales tanto en la programación de las computadoras como en el propio funcionamiento de la naturaleza. Los programas de computadoras replican procesos lógicos integrando el orden secuencial de pasos de los algoritmos.
Ese orden de momentos lógicos sucesivos tiene un fuerte antecedente en el esfuerzo clasificatorio de categorías y conceptos en un orden secuencial por parte de Porfirio, el célebre filósofo neoplatónico del siglo III, autor de la Isagoge, un comentario a las Categorías de Aristóteles. En su interpretación neoplatónica de la lógica aristotélica, diseñó un diagrama con forma de árbol invertido que iba desde el género supremo, la sustancia como categoría, hasta llegar, por bifurcaciones y subdivisiones descendentes, a una especie ínfima; un proceso de ordenamiento lógico de entidades desde lo universal a lo particular, desde la universalidad de un género hasta un individuo concreto.
El fascinante personaje mallorquín Ramon Llull, también conocido como Raimundo Lulio (1232-1315 o 1316), fue filósofo, poeta, teólogo, místico, viajero, ávido evangelizador, y autor prolífico que escribió en latín, catalán y árabe. Lulio combinó el árbol de Porfirio con el árbol invertido de las Sefirot de la Cábala en su Arte general. Una obra que hasta Frances Yates, quien la estudió con diligencia, reconoció no haber llegado a comprender acabadamente. Lulio le daba letras a los atributos de Dios y a las virtudes. Así buscaba crear un arte combinatorio como un principio organizador de distintas secuencias de combinación que constituyera un “árbol” o patrón secuencial de los conceptos principales de todas las ciencias. Las letras se ordenaban en la periferia de un círculo de cartón y se las hacía girar para producir distintas combinaciones. Este artilugio no generó ningún avance científico, por supuesto, pero la idea de una combinatoria de secuencias fue tomada por el gran filósofo Leibniz en su Disertación sobre el arte combinatorio, en 1660. Leibniz quería construir un lenguaje simbólico universal, y también se interesó en perfeccionar la máquina de calcular de Pascal. Luego se desentendió de esta búsqueda demasiado práctica. Pero, como imagina Capanna, “si Leibniz hubiera logrado combinar sus dos intereses (el software con el hardware), quizás alguna primitiva computadora mecánica hubiese podido surgir en el Siglo de las Luces, y la historia habría sido muy distinta”.
La taxonomía y la ciencia amable
Capanna también mensura los efectos del árbol de Porfirio, que “asumido como criterio lógico de clasificación, tuvo una larga historia. Sobre él calcó Linneo la taxonomía de animales y plantas”.[13] Carlos Linneo, el infatigable taxonomista sueco del siglo XVIII, calificó a nuestra especie de sapiens en una “muestra de ingenuidad” y clasificó a los seres con un sistema abierto de modo de incluir tanto a los seres vivos como incluso “hasta los desconocidos”.
En las vastas clasificaciones de Linneo quizá todavía se infiltraba la influencia subrepticia de la religión, sugiere Capanna. Porque esas clasificaciones querían hacer visible el orden planeado por Dios y expresado en la naturaleza. Indicación de que en las historias de la ciencia no solo repercutieron saberes o prácticas no estrictamente racionales como la magia o la filosofía hermética, antes señaladas en su gravitación en la ciencia moderna de los comienzos, sino también la religión. No en vano ya Alexandre Kojève había escrutado las posibles relaciones entre ciencia y cristianismo. Algo que tuerce la visión habitual de los fenómenos culturales, lo que justamente realiza Capanna en su forma de lectura transversal de la gestación histórica de la ciencia.
El orden por las clasificaciones de las especies de Linneo empezó a tambalear cuando los botánicos observaron que las especies dan lugar a todo un espectro de variaciones, que se darían en llamar “mutaciones”. Linneo fue precisamente el primero que habló de mutaciones, aunque las entendió como cambios superficiales de las formas provocados por modificaciones de las condiciones ambientales o climáticas y no, como luego se descubrirá, por alteraciones genéticas.
Uno de sus discípulos descubrirá una planta no conocida en Upsala. Era parecida a la Linaria Vulgaris, pero distinta. Una primera planta mutante detectada. Esto supuso una pregunta inquietante: ¿era posible que una especie surgiera por transformaciones, alteraciones, mutaciones y que por tanto no haya estado en el plan de la creación inicial de Dios? ¿Era posible que la naturaleza mutara y generara nueva vida por variaciones como parte de sus propios procesos? Linneo no aceptó este camino nuevo de explicación de la diversidad natural. El “gran bibliotecario no llegó a ver cómo... su mundo estático se convertiría en una dilatada historia evolutiva”. Pero esto si lo harían Lamark y Darwin.
Las especies y su origen
En su juventud, Darwin se acomodó a las tradiciones clericales, pero de a poco su amor por la naturaleza, la biología, la geología, y principalmente su viaje alrededor del mundo en el Beagle (1831-1836), lo trasformaron, distanciándolo del Dios alabado por la fe dogmática. Entonces se convirtió en agnóstico, y por evidencia botánica e inferencias construyó la teoría de la evolución aparecida en El origen de las especies (1859), que, en su primera puesta en escena, detonó un escándalo mayúsculo.
No obstante, Capanna no pierde de vista al otro científico que llegó a la teoría de la evolución en un “cabeza a cabeza” con Darwin, Alfred Russel Wallace, el cual extiende todavía más la mirada versátil de Capanna para atender a los muchos gestos posibles del rostro de la ciencia. En el disenso entre Wallace y Darwin respecto de la comprensión de la evolución puede advertirse otra ramificación hacia una derivación no plenamente racional de la investigación científica. Porque para Wallace la evolución no podía detenerse en la supervivencia del más apto, sino que “como los espiritistas, consideraba la evolución como un proceso de perfeccionamiento. La selección natural debía continuar después de la muerte y las facultades paranormales eran el paso siguiente en la evolución humana. No podía creer en un Dios, pero la comunicación con los muertos y las ‘inteligencias sobrehumanas’ lo atraían”.
Nuevamente el hallazgo de otro pliegue en las historias secretas de la ciencia, de otro sendero hacia una visión más allá de lo científico estricto. Ya no solo la ciencia ceñida a su base empírica, a sus instrumentos de laboratorio, a sus ecuaciones y detección de campos electromagnéticos, sino también una ciencia extendida o ampliada a una realidad que no se detiene en las leyes de los procesos físicos. Wallace integró la Sociedad de las Investigaciones Psíquicas. Y fue el Wallace que “proponía la investigación del más allá como un legítimo campo científico”.
Este es el punto de bifurcación en el que la ciencia, desde su cerco de la verificación empírica, golpea bordes y límites, los empuja hacia otras posibilidades de ser. Y puede devenir entonces tanto ciencia ficción, como investigación científica de lo oculto fuera de la comprobación empírica directa.
El salto de la ciencia de lo actualmente verificable hacia la ciencia especulativa. Y cuando ese carácter conjetural se lo expande a la dimensión del porvenir, el pensamiento científico se supera a sí mismo en los peldaños de la ficción y la imaginación proyectadas a nuevos caminos futuros.
El reino necesario ya de una ciencia ficción en la que Pablo Capanna actuó como su entusiasta mensajero.
*El libro se presenta el 20 de julio, a las 19 hs, en el auditorio Jorge Luis Borges (1° piso), de la Biblioteca Nacional, Agüero 2502.
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