Victor Bâton se despierta y palpa el mundo a través de su cuerpo. Alquila una habitación en el barrio de Montrouge. Estamos en Francia, apenas comenzada la década del veinte del siglo pasado. No hay apuro, no tiene nada que hacer. Observa a su alrededor el paisaje cotidiano, siempre desolador, con detalle y precisión. “En cuanto llueve, la habitación se enfría. Es como si nadie hubiera dormido allí”. Es pobre: lo palpa, no sólo en su vida diaria, también en la mirada de la gente que se cruza en el camino. Hace tres años terminó la guerra. Es un ex soldado que, debido a su lesión —su mano ha sido mutilada—, cobra una ínfima pensión que le permite sobrevivir. Está solo, no tiene a nadie; recorre las calles de París buscando amigos. “Los días son largos cuando no hay nada que hacer y, sobre todo, cuando no se tienen más que algunos francos”. Hay algo nuevo en el siglo XX. El mundo se ha transformado. Algo le dice que para peor.
“Cuando salgo de mi casa, siempre espero que ocurra un acontecimiento que me cambie la vida. Lo espero hasta mi vuelta. Por eso nunca me quedo en mi habitación. Por desgracia, ese acontecimiento nunca se ha producido”, dice Victor Bâton, el protagonista de Mis amigos, la novela de Emmanuel Bove, que acaba de reeditar el sello argentino Mil Botellas con traducción de Salomé Landivar. Es un libro publicado en 1924, la primera novela que este autor francés firmó con su nombre. Todo es narrado en primera persona por un hombre que regresó de la Primera Guerra Mundial con una herida que lo invalida para la mayoría de los trabajos de la época y que, en su estado de extrema soledad, recorre bares, tabernas, cafés, comedores, en busca de alguna charla, alguna conversación, un atisbo de amistad, un retazo de amor, algo que lo saque de la monotonía existencial, de la abulia definitiva. Pero antes de sumergirnos en la novela, hablemos de su autor, de Emmanuel Bove.
El santo tallado
Nació en París, el 20 de abril de 1898, con el mismo nombre que su padre: Emmanuel Bobovnikoff, un ruso en Kiev que trabajó de todas los oficios que pudo. Su madre era una empleada doméstica luxemburguesa: Henriette Michels. No tenían mucho dinero pero debido a que su padre tenía un romance, incluso estando casado, con una joven inglesa llamada Emily Overweg, pudo costear la educación de su hijo, que a los catorce ya tenía definido que quería ser novelista. Estudió en París, luego en Ginebra, finalmente en Londres. Tras la muerte de su padre en 1915, Bove regresa a su ciudad natal y se independiza. Son los tiempos del vagabundeo, de la bohemia, su gran etapa flâneur, momentos de hambre, otros de marginalidad, pero de enorme libertad. En 1921 se casa con Suzanne Vallois, una profesora francesa con quien tiene una hija y de la que toma su apellido para lanzarse a literatura bajo seudónimo: Jean Vallois.
Mientras trabaja como periodista escribiendo crónicas para Le Quotidien, Détective, Paris-Soir o Marianne, encuentra en la novela costumbrista y popular un ingreso monetario sutilmente divertido. Comenzó en 1923 y solo en ese año publicó tres novelas firmadas como Jean Vallois: Quand la femme aime, Orpheline y Avant le bonheur. Tenía apenas 25 años y conoció a Colette, novelista en auge —pronto se volvería muy célebre en Francia— que lo duplicaba en edad, que había leído esos libros, que quería saber más. Él le entregó el manuscrito de una novela que pensaba publicar con su verdadero nombre. Ella movió algunos hilos y la editorial Ferenczi & fils publicó Mis amigos, su debut oficial, en 1924. La crítica literaria levantó el pulgar hacia arriba y los lectores se fascinaron con esta novela que cuatro años después obtendría el Premio Eugène Figuière y se volvería un elemento persistente en las vidrieras de las librerías durante mucho tiempo.
En 1930 se vuelve a casar: Louise Ottensooser, hija de un banquero. Sigue escribiendo, cada vez más. Su álter ego, que muta entre Jean Valois o Emmanuel Valois, firma diez novelas, pero como Emmanuel Bove publica más de treinta libros. A mediados de 1940, cuando los nazis ocupan Francia, las calles se vuelven irrespirables y tiene que escapar. Se exilia en Argelia y escribe La Trampa, un retrato con humor y suspenso de su país ocupado, secuestrado, arrebatado. Durante esos años contrajo malaria —los nazis estudiaron la enfermedad para usarla como arma esparciendo mosquitos en territorio enemigo— y poco a poco su salud se fue deteriorando hasta morir, ya de regreso en París, ya terminada la Segunda Guerra Mundial, el 13 de julio de 1945. Tenía solo 47 años. André Gide, también parisino, que ganó el Nobel dos años después de su muerte, dijo que Bove “es una especie de santo tallado que, pese a estar en la parte más sombría de la iglesia, se hace visible”.
Un amigo que nos salve
Los tres primeros capítulos de Mis amigos construyen el escenario y la personalidad de Victor Bâton y los dos finales cierran el arco narrativo poniéndole moño a la historia. En el medio hay seis partes, seis capítulos grandes, cada uno dedicado a una persona distinta, la figura de un amigo: la ilusión, construida con pedazos caprichosos de realidad, de algo parecido a la camaradería, al amor, a la amistad. “Tenía un fuerte dolor de cabeza. Pensaba en mi triste vida, sin amigos, sin dinero. Solo pedía amar, ser como todo el mundo. Realmente no era mucho. Luego, de repente, romí en llanto”, se lee. Así vaga por la calle, en ese tono, en ese mood, con los ojos abiertos, demasiado abiertos, tan abiertos que podría espantar a cualquiera. Su tristeza constitutiva, esa soledad galopante, le da una mirada originalmente poética: “Una nube tapó el sol. La calle tibia se volvió gris. Las moscas dejaron de brillar”.
Pero, ¿lo que se narra en estas páginas es realmente, como el título indica, historias alrededor de la amistad? Podría decirse que sí, aunque estas amistades nunca son del todo correspondidas. El protagonista naufraga en la neurosis de la victimización y se asegura a sí mismo que solo una mano bondadosa y comprensiva podrá salvarlo: “La soledad me pesa. Me gustaría tener un amigo, un verdadero amigo, o bien una amante a la que le confiaría mis penas. Cuando uno deambula, durante todo un día, sin hablar, a la noche, en su pieza, se siente agotado”. En el transcurso de la novela establecerá diferentes vínculos, algunos medianamente sólidos o prometedores, otros directamente imaginarios, todos se evaporan en el fuego de sus propias expectativas. Como aquella mujer que se le acerca en un bar, él le invita un trago, conversan hasta vaciar la copa, ella le dice que pronto vuelve, que la espere; pasa una hora, tal vez más, y vuelve abatido a su casa.
Los temores por vincularse en la calle pueden ser altos en la Francia de entreguerras, pero de alguna manera esas postales rebotan y golpean en nuestra actualidad. ¿Es posible salir a caminar y forjar amistades, así, de la nada, con un simple comentario trivial, hoy? ¿Y generar una compañía que, más allá de la charla, se convierta en encuentro furtivo, sexual, sentimental, romántico? La distancia no la da solo el tiempo, también las innovaciones de la técnica. Las redes sociales han salteado varios obstáculos de sociabilidad y timidez, sin embargo esta novela nos recuerda que es probable que toda esa gente que, antes, mucho antes, para no quedarse en su casa analizando las manchas de humedad, salía al mundo a sumergirse en el trajín del espacio público, hoy prefiera navegar en internet, pasar de un posteo a otro, dar likes y retutis, reaccionar, chatear: el vagabundeo al que se entregaba Victor Bâton como posibilidad siempre latente de redención hoy es digital.
Pero no es sólo la técnica sino también los grandes acontecimientos que moldean nuestra subjetividad. Una muchedumbre con distancia social y barbijos sanitarios no parece ser una buena marea social a la cual aferrarse. Tampoco la paranoia por la violencia —acá sí la técnica cumple su rol— de una sociedad cada vez más desigual, cada vez más crispada, cada vez más alarmada. En ese sentido, Mis amigos persigue un sueño: algo ingenuo y a la vez muy noble se amalgama en la idea de que alguien, un otro por fuera de nuestro narcisismo, nos puede salvar de una existencia sin sentido.
La soledad, los mismos charcos
Como quien convierte su estigma en bandera, Victor Bâton se apoya en su soledad para descubrir un mundo nuevo y exhibirlo ante nuestros ojos futuristas. Recorre los barrios pobres donde “el yeso oscurecido de las fachadas se parecía a las lonas que los fotógrafos usan de fondo”, pero también las calles con vistosas mansiones llena de criados y sirvientes. En aquella París hay “establecimiento de baños” para que los transeúntes se puedan dar una ducha. También personas apuradas, muy apuradas, y otras que se deslizan por la vereda contemplando un paisaje novedoso y multitudinario. Hay un relato casi fotográfico pero también sociológico de Emmanuel Bove cuando alguien fuma cigarrillos High Life (”pese a ese nombre, no cuestan más que un franco”) y camina entre las especies sociales de bares y cafés como “un señor que, aunque tenía aspecto honorable, dibujaba mujeres desnudas para tener el pacer de oscurecer un triángulo, en el medio”.
“La existencia es tan triste cuando uno está solo”, dice y por momentos esta autoconmiseración expuesta da un giro completo hasta volverse patética. Hay cierto regocijo en la construcción literaria de Bove que hace de su personaje un ser adorable y a la vez terrible, una pobre víctima de los acontecimientos pero también un tipo oscuro con pensamientos y actitudes ácidas. Uno de sus nuevos amigos, Henri Billard, le cuenta que está en pareja, que es una chica joven, bella y argumenta aquella definición con descripciones pseudoeróticas. Celoso, envidioso y contrariado, Bâton descubre conversando con este nuevo amigo al que acaba de conocer que “no hay que hablar de la propia felicidad frente a un desdichado”. ¿Qué es lo que realmente busca? Un amigo, sí, pero también desea —un deseo ligado a la fantasía— dinero: “¡Ah! ¡Cómo me gustaría ser rico!” Pese a todo, no se resigna: “Quiero vivir”, dice.
En contadas ocasiones se equipara a todos los seres humanos. Una es esta: “Aunque solo frecuentan esa panadería personas adineradas, yo también forma parte de la clientela: el pan cuesta lo mismo en todos lado”. Pero en general se siente diferente, no por decisión propia, él quiere “normalizarse”, sin embargo siempre algo ocurre que se distancia de sus nuevos amigos. En general, es él quien decide cortar con ese vínculo que había nacido de forma reparadora. “Me gustan las palabras ‘esperanza’ y ‘futuro’ en el silencio de mi mente, pero cuando las pronuncio, siento que pierden su sentido”, dice. Es su propia neurosis, su permanente boicot, lo que lo vuelve aún más desdichado. Mientras tanto, nosotros, lectores, usamos esa tristeza para surfear una ola literaria gigantesca. “Soy demasiado sensible, eso es todo”, dice. No es casualidad que Samuel Beckett haya dicho de Bove que “nadie como él tiene la sensibilidad del detalle conmovedor”.
La traducción de Salomé Landivar acorta las distancias sin forzar actualidad. En ese sentido, Mis amigos, esta edición de Mil Botellas, se lee como una novedad literaria completa. Emmanuel Bove construyó un personaje complejo, contradictorio, querible y odiable en partes iguales, que le permite al lector sumergirse en charcos hediondos —¿acaso la Europa de hace cien años tenía los mismos charcos en los que hoy chapoteamos?— sin perderse nada vista de ese un mundo que dejó de existir. “Un hombre como yo que no trabaja, que no quiere trabajar, siempre será odiado. En esa casa de obreros, yo era el loco que, en el fondo, todos habrían querido ser (...) Era el que, sin quererlo, recordaba cada día a la gente su condición de miserable. No me perdonaron que fuera libre y que no le temiera a la miseria”, escribe Bove en la piel de Bâton, pero también se pregunta: “¿Acaso se puede contar la propia vida sin embellecerla o afearla, sin mentir?”
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