Ya sólo el contemplar desde un taxi el exterior del edificio del Teatro Colón y descubrir, entre otros relieves decorativos, los gigantescos mascarones que aluden, al borde del grotesco, a la Tragedia y a la Comedia, nos mueve a interrogarnos acerca del autor de aquel programa escultórico. Pocos acertarían a responder con el nombre de Luigi Trinchero.
Radicado en la Argentina pero nacido en Italia, su figura ofrece el contraste de una carrera brillante y de una producción artística tan excelente como abrumadora, versus una fama actual muy inferior a sus méritos. ¿Quién reconocería de inmediato su autoría en tal o cual obra? No es extraño ni es el único caso en nuestro medio, que supo poblarse de una legión de artistas superlativos, aunque no todos han obtenido ese lugar apetecido que es la fama póstuma.
De ahí que un libro como Luigi Trinchero, el escultor del Teatro Colón (Maizal ediciones, 2021), cuyos autores son María del Carmen y Gustavo Trinchero, dos de los cuatro nietos del escultor, viene a llenar un vacío en la bibliografía y a reparar un hueco en la memoria histórica de las artes plásticas en nuestro país. Era, pues, un libro necesario, al menos para atisbar, como por una rendija, la aventura de este italiano que eligió nuestra lengua y nuestra tierra. Y cuando digo “atisbar como por una rendija”, tengo en mente aquello que escribió Julio Imbert en Florencio Sánchez, vida y creación: que cualquier biografía es una aproximación al hombre (o a la mujer). Y que siendo imposible, por consiguiente, una identificación total, queda excluida cualquier pretensión que no sea la de “un arrimo, una percepción de estetoscopio, si se quiere, que no obstante, nos deja siempre mirando desde afuera”…
Trinchero había nacido en el Piamonte en 1862, y tras haber fraguado su vocación y acrisolado su idoneidad en la Academia Albertina de Turín (cuyo plan de estudios había sido reajustado por el maestro Odoardo Tabacchi), y luego de sus primeras experiencias creativas en Niza, en Faenza y en Florencia, llegó a Buenos Aires el 29 de octubre de 1888, con la cabal maestría del oficio ya adquirida. Por entonces, el dinamismo de las obras públicas y privadas, tanto en la Capital de la República como en La Plata, demandaba arquitectos, ingenieros, artistas plásticos, artesanos, técnicos y operarios calificados, que fueron mayormente italianos y que concurrieron al embellecimiento de la edilicia en esas dos ciudades que parecían competir en la jerarquía de sus representaciones urbanas y monumentales. Ellos completaron con sus saberes y sus destrezas empíricas, los vacíos estéticos y las falencias constructivas que exhibía, por ejemplo, esa Gran Aldea que, no siendo particularmente bella, comenzó a serlo al calcar, en los frentes de las viviendas, los morfismos y los planteos compositivos del Tratado de Vignola, o al imitar en sus plazas, edificios públicos y cementerios, los programas estatuarios de las ciudades peninsulares. Si únicamente ése hubiera sido el aporte de los italianos en el Plata (y fue más que ése) se habrían ganado su lugar en el panteón de la grandeza nacional.
Por tal razón, no está de más recordar que, a la par de aquellos gremios, llegaron de Italia los científicos y los naturalistas, los lingüistas, los músicos, los misioneros y las religiosas, entre otros muchos trabajadores y trabajadoras. Los años de crecimiento de Trinchero entre nosotros son la metáfora y el resumen, tanto de la capacidad de asimilación de aquella Argentina respecto de sus inmigrantes, como de la adaptación de ellos respecto del país receptor. Un doble dinamismo de arraigo que permitía a la sociedad vernácula la adquisición de individualidades de excepcional valía, mezcladas en el inventario de unas masas aluvionales que ingresaban al puerto capitalino y se derramaban sobre la ciudad y el interior. En el caso de los contingentes de italianos, Trinchero y tantos connacionales llegados en la segunda mitad del siglo XIX, y más bien en sus postrimerías, desmienten a las claras el cliché acuñado por algún sector xenófobo de la oligarquía local, del inmigrante peninsular masculino, embrutecido, fugitivo de sus deberes cívico-militares -o prófugo de alguna promesa esponsalicia incumplida-, movido, sólo por el ánimo crematístico de fare l´America. No fue tan así.
Sin duda que hubo más de un conttadini analfabeto, como el que retrató Cesare Pavese en La luna y las hogueras, cuyo único empleo sería la labranza de la tierra en las colonias y en el ejido chacarero de los poblados rurales, abrigando la expectativa de un ascenso social para sus hijos e hijas; sin duda que hubo, también, logreros, embaucadores y evasores, que preferían afincarse en las ciudades cosmopolitas para medrar a porfía con los artilugios del fraude; negar estas situaciones sería desconocer la naturaleza humana, en cualquier parte del mundo y en el seno de cualquier comunidad migrante.
Vinculado desde el comienzo a colegas ya establecidos con prestigio entre nosotros, como el maestro Victor de Pol, y a otros “oriundi” que no retornarían a su patria, su inserción laboral fue rápida, pese a la crisis de 1890 que dio término a la presidencia de Miguel Juárez Celman, y su arraigo fue definitivo. Aquí formó una familia, aquí trabajó intensamente y aquí murió en 1944. Como tantos compatriotas, se había asociado al Círculo Italiano en 1908 en busca de ese ambiente de colectividad que el club mantenía y que, además, conectaba a los italianos con lo más acomodado de la sociedad argentina.
De sus obras llama la atención no sólo la ostensible calidad (aquella matriz académica italiana no hubiera fallado en materia de escultura), sino también la inspiración por momentos fantasiosa de sus temas, la riqueza expresiva y el pathos de su modelado y el volumen cuantitativo de su producción. Tal vez las esculturas más conocidas, aunque para el observador no resulte tan reconocible su creador, o al menos las más visibles, aunque pocos reparen en ellas, sean aquellas que, como antes mencionaba, decoran el Teatro Colón, ya que la totalidad del programa estatuario y decorativo le pertenece; el relieve en el tímpano de la basílica de La Piedad (una madonna que sostiene en sus brazos el cuerpo muerto de Cristo); la puerta de bronce en el edificio del Centro Naval; el relieve en el mausoleo de Roverano y las esculturas en la bóveda Bettinelli en el cementerio de la Chacarita; los bustos en la fachada de Unione e Benevolenza; las decoraciones en el Salón Dorado del ex diario La Prensa en la avenida De Mayo; el monumento a Martín Rodríguez en Tandil; o la imagen de Stella Maris en Mar del Plata. La lista es mucho más extensa.
Es digno de anotarse que apenas quince años de arraigo en un país lanzado al anchuroso horizonte de la grandeza (y capaz de asimilar a los extranjeros dispuestos a cimentar con su trabajo esa grandeza) le permitieron al artista italiano que llegó al Río de la Plata solo y sin hablar nuestro idioma, obtener la encomienda más relevante de su larga carrera: ornamentar con una miríada de esculturas y relieves el teatro lírico par excelence de la República Argentina. Un logro que tantísimos otros escultores, acaso más instalados que él, hubieran deseado concretar.
Pero la vastedad de su catálogo excede en mucho a una prieta enumeración y se extiende a los grupos de figuras en el coronamiento de numerosos edificios, estatuas en residencias particulares (como en el “castillo” de Naveira en Luján), bustos de próceres y de celebridades y alegorías ornamentales. De no menor cuantía y valía es su obra perdida, ya sea en edificios demolidos o a causa de la imposibilidad de establecer el paradero actual de tal o cual pieza. Asimismo, entre una variedad de proyectos no ejecutados, se destacan, entre otros, los monumentos a Leandro N. Alem o a Garibaldi, y unas fuentes ornamentales que propuso para la ciudad de Buenos Aires, sin éxito.
Ciertamente no fueron los grandes monumentos, sino otros trabajos de indudable calidad los que, en su momento, le dieron dieron fama y posición, aunque paradójicamente, como he señalado en el prólogo a la obra de los hermanos Trinchero, tal vez el carácter “decorativo” de aquellas obras, iba a advenir como la coartada de una miope, desdeñosa y reductiva mirada crítica que, décadas después, dejaría rezagado injustamente su nombre, ¡casi hasta el olvido!, en el elenco de los grandes escultores del país.
En este punto, me parece indispensable hacer notar estas circunstancias, para explicar el reiterado encasillamiento de Trinchero en la categoría de “decorativista”, que en nada le quita mérito, aunque el rótulo goce de menor prestigio que el de “monumentalista”. Desde mi punto de vista, Trinchero eligió su especialización porque era sobresaliente en ella y porque le ofrecía, si no seguridades, al menos unas perspectivas más estables de subsistencia. No obstante, esta casi constante de los encargos ornamentales no podría, en su caso, sofrenar por completo el despliegue de una inspiración profunda y original, ni la potencia de un tratamiento formal expansivo dotado del equilibrio propio de los maestros. Baste con observar los citados relieves ubicados en el tímpano de la Basílica de La Piedad (allí está presente la influencia de un Miguel Ángel y de un Dupré) o en las puertas del Centro Naval (donde se cuelan los trazos de un Ferrari o de un Tabacchi) para comprender el drama y las tensiones del frustrado estatuario-monumentalista, constreñido al plano decorativo.
La “pulsión monumentalista”, esa suerte de “asignatura pendiente” para un artista italiano, cuyo ensayo sólo hubiera quedado satisfecho en Roma, durante los años de aprendizaje (experiencia que no alcanzó a concretar), volverá por sus fueros en los años más maduros del escultor, ya sea a través del único monumento patriótico que pudo realizar (el monumento a Martín Rodriguez), ya sea a través de aquellos que no pasaron del boceto o del modelo en yeso (a Garibaldi, a Leandro N. Alem, a la batalla de Ituzaingó, al Escudo Nacional), o, incluso, a través de propuestas de “fuentes monumentales” para adorno del espacio metropolitano, que, como dije antes, no despertaron la debida atención municipal.
En cualquier caso, la mengua de sus encomiendas artísticas, que no disminuyó su prestigio en vida, debería relacionarse con la moda de esa vanguardia, primero art decó y después racionalista, que comenzó a despojar a las fachadas, los remates, los cielorrasos, las cornisas, las enjutas y los pórticos, de adornos escultóricos. El cierre de su taller porteño en la calle Sarandí fue no sólo el final de un ciclo para él, sino la metáfora del ocaso de una época dorada del decorativismo en la arquitectura porteña. Lamentablemente no formó escuela ni prolongó su magisterio en ningún discípulo, aunque un nieto suyo que lleva su mismo nombre de pila se ha destacado como ceramista. Pero Luigi no alcanzó a saberlo.
Para esta investigación, los autores, que provienen de disciplinas científicas ajenas a la historia y a las bellas artes, se han valido del venero, casi inagotable y hasta ahora inédito, de su archivo familiar, compuesto de documentos epistolares, notas y apuntes, fotografías, postales, papelería del taller del escultor, bocetos, recortes periodísticos, planos, etcétera. Nadie podría investirse, como María del Carmen y Gustavo Trinchero, de mayor orgullo genealógico y de mayor sentido de legado familiar para interpretar, tanto la figura de su abuelo, como el entramado de relatos y vínculos que guarda el archivo del artista. Muchos documentos provenientes de aquel archivo llegan a alcanzar un pathos diferenciado y un registro de inusitado intimísimo, cuando su lectura interpela una indagación en la identidad familiar. Tómese como ejemplo el capitulo dedicado a la primera esposa de Trinchero, al amor que los unió y la tragedia de la muerte prematura de ella, tras un fugaz matrimonio. Una trouvaille impactante para los propios descendientes. De este modo, la objetividad discursiva y la neutralidad filológica del documento, viene a iluminarse con las “otras versiones” de la saga familiar (eso que los ingleses designan como unspoken truth), aquellas que muchas veces se ocultan y que otras tantas veces se dicen en voz baja, de padres a hijos, de abuelos a nietos.
He allí, a mi juicio, el núcleo donde reside la fortaleza y el mérito de este libro, que se sostiene como soporte y mensajero de un legado familiar, validado, hasta donde es posible, en fuentes documentales privadas.
Las páginas de Luigi Trinchero, el escultor del Teatro Colón, no son, simplemente, la biografía de un artista, ni un catálogo de sus obras, ni un relato de sus circunstancias epocales. Son, ante todo, un tributo que los vástagos rinden a la memoria del ancestro, como recapitulando ese atavismo itálico que viene del tiempo de los romanos, cuando en las casas se encendían fuegos votivos y se entonaba algún panegírico, en homenaje a los antepasados, retratados en las humildes imágenes que poblaban el atrium. De ese modo, los vivos y los muertos de un mismo linaje permanecían solidarizados en la indestructible cadena que forjan el recuerdo, la gratitud y el amor. La suma de aquellos atrios y fuegos / y los humildes honores de las casas paternas, como sentenció Péguy, consolidaba y estabilizaba el carácter de la comunidad. Hoy ya no es así.
La vida de Luigi Trinchero, aún con las notas singulares e intransferibles de su biografía personal, calca la aventura de tantísimos inmigrantes italianos que arribaron a estas geografías, y que fueron portadores no sólo de sueños de éxito y progreso material, sino también, tanto de las finezas espirituales de esa gran nación que era su patria de origen, como de las destrezas técnicas y el empeño laborioso para concretar a destajo sus utopías.
Los hombres y mujeres como Trinchero siguen siendo un ejemplo iluminador y una apelación urgente a los valores que él debió enarbolar como una oriflama existencial, y que aquella Argentina anterior enarbolaba también, que el salario se gana con el sudor del propio esfuerzo y que la belleza se conquista con el largo estudio y la disciplina exigente del oficio.
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