Cuando Dostoievski publicó su primera novela, Pobre gente, necesitaba plata. Le gustaba la buena vida y transitaba una ludopatía incipiente. Pensó que quizás hacer buenos libros podía solucionar sus problemas financieros. Tenía 24 años y el hambre literario de los que se tiran de cabeza a la pileta de la literatura. Había leído mucho a Gogol, a Pushkin, a Karamzin; construyó dos personajes, los hizo conversar por cartas sobre la miseria, la nobleza, lo complicado que es el mundo y en nueve meses terminó la novela. Dmitry Grigorovich, su amigo, con él vivía en ese momento, le llevó el manuscrito al poeta Nikolay Nekrasov, quien a su vez se lo dio al crítico Vissarion Belinsky. Belinsky lo leyó y quedó fascinado: dijo que era la primera “novela social” de Rusia. Entonces la publicó, se volvió un éxito y desde entonces Dostoievski quedó esposado a la literatura para siempre, como una cárcel, pero también como una forma de alumbrar la libertad.
¿Qué significa escribir una primera novela? ¿Qué significa hacerlo hoy, en esta época, en este país? Un salto desmedido y sin cálculo. Más que una decisión, una necesidad. Como un escupitajo o un vómito, dice Emilienne Malfatto. Aunque no sea tan frecuente encontrar sellos que apuesten por autores nóveles, que los hay los hay. Y ahí se lee un gesto fundamental: el hambre literario de los que se tiran de cabeza a la pileta de la literatura e intentan narrar sus inquietudes, las de su época, sembrar preguntas, ensayar respuestas. “¿Por qué le escribo a usted todo esto?”, le dice un personaje de Pobre gente a otro. La duda se desvanece ante la pulsión de escribir. A continuación, tres primeras novelas: Lo que no esperan de mí de Mat Guillan, Cuál es el pez que tiñe el mar de Antonella Saldicco y El resto sintético de Luciano Rosé. Cada cual se hace una pregunta —por el pasado, por el presente, por el futuro— y pintan, a su manera, la escena local.
El pasado, según Mat Guillan
Hace varios años que Mat Guillan escribe. Dirigió junto a Guido Villaclara el cortometraje Superdulce, es letrista de la banda de rock AURA y publicó el libro de ensayos En busca del robot poeta y dos cuentos: “Diario de Tayrona” y “Leche fría para almorzar”. Cuando llegó la pandemia creó su propia editorial, UOiEA!, donde publicó la Fabián Casas, Luciana Reif, Sam Pink y Noah Cicero. En esa tanda de libros salió también su primera novela: Lo que no esperan de mí. Podría decirse que la pregunta que recorre el libro apunta hacia el pasado, el pasado reciente, el suyo, el de su generación, el de la subjetividad de un país en pleno derrumbe y plena resistencia. “Solo escucho mi cabeza gotear”, dice el protagonista, un adolescente inseguro, sensible y lleno de rabia que creció en Villa del Parque como hijo único, pero que ahora, ya más grande, observa el mundo desde un country. La fecha es estimativa: recién arranca el siglo XXI.
El pulso de la iniciación se palpa en el tema: la adolescencia. El protagonista crece prácticamente solo, encerrado, hibernando en su habitación, aferrado a un hilo que pende en la penumbra. “No sé dónde está mi pasión. Nada me entusiasma. Todo me aburre”. Su padre “es político, testaferro, esa mierda”; su madre, “la Señora Cabernet Sauvignon”. Tiene un pequeño grupo de amigos (el Rojo y Mario), un romance que trastabilla (Naty) y un primer trabajo, pero está solo y hace frío. Tirita y se abriga con la vieja y querida frazada del rock. Por recomendación de su terapeuta, empieza a escribir lo que le pasa: “Lo que sientas. Vos descargá”. Mientras crece su verborragia se da cuenta que “el silencio es el lugar más seguro”. Escribe y escribe. Sube la apuesta y lo publica en un blog. Prende fuego a todos. Se prende fuego a sí mismo. “Están convencidos de que soy inofensivo y me da bronca”, dice. Alguien sube el volumen. Algo empieza a quemar.
Si la adolescencia es un invento del capitalismo, entonces hay que pensar que hay ahí, en ese emergente, no sólo en relación a la autoridad —más tarde ocupará ese lugar—, sino también en relación a las expectativas que sobre la adolescencia se depositan. ¿Qué se espera hoy de un adolescente? ¿Qué no se espera? Un adolescente emocionalmente estable resulta un oxímoron. “Debería andar con una remera que diga: soy un llorón malcriado, quiéranme igual”, escribe el protagonista de Lo que no esperan de mí. Los médicos se cansan de decirlo: es una etapa de cambios. Esta es también la forma que utiliza la autoridad para deslegitimarlos. ¿No es acaso esa personalidad en construcción, ese caudal de dudas, esa montaña de incertidumbres el lugar ideal para edificar algo nuevo? Al capitalismo esa novedad le sirve. Pero justo antes, en el instante previo a que los tentáculos del mercado lo convierta en producto estandarizado, justo antes fue luz, fue fuego.
“No me culpen. Soy de la generación que no usa el teléfono como un teléfono”, dice y en ese mar de monotonía aparecen pequeñas aventuras que valen la pena. Un viaje a Villa Gesell. La visita a una unidad básica llena de celos e intrascendencia. Un chat eróticamente progresivo con una mujer mayor, amiga de su madre, profesora de yoga, vecina del country. Un trabajo remunerado en una oficina con personas precarizadas que creen en el progreso. De todos modos nada lo conmueve, nada lo despabila. Se siente sucio. “Alguna vez fui un almita pura llena de vida”. El mundo no se detiene, sigue girando, cada vez más firme, más regular, imparable, y pasa el tiempo, y la experiencia llega. Pero la incertidumbre no cesa. “Otra vez este mudo alarido de odio que me traba el pecho”, dice. El personaje crece, madura, y esa novela de iniciación, esa primera novela de Mat Guillan, se estampa como un tono singular en la música de la literatura argentina.
El presente, según Antonella Saldicco
“Llueve hace dos semanas. La ciudad se me presenta como un pueblo antaño, las casas bajas podrían ser la extensión vertical de la tierra. Todo es marrón, verde y madera (...) Mi campo emocional empieza a resquebrajarse: extraño a Juan”, comienza la primera novela de Antonella Saldicco y ahí, en ese primer párrafo, está toda la pregunta por el presente: curiosidad, insatisfacción, incertidumbre, melancolía, esperanza. Cuál es el pez que tiñe el mar es el título de esta novela publicada por la editorial Concreto, sello que lleva nueve libros editados, todos escritos por mujeres. La ciudad donde llueve es Kyoto, en Japón. La narradora, la protagonista, que se llama Clara, es una actriz argentina que está ahí para participar de una residencia de teatro. Aunque también en Japón, en Hiroshima, planea radicarse junto a su novio, también argentino, Juan. Pero cuando todo resulta perfecto, cuando todo está armado, planeado, listo, aparece la duda, el miedo, la tensión.
En esta primera novela de Antonella Saldicco —nació en Estados Unidos en 1986, pasó su adolescencia en Alemania y hoy vive en Buenos Aires; protagonizó las películas el vecino alemán (2016) y La muerte no existe y el amor tampoco (2019)— se observa un interés particular por el presente, esa parece ser la pregunta que la atraviesa, un aquí y un ahora como dos signos de pregunta que resignifican el pasado y replantean el futuro. La curiosidad es una suerte de instinto frente a la nueva ciudad, frente a las palabras que necesita para narrar el espacio que rodea a la protagonista y frente a un nuevo sentimiento, el de una soledad renovadora. “Lo extraño de Japón es que todos los sentidos quedan estimulados a la vez, pero sin ninguna referencia previa. Un país marciano”, se lee. Y también: “Ya hace varios días que no hablo con nadie. Los mails a Juan no cuentan. Debería prestar atención a la cantidad de horas que paso sola y en silencio”.
Clara es una chica delicada, observadora, sensible. En la residencia se relaciona con los demás —todos de diferentes lugares del mundo— con cierta distancia, tal vez un excesivo respeto al multiculturalismo o a su propia soledad. Entonces irrumpe, primero una fiebre fuerte que la aísla de las actividades culturales, de los debates entre etnia y arte, que se presenta como una suerte de somatización lógica; luego aparece en su vida un personaje: Julia. “Julia me mira fijo a los ojos. No entiendo de qué manera la ofendí, asumo que algo del orden cultural se interpuso. Le aclaro que no pretendía ser descortés ni mucho menos, que solo me siento muy cansada. De repente Julia me besa”. La novela se desliza entre paisajes internos y externos, se apoya en la primera persona, en el yo, en la experiencia de la incertidumbre y en la “escritura climática y sensorial”, como dice en la contratapa Virginia Cosin, para izar la bandera de una forma pausada y poética de narrar.
El futuro, según Luciano Rosé
El futuro está escondido en nuestro presente. Para anticiparse al devenir de la atmósfera que respiraremos muy pronto, quizás demasiado pronto, hace falta mirar un poco a nuestro alrededor. Luciano Rosé, médico psiquiatra nacido en 1988 que también navega las aguas del periodismo cultural, se pregunta sobre el futuro en su primera novela. Se titula El resto sintético y es el segundo título que publica el sello Bucarest. Todo empieza con un salón lleno de gente, mucha gente, empresarios, hombres y mujeres de la tecnología, inversores, funcionarios; mercado y política. Una barra despacha tragos y “un grupo de bailarines transexuales hace twerking en el escenario al compás de un reguetón lisérgico”. Entonces la música baja, todos hacen silencio, aparece el más esperado de los oradores: Larry Ewing, multimillonario extranjero, gurú y magnate de las big tech, quien anuncia la instalación de un Silicon Valley en la costa argentina.
Hay un contexto geopolítico que le da verosimilitud a esta osadía tecnológica en la zona sur del tercer mundo: “Cuando menos lo esperes, la guerra entre Estados Unidos y China va a escalar. Llegado el momento, los primeros blancos de un ataque oriental vamos ser nosotros, como podrás imaginarte. Las mismas oficinas en donde jóvenes intrépidos, idealistas, gente como nosotros se junta a soñar y a diseñar las herramientas para un mundo mejor van a ser el escenario de la peor de las masacres”, dice Larry. Mudarse a la costa argentina, “el punto geográfico más alejado de las zonas militarizadas”, es la opción que encontró este gurú. Ahí instala un campus. En la construcción de ese polo tecnológico proliferan los personajes y las historias. El mundo, más dramático, más acelerado, más confuso, aún tiene internet, que dejó de ser “un lugar democrático y neutro para convertirse en un baldío inhóspito regido por una conciencia autómata”.
Si “este planeta es inviable” y “tampoco se puede confiar en los humanos”, ¿cuál es la solución? Desde hace tiempo Larry viene construyendo un refugio en Marte. Ya llevó gente allá, lo están esperando; pronto, cuando la Tierra no dé para más, será su turno. Pero como “del amor a la paranoia hay un paso”, irrumpe una sospecha: “la persona menos esperada puede ser un androide chino enviado para espiarnos”. Desde entonces la armonía se intensifica: hay que detectar al intruso. Para eso llevan al campus a un psiquiatra especializado, el doctor Veh, que con un test efectivo deberá determinar qué empleado es un robot. Pero, ¿cuál es el status de los androides en esta distopía? ¿Puede que sean “incluso más humanos que nosotros”? En El resto sintético, su primera novela, Luciano Rosé desdibuja las fronteras de lo humano tanto en lo corporal como en lo territorial y lo que encuentra es que, pese a todo, siempre estamos perdidos.
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