En 2016 la crítica literaria norteamericana Elaine Showalter, académica, escritora y una de las «madres fundadoras» de la historia literaria femenina, propuso, desde las páginas del periódico inglés The Guardian, la celebración de un día Dalloway para honrar la famosa novela de Virginia Woolf.
Como la propia Showalter explica, al igual que el Ulises, y con pocos años de diferencia, Mrs Dalloway inaugura la modernidad literaria inglesa y universal. También, al igual que Ulises, tiene lugar durante un solo día en una sola ciudad: Londres. Pero mientras Bloomsday, el 16 de junio, es una ocasión para grandes celebraciones en Dublín, y en distintas partes del mundo, el día de la fiesta de Mrs. Dalloway ha sido, hasta ahora, ignorado.
Nacimiento del Bloomsday
Showalter va al origen de la tradición del Bloomsday, una especie de promoción literaria que inaugura Adrienne Monnier, pareja de la primera editora del libro, Silvia Beach, con un almuerzo en honor al libro en 1929. Lo hace porque quiere paliar la ansiedad de James Joyce, que tiene miedo a que su proeza literaria caiga en el olvido entre la dificultad lingüística y la censura.
El 16 de junio 1954, un grupo de escritores irlandeses y otros admiradores de su obra deciden celebrar una especie de homenaje-mascarada, recorriendo la ciudad disfrazados de Joyce, con gafitas redondas, canotiers o sombreros de bombín. Se pasan el día comiendo, bebiendo (sobre todo) y leyendo pasajes del libro, justamente en los distintos lugares en los que transcurre la trama del mismo: un maratón “cuasi literario” que dura 36 horas.
Las flores de Clarissa Dalloway
La novela de Woolf, La Sra. Dalloway, publicada en 1925, no resulta sencilla de parodiar o celebrar. Aparentemente refleja el sentir y el fluir de un día en la confortable vida, burguesa pero desgraciada, de Clarissa Dalloway.
La protagonista sale de su casa por la mañana, un límpido día de junio, para elegir las flores de la recepción que dará esa noche. Enracimado a ese deambular por Londres de Clarissa Dalloway descubrimos, de una forma a la vez extrañamente coherente y dolorosa, que la novela trata también de la locura y la muerte de otro paseante. Este hombre, Septimus, está aquejado de una demencia lúcida y obsesiva como resultado del trauma sufrido en la primera guerra mundial.
Con ese juego de luces y sombras, y de narraciones paralelas, la novela de Woolf no es tan solo un relato introspectivo de gente y tiempo (el tiempo es tan crucial en Woolf como en Joyce), de historias grandes y pequeñas, sino un complejo fresco. La novela pretende abarcarlo todo, las épicas gestas que no son nunca tales, y los detalles que nos delatan, que permanecen brillantes en nuestra memoria, cuando, curiosamente, ya no queda nada sino la “vida” en sí.
No hay duda de que las dos novelas son fundacionales, inauguran un lenguaje, el monólogo interior, la llamada “corriente de la conciencia” y una perspectiva nueva, en la que reina lo subjetivo con el exotismo prohibitivo de un continente quizás ilimitado. En ambas también se funden macrocosmos y microcosmos.
El 16 de junio o un miércoles cualquiera
Es verdad que Joyce le dio al Ulises una fecha concreta, el 16 de junio, mientras que Woolf no dejó la narración anclada. Situó la historia en el lugar incierto de las ensoñaciones privadas, el territorio limítrofe entre la realidad y el recuerdo, de un “miércoles a mediados del mes de junio”.
Por eso el primer problema de un Dalloway Day estriba en decidir de qué miércoles se trata. El consenso ha sido estimar que se trata del tercer miércoles de junio (que, por lo tanto, caería cada año en una fecha).
También es cierto que la celebración del Ulises se ha ido “perfeccionando” con tradiciones diversas de desayuno, comida, bebidas y comportamientos sexuales desinhibidos, siendo casi una especie de “San Valentín” de la literatura de altos vuelos, y adquiriendo un atractivo turístico dudoso de carácter festivalero, borrachín, de carnaval. Sin embargo, Dalloway Day no ha encontrado todavía su “forma”, aunque es verdad que lleva tan solo cinco años de andadura.
Ambas celebraciones estarían encaminadas, en su versión más idealista, a lograr el soñado proyecto de las vanguardias de romper la barrera entre arte y vida.
Volver a Bloomsbury
Ni la gula, ni la “franqueza sexual”, ni la ingesta desproporcionada de alcohol convertirán nunca al Dalloway Day en una fiesta literaria atractiva y popular. Se producirán lecturas, itinerarios, y quizás también un sabor a Bloomsbury en primavera, con regusto a buses rojos, té inglés y rosas muertas…
En la novela, por la mañana una mujer sale a comprar flores para una fiesta y por la tarde un hombre muere. De su recuerdo no quedará nada, su muerte resulta trágicamente oportuna y ni una sola flor se gastará en su memoria. Las flores que por la mañana son superficialmente alegres, resultan símbolos mortales e inútiles al anochecer.
Por eso, precisamente, sería bueno que el Dalloway Day existiera. A veces parece que la única verdadera función de la buena literatura es la “resistencia” a la banalización de nuestra existencia humana.
Publicado originalmente en The Conversation.
SEGUIR LEYENDO