Un nuevo gobierno creado a partir de un reordenamiento geopolítico luego de un colapso mundial. Replicantes de muertos, aplicaciones para manejar los estados de ánimos, externados del sistema que habitan los bordes y una nueva conformación que obliga a los habitantes de Brasil del Sur a resistir en un orden nuevo, autoritario y omnipresente. Como un gran friso que evoca las grandes novelas distópicas del siglo XX y con un aire nuevo, sureño y ecologista, Pablo Plotkin avisora el estado de ánimo y las ansiedades de un mundo que ya llegó y que, como todo lo que viene para quedarse, ya provoca ansiedades, dudas, miedos y nuevas formas de relatar todo eso en la buena literatura.
—Esta es tu segunda novela, y al igual que la primera también es ciencia ficción.
—Sí, mi primera novela también es una novela de ciencia ficción, yo diría que más híbrida que esta. Esta tampoco es una novela pura de género, pero sí la siento con más patrones formales de la ciencia ficción que la primera, que también era una novela de ciencia ficción, pero bastante más en disputa con lo que podría ser una novela más contemporánea. Narrado en primera persona con una voz bastante autorreferencial. Había hecho una reseña Tamara Tenembaum, que decía que era “la hija bastarda de la ficción distópica y de la literatura del yo”. Tenía un narrador más cercano a cierta literatura de esta época, pero no deja de ser una novela de ciencia ficción.
—¿Por qué escribís ciencia ficción? ¿Dónde te nace la inquietud de ir por ese género?
—A veces me lo pregunto, o me lo preguntan y me cuesta dar una respuesta que me crea del todo. Tiene que ver básicamente con mi formación como lector, que tiene que ver con esa fascinación de los paisajes mentales que me proyectaban las novelas de Ballard, de Bradbury. Me parece que tiene mucho que ver con eso, con esa primera fascinación, la maravilla de la lectura adolescente. Me parece que ahí hay algunas imágenes que siempre me vienen y que todo el tiempo para mi fueron muy poderosas. En la construcción de una imaginación literaria. Pienso en libros como Playa terminal de Ballard, donde a mí me aparecían esas descripciones de Eniwetok, del atolón de pruebas nucleares, y yo no sabía bien de qué hablaba, pero había algo en la música de esa escritura, y la desolación de ese paisaje que me arrastraba y me absorbía. Cuando me puse a escribir Un futuro radiante empecé a partir de una escena familiar entre dos hermanos en un departamento de una abuela muerta que podría haber sido después ambientado en una ciudad cualquiera contemporánea, pero después sin proponérmelo demasiado, se empezó a desplegar el afuera que tenía que ver con una Buenos Aires arrasada y en la primera Buenos Aires era muy protagonista, una ciudad más distópica que la de Brasil del sur. En esta hay un juego en el borde de la utopía y la distopía y en la primera era una Buenos Aires arrasada y primitiva. Para mí es un género que permite escribir sobre cualquier conflicto humano, cualquier trama emocional y que a mí de alguna manera me enrarece todo el escenario y lleva las situaciones y los conflictos de los personajes a un punto muy extremo, y, aun así, en ese escenario extremo, las peripecias personales de los protagonistas también podrían funcionar en una novela que no tenga ciencia ficción. Más que mi premisa es el resultado.
—La ciencia ficción históricamente ha tenido dos grandes vertientes y creo que en tu novela hay un híbrido. Una humanista más blanda, Le Guin, Bradbury, Dick, donde lo humano es muy importante, contra una ciencia ficción más dura, de las máquinas, los extraterrestres, que confluyen las dos anclados en los miedos del presente llevados a una ética del futuro. En tu novela parece ser que el miedo a un futuro está un poco encaminado hacia la singularidad de la inteligencia artificial.
—De alguna manera esa ciencia ficción dura, como la de Asimov, o como la de Clarke como lector se resolvían en Philip Dick que condensa todo, porque no es melancólico como Bradbury, trabaja sobre los conflictos de su época, pero al mismo tiempo se delira de una manera impensada con escenarios hipotéticos de conflicto que son como absolutamente muy únicos y muy personales. Y ahí es como que yo podría decir, que este autor es el que condensó todo eso en una sola obra. Pero volviendo a tu pregunta me parece que efectivamente me enfoco mucho en el presente, para mí la novela es muy poco especulativa, no tiene tensión de prefigurar un futuro. Es como distorsionar un poco el foco, pero básicamente con lo que trabaja, lo que aparece en el libro son las ansiedades, las fantasías, los miedos y las preguntas del presente. Incluso en la IA que termina teniendo bastante protagonismo en la novela, no está tan aventurada hacia una transformación radical de lo que ya tenemos hoy, sino que en realidad justamente a lo que llega la tecnología, el desarrollo en esa Buenos Aires, capital de Brasil del sur, darle materialidad a esos desarrollos. Ya tenemos los algoritmos que nos pueden configurar a una persona que ya no está, lo que acá se logró es conciliar la presencialidad con la inteligencia artificial inmaterial. Nunca me interesó demasiado la ficción que pretende adivinar lo que va a pasar, sino la que observa el momento con un prisma corrido. Desde Frankenstein se hace eso.
—Esa es la sensación que uno tiene con tu novela y lo agradece también. Mientras leía recordé esa escena en Matrix que hay un deja vú, porque mueven la matriz, pasa un gato dos veces, ese corrimiento del esquema mínimo que hace que lo vayas leyendo como una novela muy social, pero con este tinte de hasta dónde llegan estos desarrollos, que es lo que más nos interesa en ciencia ficción.
—Fueron muy importante mientras escribía esta novela unas charlas que tuve con un etólogo, Héctor Ferrari, un estudioso del comportamiento animal, con quien me contacté por un trabajo periodístico por una nota que estaba haciendo sobre el traslado de una elefanta de Buenos Aires a Brasil. Y esas charlas me sirvieron mucho, porque yo estaba avanzado en la escritura de la novela, y Ferrari fue abogado honoris causa en el caso de la orangutana Sandra, y entonces su enfoque es acerca de cómo nuestra percepción del resto de las especies está condiciona, en realidad está todo el tiempo hablando de la percepción de nosotros mismos, de la humanidad como especie. Entonces todo lo que pasaba en el zoológico y lo que pasaba con las máquinas en un punto eran como parte de una discusión interna mía, y que llevé en ese caso a una conversación de la que básicamente yo era escucha: ¿Cómo el humano se posiciona frente al mundo que llegó de alguna manera a conquistar? ¿Y cómo la percepción subjetiva sobre el resto de las criaturas configura una autopercepción? Lo que decía Ferrari es que pasamos siglos definiendo por oposición, el humano no es animal porque razona, cosas que después se fueron comprobando que algunas especies también tienen, con las máquinas y con la IA yo fui llevando esas preguntas, esas inquietudes a ese territorio. Hasta qué punto se puede considerar sintiente a una entidad.
—Al principio de la novela cuando muere Clark, que es un oso polar, hay una charla muy interesante, en la que alguien se lamenta por la muerte del oso polar, pero otro dice que es un autómata, ¿entonces en qué quedamos?, piensan o no, mutan o no. Porque en tu novela también mutan.
—Mientras escribía la novela, aparecieron un par de libros de ficción, de autores que no son necesariamente de género, pero que abordan el tema como Máquinas como yo de Mac Ewan.
—Yo pensé en Kentukis de Samantah Schweblin
—Clara y el sol de Ishiguro. Es un tema que claramente está ahí. Y no es un tema sobre el que yo pretendía imponer el terror, sino más bien busco plantear esas situaciones al borde, incluso las cosas que se van dando en parque Lamar, que es este zoológico de autómatas, es como que no es Jurassic Park, donde de repente se desbordan y dicen “vamos a matar a los humanos”, se van dando incidentes, lo que se presentan son más como inquietudes. Creo que tiene que ver con mi abordaje al tema.
—Como en toda buena novela de ciencia ficción, entre otras clases hay una división de clases muy marcada, muy observada, muy autoritaria de todas las distopías. Siempre la falta de democracia, cualquier autor de ciencia ficción encuentra en el gobierno autoritario una división de clases y los excluidos, los “inutilizados” en tu caso, un término interesantísimo, un buen campo geográfico en donde desarrollar la historia. ¿Es también una novela política?
—Yo creo que de algún modo sí, ese sí es un miedo muy de época. Hay una parte del miedo a la IA que incluye eso, las máquinas van a hacer el trabajo por nosotros. Pero la tecnología, o puntualmente la IA, pareciera ser un elemento casi accesorio a todo el abanico de amenazas que se ciernen sobre cualquier trabajador y sobre todo con los menos calificados. Y no solo los más desposeídos, sino una clase media que está todo el tiempo sintiéndose amenazada de dejar de pertenecer. Me parece que ahí hay una mirada sobre la época que tiene que ver con que siempre te sentís un poco al borde, y siempre esa clase “inutilizada” que aparece en la novela, que sería lo que antiguamente era una clase pasiva, como una clase de recompensa de llegar al final del camino donde el Estado se ocupaba de vos, y hoy esa clase inutilizada que está llevada a un extremo en la novela, pero que creo que de alguna manera existe, es como un montón de gente que no le resulta útil al sistema y que la propia maquinaria de producción puede prescindir. Es como una especie de problema que de alguna manera se tiene que ocupar o no en resolver, y está llevado ahí como una especie de metáfora.
—En el caso de los inutilizados en tu novela no se presentan como en algún otro contexto de ciencia ficción como una amenaza al sistema, sino como un residuo del sistema.
—Están ahí, no se sabe bien, los otros personajes que están adentro, aun cuando no sean necesariamente parte de una élite, están adentro, y no los ven o tratan de no verlo. Ahora que lo pienso hay algo un poco en la novela de un autor que se llama China Miéville que es La ciudad y la ciudad, que cuenta la historia de dos ciudades que conviven en dos planos simultáneos, paralelos, pero los habitantes de una no pueden ver a los otros, y cuando accidentalmente los de una ciudad ven algo que sucede en la otra ciudad, tienen que desver porque la brecha, que es una especie de autoridad, o Gran Hermano, detecta la infracción y reprime, y de alguna manera estos personajes están todo el tiempo tratando de no ver. El caso de Elena en la novela, y la relación con su madre, es un cuadro importante del nuevo esquema, de la refundación, no es una creyente, pero sí siente que funciona mejor en esa dinámica, entonces hace su trabajo, entonces lo va a seguir haciendo en la medida que lo necesite porque es el contexto que a ella le sirve para poder progresar. En muchos casos así funciona, uno aplica sus conocimientos en algo y no se cuestiona demasiado.
—¿Cómo resultó escribir esta novela en la pandemia?
—La empecé antes de la pandemia y venía medio lento, también por cuestiones laborales. Luego avancé y me agarró la segunda mitad en el confinamiento y me sirvió mucho finalmente para darle cierre. Pero en un momento, en los primeros tiempos, realmente fue una sensación medio rara de escribir una ficción distópica en este contexto, parecía un poco entre redundante, o banal, porque lo que estaba pasando, las proyecciones de lo que podía ser, las imágenes de las ciudades vacías llegaban los primeros flashes de los muertos acumulados, los animales que empezaron a retomar espacios. Y al principio me cuestioné, qué sentido tiene, pero después me daba cuenta que estaba escribiendo, volviendo a lo del principio, sobre los personajes, sobre historias humanas, y en realidad si bien me ocupaba energía el dispositivo más de género y demás, en definitiva lo que me movía la historia era lo que le pasaba a Wong, a Elena, a Fausto, y Fausto de repente tenía un viaje en barco donde era asaltado por piratas, o Russell como un híbrido. Me acomodé, no había prestado atención, pero la novela no tenía nada que ver con lo que estaba pasando. En todo caso un futuro se parecía más a la pandemia.
—Contanos un poco de Russell, este híbrido, mutante, conmovedor.
—Creo que es mi personaje favorito. Empezó como un elemento, una especie de Gremlin para Wong, que tenía que ver con algo que iba a servir para el camino de este personaje, de Chin, de Wong, del supermercadista, de su soledad, de cierto fetichismo, de cierto anclaje con la historia con la madre, pero en realidad es un personaje que adquirió un vuelo propio, que va mutando. El otro día, Martín Felipe Castagnet, que presentó el libro conmigo, y me hizo una lectura previa, para él es el personaje que termina representando a todos.
—Es la libertad.
—Totalmente, la búsqueda de la libertad, y de la operación intelectual de una criatura que no trabaja con el lenguaje sino con algo distinto, y que va llegando a razonamientos, volviendo a la charla con el etólogo, y a procesos emocionales como muy aparentemente similares a los humanos pero a través de caminos alternativos.
—Y provoca mucho miedo, depende de cada una de las personas el miedo, admiración, necesidad de matarlo. Nos definimos en tanto no somos eso, y como los distintos personajes que se cruzan con Russell se van definiendo también ellos mismos según como accionan con él, eso me resulta atractivo.
—Es como King Kong, como Frankestein, esos monstruos que te espejan.
—¿En tu próxima novela vas a seguir por el lado de la ciencia ficción?
—Yo pensé que mi segunda novela no iba a ser de ciencia ficción, que iba a escribir un policial, y terminó siendo una novela más dura de ciencia ficción que la primera, y siento que podría seguir escribiendo en este registro, no sé si saliendo de Buenos Aires, quizás, pero no lo sé, porque si sigo la lógica de las dos primeras, empiezo más por los personajes, y alguna escena, y todo lo que es la trama, y el territorio más grande me va apareciendo después.
—¿A que le tenés miedo del futuro?
—No a algo puntual, pero sí creo que hay un camino de desborde que tiene que ver con lo ambiental que siento que es difícil de revertir y ahí es un poco el destino de la humanidad está más jugado que por ahí el destino de la Tierra en sí. Pero sí creo que el gran tema de la época es cómo nos relacionamos y vinculamos con los otros seres que habitan la Tierra. Pero en lo personal no es que eso sea algo que me quite el sueño, es algo que todo el tiempo veo y que no tengo ninguna respuesta, me parece el gran problema.
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