I
En la memoria de nuestro maltrecho país, el Hotel de Inmigrantes encarna el lugar de nuestras raíces flotantes, ese espacio donde recalaron, cien años atrás, sueños y desvelos de cientos de miles de emigrantes de una Europa también por entonces en llamas. Esa parte del Bajo se convertía así en zona de acogida, donde a través de sucesivos desembarcos, harapientos fugitivos que hablaban una docena de lenguas se encontraban al fin ante la posibilidad de elegir su propio destino. Allí se agolpaban e identificaban antes de esparcirse por una geografía de promesas que parecían infinitas.
Hoy -cuando si llegan inmigrantes no es a través del puerto sino de la sangría que atraviesa de norte a sur nuestro continente- ese espacio no solo devino museo sino también en un gesto visionario que promete más verdad que la mera acumulación de fichas de identificación, camastros o maletas, museo de arte contemporáneo. Hay una apuesta allí: el arte contemporáneo quizás sea capaz de decir más de las migraciones pasadas y futuras que el mero archivo.
Entonces, cuando en esa zona portuaria alejada del glamour del circuito habitual de museos y galerías palermitanos, se inaugura una muestra como la de Hugo Aveta, la dificultad de acceso se convierte en promesa de descubrimiento. Y un edificio de acogida se transforma, gracias a la mediación de un artista, en plataforma de despegue hacia otro planeta.
II
El ascensor, que parece sostener al viejo edificio como una columna vertebral protésica, no conduce al visitante a la cápsula de un cohete espacial, como podría suceder, sino a un espacio detenido en el tiempo. Allí, atravesando apenas una puerta y un cortinado, lo espera un planeta desconocido, una invención radical, un mundo creado entero desde el inicio por la imaginación de un artista, y embotellado como si se tratara del mensaje de un náufrago.
El planeta Aveta que habita a Dioses Invisibles transforma a quien se aventure en él, pues de pronto la lengua habitual se desgrana, se interrumpe la banda de sonido de la ciudad, los colores desaparecen y las escasas figuras humanas que se advierten de pronto se convierten en sombras. Así desposeído del andamiaje de referencias con que el visitante suele geolocalizarse puertas afuera, queda en una posición adecuada para que el artista lo conduzca en una visita guiada a su pequeño planeta, un asteroide donde las leyes de la física no funcionan, donde el espacio y el tiempo se contraen y curvan para hacerle lugar a los fantasmas del artista que juega, él mismo, a ser un dios invisible.
El espacio se revela, apenas trasponer el umbral, como un lugar donde nada se pierde, donde los anteriores ensayos visuales de Aveta conviven con su nueva invención como placas superpuestas en un palimpsesto en el que una escritura remite a otra y a otra, y el solapamiento, lejos de impedir la lectura de las viejas imágenes, las integra en un nuevo álgebra, permitiéndole decir más cosas.
Quien se atreva a girar la cabeza apenas atravesado el cortinado, se encuentra interpelado por un espacio fijado en una alquimia en donde el encanto analógico de la tinta china y el agua quedó trasmutado en píxeles digitales que trepan hasta cambiar de escala. Si el visitante no ha quedado convertido en estatua de sal, un poema visual, una isla de arenilla blanca lo aguarda en el piso donde águilas vuelan en círculos en uno de los clímax estéticos de la exhibición. Jamás alguien podría haber imaginado que un cielo así pudiera lucir en el suelo oscuro de una sala de museo.
Algo más lejos el cadáver de un gorila cuya historia se contó elípticamente, con las palabras imprescindibles para entender su destino, en el cuadro que el visitante deja tras sí. Un cuerpo pintado se volvió volumen inerte dejando mudos a quienes lo rodearán como si se tratara de restos de un naufragio o de un accidente.
A partir de allí, comienza una suerte de juego de las diferencias, y el visitante es retado a identificar distintos modos donde se relata el destino de una especie como la nuestra, cuyas últimas criaturas parecieran haber sido destinadas al pabellón que recorre: rinocerontes cautivados por su propia imagen apresados en una lucha suicida, caravanas que parecen salidas de Mad Max junto a pájaros muertos, caballos -bien podrían ser unicornios- que de pronto hunden su cabeza en la tierra como si rehusaran seguir mirando... un tejido de microhistorias se revela en ese espacio donde nada parece nunca perderse, donde cada visitante puede encontrar su propio modo, singular, de contarse la historia humana.
III
Si en el espacio nada se pierde, el tiempo en cambio, aparece implacable apenas ingresados en esa sala devenida cuerpo celeste incrustado en la realidad porteña como un mundo perdido y errante. El tiempo es videoaspirado en una caja que como un altar, domina desde el fondo la nave entera. Allí una referencia a Anselm Kieffer, uno de los tantos guiños que ofrece el mundo imaginado por Aveta a quien precise referencias para orientarse, une el paisaje postapocalíptico de la exhibición a la posguerra alemana y la difícil digestión de las atrocidades cometidas.
Pero no solo Kieffer, un atlas de referencias aparece en el visitante apenas pisado el planeta Aveta, en esa mixtura tan contemporánea de “alta” y “baja” cultura donde las referencias al gran historiador y teórico de las imágenes George Didi-Huberman alternan con ecos de las esculturas de Adrián Villar Rojas, o con la Invención de Morel de Bioy Casares o el viaje que Joseph Conrad imaginó al corazón de las tinieblas, donde Apocalypse now aparece evocada junto a la ternura de King Kong o las aventuras de Allan Quatermain por mundos perdidos. Se trate de citas deliberadas o evocaciones involuntarias, el visitante encuentra un mundo que no pretende ser único, que es contemporáneo justamente por abrirse a otros, que se proyecta hacia planetas distantes y recoge la presencia de otros mundos, desaparecidos siglos atrás y cuya luz, sin embargo, aun no hemos dejado de ver.
Pero si otros mundos son evocados aquí, lo son aun más los pasados del artista, donde nada parece perderse del todo. Pequeñas esculturas hacen sus cameos en nuevas instalaciones, ambientes maquetados que han resistido el paso del tiempo se trasvisten de pronto en escenarios para nuevas representaciones. Un puente quebrado transporta de inmediato a las arenas interiores de un palacio saudí, la sala vacía de museo parisino o las aguas estáticas donde (aun) no se montó.
A los pies del gigantesco reloj de arena, el visitante encuentra su reflejo en el piso, un círculo donde, con golpes sincopados, se marca el decurso hacia el final de todas las cosas. Donde otros imaginaron clepsidras, relojes de arena, de sol o incluso de aromas, el visitante encuentra aquí un reloj de ceniza, que bien podrían ser, en un desorden del tiempo anticipado, nuestras cenizas. Imposible saber si alguna de las estaciones de esa maquinaria, que progresivamente fallan, forma parte de su diseño inicial o no, pero cabe imaginar que, cuando la última de sus posiciones deje de palpitar habrá de acabar la muestra, y con ella un mundo.
Pero mientras tanto, algo vivo late allí. Y el sonido del viento del desierto y los latidos monótonos forman la base rítmica de todo lo expuesto. Pero si el tiempo es revelado así como una materia escasa y finita, el aprovechamiento del espacio lo desmiente. En un planeta donde las leyes de la gravedad y de la no contradicción son apenas anécdotas, instalaciones, esculturas, videos, fotografías y dibujos de escalas variables conviven como habitan los recuerdos en la memoria, en salvajes conexiones, a través de alusiones delicadas o solapamientos brutales donde el texto leído puede variar drásticamente en función de la dirección en que se lo recorra. La misma idea de interior y exterior se desintegra en una suerte de banda de Moebius donde a veces ni siquiera hay que atravesar un espejo -que también los hay- para encontrarse del otro lado.
IV
El mundo importado por el artista al Museo de la UNTREF encuentra su paradójica verdad en la artificiosidad. Evade cualquier criterio realista encendiendo rescoldos de la memoria de cada visitante, se permite el atrevimiento de dejar gestos, como las pequeñas escaleras que aparecen aquí y allá, para que quien desee pueda fisgonear tras la escenografía, que vela apenas su carácter de artificio en el mismo momento en que lo realza.
Si tiempo y espacio son, desde Kant y tal como plantea el texto curatorial de la muestra, las coordenadas de nuestra experiencia sensible, son también, dislocados, las coordenadas que permiten posicionar el planeta inventado por Aveta. Llevará un tiempo al visitante descubrir que las reglas que rigen ese mundo de recuerdos e invenciones, futuros imaginados y pasados mutantes, donde las bestias pueden hablar y la realidad asume la estofa de los sueños, describen un espacio/tiempo que bien podrían ser los del inconciente. El del artista, por supuesto, pero que resuena como una ecografía en los mundos perdidos de cada visitante.
El viaje que aguarda a quien se apure a tomar ese ascensor, el mundo que espera al visitante será una excursión al interior del cráneo de un artista singular, y al mismo tiempo una participación en una aventura colectiva. No solo debido a la sutil curaduría de Diana Wechsler, adivinada en la economía de gestos donde el espacio se administra con las reglas urbanísticas del espacio sideral. No solo gracias a una troupe de artesanos, maquinistas, músicos y ayudantes sin los cuales seguramente sería imposible una tarea de ese calibre. Sino porque así como han existido familias como los fabulosos Wallenda, legendarios funambulistas de carne y hueso, o los Robinson, náufragos suizos de ficción, los Aveta -y no solo el artista que firma- han trabajado aquí convirtiendo una aventura singular en trama colectiva.
Habiendo habitado el planeta Aveta por el tiempo suficiente, éste se revelará como lo que en verdad es, un arca de Noé intergaláctico, un aerolito que pretende salvar restos de mundos perdidos, un archivo de las catástrofes que en poco tiempo, una vez que la columna del ascensor se abata sobre el costado para permitir el despegue, quedará apenas como un recuerdo -acuoso como los dibujos hechos en tinta china-, fragmentario y verdadero, una determinada temperatura emocional, jirones de imágenes que el visitante devenido viajero habrá tenido la fortuna de habitar.
Un mundo así, tan portátil como perdido, celebra la belleza de lo que se desvanece, de lo frágil y perecedero, un planeta que convierte a los visitantes en exploradores pero también en colonos que soportan el peso de una historia trágica.
Una vez afuera, acomodadas sus pupilas nuevamente a la luz y entre bocinazos, de nuevo rodeado de grúas, barcos y trenes y habiendo visto lo que otros no, probablemente el visitante encuentre que es otro, distinto del que entró. Y que, lejos de haber visitado apenas una muestra, se encontró de pronto atravesado por una experiencia.
* Dioses Invisibles, de Hugo Aveta, hasta el 26 de junio en el Centro de Arte Contemporáneo MUNTREF/Hotel de Inmigrantes.
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