Ziggy Stardust cumple 50 años: el otro yo de David Bowie que definió la era del glam-rock

Una de las obras maestras del Duque Blanco se publicó en 1972, hace medio siglo. Este fragmento del libro “Como un golpe de rayo” (Caja Negra), escrito por el destacado crítico cultural inglés, disecciona contexto y motivaciones de un artista en estado de gracia

David Bowie por Mick Rock (Gentileza Taschen)

El interés de Bowie por la escena gay parece haber sido más cultural que sexual, un clásico caso de “amor y hurto”. Tal es el título del clásico estudio de Eric Lott acerca de los juglares blackface del siglo XIX, aquellos cantantes blancos que se maquillaban la cara de negro para actuar, expresión que busca dar cuenta del fenómeno de simultánea admiración y desposesión de la música y el estilo de los negros por parte de los blancos. De un modo similar, Bowie veía en la cultura gay una vanguardia de la sensibilidad. Si en los años sesenta el modelo había sido el Negro Blanco (sobre todo en grupos ingleses como los Stones, que tocaban r&b), Bowie apostó a que el cruce definitivo de los setenta fuera el Gay Heterosexual. Sin embargo, hay una diferencia significativa: mientras que los grupos blancos de los sesenta se apropiaron del blues y el r&b negros, Bowie no tenía a su disposición un estilo de música gay del cual apropiarse. La ópera y las canciones de los musicales, comúnmente asociadas al gusto homosexual, tenían muchos seguidores heterosexuales (y, de hecho, incluso bastante convencionales). Esto lo obligó a colocar una capa de homosexualidad sobre la tradición del pop y el rock existente en Gran Bretaña.

Además de su paso por el medio de Lindsay Kemp, clubs como The Sombrero y su encuentro con los polisexuales acólitos de Warhol que trabajaban en Pork, a Bowie también le sirvió de inspiración la lectura de la novela de John Rechy La ciudad de la noche, en la que se cuenta el viaje de un joven desde su pequeño pueblo natal hasta la subcultura gay de Nueva York (y luego Los Ángeles), donde recurre a distintos trucos para sobrevivir. “Una pieza literaria sorprendente”, según el recuerdo de Bowie en 1993. “Más tarde, descubrí que era como una biblia para la comunidad gay estadounidense [...]. En ese libro encontré algo afín a mi sensación de soledad. En ese momento, pensé: ‘Este es un estilo de vida que yo debería explorar, porque me reconozco en muchas cosas del libro’. Y eso me condujo a principios de los setenta a una vida alegre, en la que los clubs gays fueron mi estilo de vida y todos mis amigos eran gays. Decidí sumergirme en la euforia de esta experiencia novedosa que por aquel entonces era un verdadero tabú. Y debo admitir que eso me fascinaba”.

"Como un golpe de rayo. El glam y su legado de los setenta al siglo XXI", de Simon Reynolds (Caja Negra Editora)

No obstante, en la misma entrevista debió admitir también: “Lo cierto es que a medida que fueron pasando los años, en términos sexuales casi siempre estuve con mujeres, al menos la mayor parte del tiempo. Pero todavía tengo un montón de hábitos de la sociedad gay. En mi modo de vestir, de caminar, en las actitudes que adopto en algunas entrevistas [...]. En aquel momento, parecía ser el único tabú que todos tenían miedo de romper. Y yo pensé: ‘Bueno, si algo puede ayudarme a llamar la atención, es esto’. Usar el cabello largo ya no significaba demasiado”.

La ciudad de la noche es un título perfecto para la odisea gay de Rechy. En Mother Camp, su seminal estudio de la cultura drag queen escrito en 1972, la antropóloga social Esther Newton supo destacar la importancia del concepto de lo “urbano” para esta subcultura: muchas maricas provenientes de pequeños pueblos del sur rural o del Midwest referían sentirse incómodas en el campo. “Es el campo lo que representa para nosotros la ‘naturaleza’ y en última instancia, lo real”, señala Newton. La ciudad, en especial de noche y después de hora, ofrece una libertad sin raíces y espacios oscuros en los que una persona puede poner en acto su yo no normativo. Los transformistas, señaló, “se autodenominan ‘personas de ciudad, personas de la noche’”.

Para Bowie y los demás “gays heterosexuales” de principios de los setenta, la homosexualidad masculina representó una nueva vanguardia en dos sentidos distintos. Una nueva frontera de la realidad, áspera y explícita, repleta de actos sexuales, hábitos sexuales, actitudes sexuales y lugares sexuales estimulantemente desconocidos. Pero también un nuevo abismo de irrealidad camp. Una línea de la novela de Rechy que probablemente le haya resultado fascinante a Bowie tiene que ver con la teatralidad del sexo. Los prostitutos de La ciudad de la noche no solo son trabajadores sexuales, sino también actores: rápidamente, aprenden a no decir ni hacer cualquier cosa que pueda interrumpir el “sueño sexual” del cliente con el que se encuentran en ese momento. El juego de uno de los clientes regulares, por ejemplo, consiste en vestir a un muchacho con ropa de motociclista, cuero y botas, y luego pasearse con él por la ciudad durante una o dos horas, sin que ocurra nada explícitamente sexual. Este cliente mantiene un guardarropa repleto de trajes en distintos talles, al que uno de los personajes llama “su drag”, a pesar de que el tipo de vestimenta sea exactamente contrario al utilizado por los aficionados a caracterizarse de mujer.

Canción "Ziggy Stardust", de la película "Ziggy Stardust and the Spiders from Mars" (1979).

La idea que subyace a todo esto llega hasta nuestros días, con la célebre frase de RuPaul “Todos nacemos desnudos y el resto es drag”, y nos retrotrae hasta los tiempos de Shakespeare, quien afirmó “Todo el mundo es un escenario”. Sin necesidad de usar un vestuario específico, somos todos “actores” y desempeñamos un papel social. Según las palabras de W.H. Auden en su comentario a “The Masque”, la quinta parte de su égloga de 1947 The Age of Anxiety, “Los seres humanos son por necesidad actores, a quienes les resulta imposible convertirse en algo sin antes pretender que lo son; y conviene distinguirlos no entre hipócritas y sinceros, sino entre aquellos que se saben actuando y los insanos que no”. Su intuición poética recibiría un serio respaldo de la sociología en 1959, con la publicación del célebre trabajo de Goffman La presentación de la persona en la vida cotidiana, en el que formula nociones tales como “manejo de las impresiones” y “fachada personal”. Según la perspectiva que uno adopte al respecto, se puede extraer de este fenómeno una conclusión melancólica (nunca es posible ser real en ninguna situación interpersonal, y tal vez incluso en el escenario de nuestra mente consciente todos desempeñemos un ideal o una versión petrificada de nuestro yo) o liberadora (dado que la identidad carece de núcleo, siempre es posible reinventarse, cambiar el papel que se interpreta y la persona que se exhibe ante los demás, una y otra vez).

El camp es difícil de definir, pero un rasgo fundamental de este tipo de sensibilidad es aquello que Susan Sontag dio en llamar “la metáfora de la vida como teatro”. Los orígenes del término son materia de debate, pero algunos apuntan a una derivación del francés se camper, que puede traducirse como “adoptar una postura osada o pose provocadora”. Para muchos gays, ser camp fue un modo de reivindicar su diferencia respecto de la heteronormatividad, una separación de tipo no solo sexual sino también cultural. No obstante, esto mismo permite distinguir el camp como sensibilidad: si alguien puede ser gay y no ser camp, esto abre la posibilidad de que otra persona se comporte de una manera camp sin necesariamente participar de actos homosexuales. La salida del clóset de Bowie fue en sí misma un gesto camp: una forma de teatro público, la adopción de una pose provocadora, no necesariamente respaldada por su vida privada.

En la contratapa de Hunky Dory se lee, escrito a mano, “Este álbum fue Producido por [...] KEN SCOTT (con asistencia del actor)”. El camp de Kemp, la novela de Rechy, el elenco de Warhol... todas estas influencias intensificaron la tendencia natural de Bowie a pensarse a sí mismo como un maestro del entretenimiento, un artista de variedades, capaz de pasar por distintos medios y cambiar de papel de manera constante. El rock de fines de los sesenta exigía compromiso y coherencia, todas las canciones trataban acerca de revelar la verdad interior o contestarle con la verdad al poder. Bowie había intentado en su momento participar de estos valores antiespectáculo, pero ahora, liberado gracias a su inmersión en la cultura gay, podía animarse a provocar a la ortodoxia del rock. “La música puede decir algo serio, pero como medio no hay que cuestionarlo, analizarlo ni tomárselo demasiado en serio”, declaró en una entrevista para la Rolling Stone realizada en 1971. “A la música hay que acicalarla, prostituirla, dejar que se convierta en una parodia de sí misma. Debe ser un clown, el instrumento de Pierrot”.

De manera consciente o no, en estas declaraciones Bowie retomaba una serie de valoraciones negativas tradicionalmente asociadas al teatro, que hacían de actuación, prostitución, homosexualidad, travestismo e insinceridad una y la misma cosa. “El prejuicio antiteatral”, según diera en llamarlo el historiador Jonas Barish en su libro homónimo de 1982, se remonta hasta Platón, quien miraba con desconfianza y desaprobación la mutabilidad y la mímesis. Sin embargo, alcanzó su punto más álgido e histérico en la Inglaterra de los siglos XVI y XVII, con la publicación por parte de los puritanos de incontables tratados con títulos del estilo A Mirrour of Monsters [Un espejo de monstruos], que condenaban a los escenarios como lugares impíos, proceso que culminó con el cierre de los teatros bajo el gobierno de Cromwell. Se acusaba a los espectáculos de alentar las bajas pasiones debido a su representación del sexo y la violencia, como así también de extremos emocionales afeminados. En abierta analogía con las prostitutas, se consideraba a los actores como personas capaces de fingir emociones falsas a cambio de dinero. Algunos puritanos equiparaban la impostura de la actuación al pecado de la hipocresía (que, de hecho, proviene de la palabra griega hypokritēs, “actor”). Otros llegaban a ver en el teatro un intento humano de usurpar el papel de Dios como Creador.

Entre las preocupaciones de los escritores de estos tratados, ocupaba un lugar destacado la práctica habitual de que los papeles de mujeres fueran interpretados por hombres; antes bien, por muchachos bellos y andróginos. En su diatriba de más de mil páginas Histriomastix (1632), William Prynne clama contra “nuestros artificiales intérpretes escénicos”, que “humillan, transforman y desvirtúan su nombre sexo” para convertirse “ni en hombre ni en mujeres, sino en monstruos”. A juicio del autor, el travestismo ofende a Dios porque “pervierte un uso primordial de la vestimenta: la diferenciación entre hombres y mujeres”.

La antiteatralidad perdura de manera velada incluso en el siglo XX, en contextos ficcionales como El guardián entre el centeno, por ejemplo, en el que Holden Caulfield manifiesta su desprecio por el teatro y los actores debido a que le resultan “falsos”. Si bien cuesta caracterizar al rock como una expresión puritana, resulta innegable que lleva en su seno, desde la escena alternativa de fines de los sesenta hasta las distintas formas del rock indie y alternativo, un profundo filón de antipatía contra los oropeles del show y el espectáculo. Como si le preocupase anticiparse a este tipo de prejuicio por arte de los lectores de Melody Maker, el artículo de Michael Watts concluía señalando “no cometan el error de menospreciar a Bowie como músico serio solo porque a todos nos excite un poco”.

La meticulosa salida del clóset del cantante se produjo, además, en el momento justo. Todo lo que fuera gay, bi, trans y ambiguo estaba “de moda”. La obra de teatro Girlfriend, de David Percival, estrenada en el West End en 1970, un año más tarde se convertiría en la película Girl Stroke Boy, en la que un joven llamado Laurie trae a casa a Jo, para que conozca a sus padres, a quienes les resulta imposible determinar si la pareja de su hijo es una novia o un novio. La ópera prima de Michael Apted The Triple Echo [La máscara y la piel], de 1972, rebautizada en los Estados Unidos como Soldier in Skirts [Un soldado de faldas], trata acerca de un desertor de la Segunda Guerra Mundial que se oculta en una granja, comienza a vestirse como mujer y llega a tener una confusa cita con un brutal sargento del ejército de una base vecina. De hecho, Bowie se presentó a las audiciones para el papel del soldado transexual. También para interpretar al bello joven bisexual enredado en un triángulo amoroso con un hombre y una mujer mayores que él de la película de 1971 Sunday Bloody Sunday [conocida en español bajo los títulos Domingo, maldito domingo y Dos amores en conflicto]. Mientras tanto, en los Estados Unidos, Myra Breckinridge –versión cinematográfica de la exitosa novela satírica de Gore Vidal– ponía en escena un protagonista transgénero, prácticas sadomasoquistas y sexo anal con un dildo montado en un arnés, mientras que Beyond the Valley of the Dolls [Más allá del valle de las muñecas] de Russ Meyer mostraba a un personaje trans, el gurú del negocio discográfico Z-Man. Según su guionista, Robert Ebert, “durante buena parte de la película todos creemos que Z-Man es un hombre gay, pero al final resulta ser una mujer travestida”. El tema “¿es o no es?” llegó incluso al pop, de la mano de “Lola” de The Kinks, un enorme éxito internacional que en 1970 consiguió resucitar la carrera del grupo.

David Bowie, 1973. Photograph by Masayoshi Sukita. Copyright Sukita/The David Bowie Archive

Si bien entre la comunidad gay Bowie continuó siendo una figura polémica e incierta, para su público heterosexual se convirtió en el símbolo de nuevas posibilidades: sus canciones y su imagen evocaban escalofríos prohibidos, la sensación expandida de un potencial erótico latente, una flexibilidad y un flujo que acaso nunca llegaran a realizarse más allá del ámbito de la imaginación, pero que, en ese sentido, resultaban liberadores. Tenía particular llegada a aquellos muchachos que se sentían alienados por la masculinidad heterosexual definida en términos convencionales, como así también a las muchachas que buscaban un objeto de deseo por fuera de estos límites. “Al parecer, suscito muchas fantasías entre las personas”, admitió Bowie en el programa televisivo de Russell Harty en 1973. El conductor acababa de preguntarle acerca del tipo de cartas que recibía de sus seguidores. Bowie no entró en detalle, pero sostuvo que algunas eran “fuertes” y “muy sexies”. Pero este tipo de proyección obsesiva terminó de dispararse con la idea de Bowie posterior a Hunky Dory, la creación del personaje de Ziggy Stardust. La combinación de la inusual belleza de Bowie con el estilo visual de Ziggy –botas acordonadas brillantes y ajustados trajes de dos piezas confeccionados con estampados orientales o retrofuturistas, según los modelos de La naranja mecánica y de 2001: Odisea del espacio– inspiraba fantasías extrañas. Y estas se volvieron más raras aún con la siguiente imagen de Bowie, la fase Aladdin Sane, en la que usaba el célebre rayo maquillado sobre el rostro, el místico círculo dorado en la frente y los despampanantes trajes de Kansai Yamamoto, pegados al cuerpo, construcciones geométricas de vinilo que usaban a la persona inserta en ellos, y no al revés.

A partir de cartas que los fanáticos remitían a las compañías discográficas, como así también de entrevistas con algunos dispuestos a recordar su fervoroso pasado, Fred y Judy Vermorel exploran en su libro Starlust el tipo de fantasía que suscitaban en ellos los relatos de Bowie. En sus casos más extremos, estas representaciones eróticas se abisman hacia zonas místicas y alucinatorias, linderas a formas idiosincráticas de magia sexual, proyección fantasmática e incluso comunicación telepática imaginaria.

“Lo veía tan extraordinario que me parecía imposible que fuese humano”, cuenta Julie, una de las entrevistadas en Starlust. “Para mí era un ser paranormal, casi [...]. Comencé a pensar que se trataba de un nuevo Mesías [...]. Tenía todas las características de un dirigente [...]. Era la ciencia ficción personificada. Para mí, representaba las cosas más extravagantes, cosas maléficas, que no eran de este mundo y que ni siquiera me llegaba a imaginar [...] las formas más evolucionadas y raras de la sexualidad”.

Los Beatles habían sido los primeros en crear un grupo ficticio, la Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Zappa y The Mothers of Invention también habían tenido su alter ego, Ruben and the Jets, y la banda The Turtles había grabado el disco conceptual The Turtles Present the Battle of the Bands [The Turtles presenta la lucha de las bandas], en la que pretendían ser once grupos distintos, lo que les permitía parodiar estilos que iban del country a la psicodelia y el surf. Para la cubierta interior del disco, se tomaron fotografías caracterizados como los integrantes de los distintos grupos. Valga todo esto para señalar que el concepto de Ziggy Stardust and the Spiders from Mars en realidad no era algo completamente novedoso.

Ahora bien, en el caso de Bowie la idea de interpretar el papel de una estrella de rock en vez de convertirse en una llegó a ser el núcleo de su propuesta artística en un sentido mucho más profundo que en el de Zappa o los Beatles. Era una extensión de su propia idea de sí como un actor. Paradójicamente, el hecho de considerarlo uno más entre los múltiples papeles que podía adoptar, le permitió hacer suyas las posturas y la actitud del rock a pesar de no tener un gran apego por el género. Como puede verse en la entrevista publicada por Jeremy, en 1970 el panteón de Bowie seguía ocupado por próceres del music-hall británico (George Formby, Gracie Fields, Nat Jackley, Albert Modley), chansonniers como Jacques Brel y bichos raros como Tiny Tim. El cantante consideraba que esta era una diferencia fundamental con Bolan. “Marc solo tiene su música”, dijo en una entrevista con NME de 1972. “Él sabe que mis intereses son mucho más amplios, y que por ende es probable que mis convicciones en materia de música no sean tan sólidas como las suyas [...]. Me cuesta imaginarme toda mi vida como un cantante de rock”.

En otras entrevistas, Bowie contó que se sentía “como un actor cuando estoy sobre el escenario, más que como un artista de rock”, y que “en todo caso, tal vez yo haya contribuido a dejar en claro que el rock and roll también es una pose”. El personaje también oficiaba de máscara: le daba mayor confianza sobre el escenario (luego de 1969 se había presentado muy pocas veces en vivo) y también lo protegía del público. Ziggy le permitía ingresar en la fantasía de la estrella de rock y al mismo tiempo mantenerse a distancia, protegiéndose, o eso esperaba él, de las presiones psicológicas del estrellato (algo que le preocupaba en particular, en la medida en que venía de una historia familiar plagada de suicidios y enfermedades mentales, a las que se sumaba la esquizofrenia de su medio hermano).

Ziggy Stardust, el alter ego de David Bowie durante los '70

Bowie podía jugar con la locura del rock and roll sin sucumbir a ella. Solía hacer referencia a Ziggy en tercera persona –”es una criatura encantadora. Lo quiero mucho”– y describirse a sí mismo como un Dr. Frankenstein, capaz de construir al monstruo a partir de piezas de estrellas reales e inventadas. Iggy Pop formaba parte del ensamble, como permitía entrever el nombre Ziggy. También Bolan (en un concierto, detrás de la banda se proyectó una foto de Marc durante la canción “Lady Stardust”). Pero, en gran medida, la carnadura de este mito fue tomada de la historia de Vince Taylor, uno de los primeros artistas del rock británico. Aunque nacido en la isla, se había criado en los Estados Unidos, lo que daba a su imitación de Elvis mayor autenticidad. Bowie había llegado a conocerlo en sus días de decadencia, en los que el cantante había sucumbido a una paranoia cósmica. “Un día, en Tottenham Court Road, sacó un mapamundi y lo extendió sobre la calle. Sin importar que hubiera mucha gente alrededor, comenzó a señalarme los puntos en que se ocultaban las armas y las bases militares de los extraterrestres”.

Durante una presentación en Francia, país donde se había convertido en una figura de culto, “salió a cantar vestido de blanco [...] y se autoproclamó el hijo de Dios”. En su momento, otros consideraron que una novela de Robert Heinlein había alimentado de manera significativa la difusa y casi conceptual trama narrativa de The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars. Volviendo sobre el tema, años más tarde el crítico de rock Mick Farren sostuvo que el disco siempre le había parecido una mescolanza del clásico de Heinlein Forastero en tierra extraña –un libro muy importante entre los miembros del movimiento contracultural– con un poco de H.P. Lovecraft: “Estaba seguro de que alguien iba a denunciarlo por plagio. Nadie lo hizo”. En algunas entrevistas, Bowie habló de la posibilidad de interpretar al protagonista de la novela en una película y declaró que él y MainMan habían adquirido los derechos intelectuales para su adaptación cinematográfica. Si bien la enrevesada trama de Heinlein resiste cualquier intento de sumario, su protagonista es un niño que logra sobrevivir a una expedición fallida a Marte y es criado por marcianos; al volver a la Tierra, se convierte en una celebridad y con el tiempo termina por fundar su propio culto sincrético, la Iglesia de Todos los Mundos, cuyos iniciados poseen dotes telequinéticas y están destinados a convertirse en el homo superior que reemplace al homo sapiens.

Hay claras similitudes entre este universo y el imaginario de Ziggy Stardust, la estrella de rock mesiánica que trae de otro planeta profecías de esperanza a los desafortunados habitantes de la Tierra. No obstante, tanto en las letras como en la música, el disco es un verdadero tejido posmoderno de préstamos, alusiones y ecos, de la línea de guitarra que remeda al código morse en “Starman” (clara réplica a “You Keep Me Hangin’ On” de las Supremes) a distintos rastros que algunos estudiosos de Bowie detectan de figuras tan distintas como William S. Burroughs, el Jerry Cornelius de Michael Moorcock e incluso I Am Still the Greatest Says Johnny Angelo, de Nik Cohn, una novela mitomaníaca acerca de una estrella de rock psicópata.

(Verónica Guerman)

Por otra parte, The Rise and Fall of Ziggy Stardust fue también producto de las inquietudes ambientalistas de su época y de la pesadumbre generalizada tras el fracaso de los sesenta. El contexto que propone el disco, según lo establece el primer tema “Five Years” [Cinco años], es el de un planeta a punto de morir, al que solo le quedan recursos para sustentar cinco años más de existencia. La letra –y el tono quejumbroso y derrotado de la melodía y la voz– logra transmitir la sensación de aprensión y temor por el futuro próximo que de hecho aquejaba a la cultura de la época. La inquietud por la devastación de los recursos naturales, la contaminación y el posible colapso ambiental era moneda corriente en la literatura de ficción y no ficción de la época, junto con preocupaciones acerca de la saturación de medios y una posible pérdida de control sobre la tecnología. Un best-seller de 1970 fue El “shock” del futuro de Alvin Toffler, y en 1972 se publicó Los límites del crecimiento, el informe al club de Roma. Por su parte, películas como THX 1138, Silent Running [Naves misteriosas] y Soylent Green [Cuando el destino nos alcance] imaginaban el futuro próximo como una sociedad de control deshumanizada, una tierra donde todo rastro de vegetación había sido devastado y a los Estados Unidos como un territorio superpoblado, en el que, sin saberlo, las personas ingerían alimentos hechos a base de cuerpos humanos reciclados.

En Inglaterra, en particular, se produjo un verdadero boom de la ficción distópica y de catástrofe, como la novela de Christopher Priest Fuga para una isla, sobre el colapso de la sociedad británica bajo el peso de la inmigración africana, junto con series de televisión como Doomwatch de la BBC, en la que una agencia científica del Gobierno, situada en el presente, se ocupaba de remediar emergencias ecológicas y tecnológicas. Estrenada en 1971, la polémica película de Stanley Kubrick La naranja mecánica tomó la novela de Anthony Burgess de 1962 sobre una pandilla juvenil del futuro próximo y la situó en un paisaje urbano de arquitectura brutalista claramente identificable con los años setenta. Varios expertos del ámbito político lamentaban la desintegración del tejido social y la fealdad del mundo moderno.

En diálogo con NME a principios de 1972, Bowie afirmó que le interesaba enfrentar “el carácter inevitable del apocalipsis”, pero también “promover cierta sensación de optimismo para el futuro”. Este impulso contradictorio logra plasmarse de manera convincente en canciones como “Starman”, con su línea melódica que sube alto, alto, cada vez más alto (y debe mucho a “Somewhere Over the Rainbow”) y su estribillo que nos presenta a un salvador extraterrestre que de momento evita acercarse porque teme hacer estallar la mente de los terrícolas. Sin embargo, el tono general del disco se corresponde con lo que alguna vez ha sido denominado el Kulturpessimismus: cierta resignación fatalista y una actitud de “disfrutemos de lo que nos queda” en vísperas de los Últimos Días de la Humanidad.

Como suele ocurrir con toda la obra de Bowie, The Rise and Fall of Ziggy Stardust funciona como un disco que el oyente puede escribir, un conjunto de imágenes vívidas pero desarticuladas que se imprimen en su pantalla mental invitándolo a su vez a proyectar las propias. Los intentos de Bowie por explicar la trama narrativa eran incoherentes. “El disco transcurre cinco años antes del fin de la Tierra”, le dijo a William S. Burroughs en el encuentro organizado en 1974 por la revista Rolling Stone. “Han anunciado que debido a la falta de recursos naturales el mundo llegará a su fin [...]. Las personas mayores han perdido todo tipo de contacto con la realidad y han dejado a los jóvenes por su cuenta. Ziggy formaba parte de una banda pero a los chicos ya no les interesa el rock and roll. No hay electricidad para tocar rock and roll”.

No intimidado al parecer por la presencia de Burroughs, a quien algunos suelen clasificar como un escritor de ciencia ficción de vanguardia, Bowie divagó largamente acerca de la sinopsis y sostuvo que el fin de la Tierra se produce “tras la llegada de los infinitos. En realidad son un agujero negro, pero he decidido convertirlos en personas porque sería muy difícil tratar de explicar un agujero negro sobre el escenario”. La canción “Starman”, entonces, trataría acerca de estos infinitos o “seres de agujeros negros” que “vienen a salvar la Tierra” y de hecho aterrizan “en algún lugar del Greenwich Village”. Sin embargo, a los infinitos “no parece interesarles el mundo” y no resultan “de ninguna utilidad” para los humanos. “Sencillamente han tropezado con nuestro universo a causa de un salto en un agujero negro”. Ziggy, hasta ese momento, se creía “un profeta del futuro hombre de las estrellas”. Pero, tras la llegada de los infinitos, “estos toman partes de Ziggy para hacerse reales, porque su estado original es la antimateria, y así no pueden existir en este mundo. Para ello lo hacen trizas durante ‘Rock’n’Roll Suicide’”.

Esta historia extravagante y descabellada transcurría sobre un estilo de música que no era particularmente cósmico ni futurista, asentado en la tradición del pop post-Beatles: un sonido a mitad de camino entre el rock de producción limpia y las canciones de obras de teatro musical, y algo similar ocurría con la presentación en vivo que, según señaló Nick Kent en NME, se situaba en un limbo inestable entre el show de una banda en vivo y un espectáculo de teatro.

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