“Decir que ha muerto el primer escritor de nuestra República, decir que ha muerto el escritor de nuestro idioma, es decir la estricta verdad y es decir muy poco”, escribieron Jorge Luis Borges y Betina Edelberg en el libro Leopoldo Lugones, la biografía de 1955.
Habían pasado doce años de la muerte de Lugones y su figura aún seguía presente. Representaba algo más que el afan de sentarse a crear un buen verso, una buena historia, una buena idea. Incluso hoy, ahora, que celebramos el Día del Escritor, se debe a él, a quien se considera el gran poeta nacional.
En 1928 creó la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) y fue esta institución la que dictaminó que el Día del Escritor se debería celebrar en el aniversario del nacimiento de su nacimiento. Por eso, hoy, como todos los 13 de junio, Argentina piensa en los escritores, en su oficio, en sus imaginarios.
Un escritor es un creador, un imaginador de mundos, un conspirador del lenguaje. Sin embargo, como decía Jorge Luis Borges, un escritor es, por sobre todas las cosas, un lector. ¿Cuánto han tenido que leer nuestros narradores para forjar sus obras?
Leopoldo Lugones nació un día como hoy, 13 de junio de 1874, en la localidad de Villa de María del Río Seco, al norte de la provincia de Córdoba. Fue el primogénito de Santiago M. Lugones y Custodia Argüello. Tuvo una formación católica estricta pero luego la rechazó vehementemente.
A los seis años, cuando nació su hermano Santiago, la familia se mudó a la ciudad de Santiago del Estero y, más tarde, a Ojo de Agua , en el límite con la provincia de Córdoba Sus padres lo enviaron a hacer el bachillerato en el Colegio Nacional de Monserrat, en Córdoba, donde vivió con su abuela materna Rosario Bulacio.
Ahí, en Córdoba, se aproximó al periodismo y a la literatura. Fue algo lento, de a poco, hasta que de repente se vio poseído por las letras, por la poesía, por las narraciones, por las ideas. Se convirtió en uno de esos escritores que le entregan todo a las letras.
Publicó a lo largo de su vida 35 libros. Se pueden destacar Los crepúsculos del jardín, Lunario sentimental, El libro fiel, El libro de los paisajes, Las fuerzas extrañas, La guerra gaucha y Las horas doradas. También fue historiador, docente, traductor, biógrafo, filólogo y periodista.
Y dirigente político. Admirado por muchos —aunque también criticado debido a sus posiciones políticas protofascistas—, fue un narrador que navegó por todos los géneros: poesía, cuento, novela, ensayo, artículo periodístico. Una suerte de escritor total.
Murió de forma trágica en una pensión del recreo del Delta de Tigre, en la confluencia entre el Paraná de las Palmas y el Canal de la Serna. Corría febrero de 1938, Lugones pidió una habitación y se encerró. Escribió una carta de despedida y la dejó sobre la mesa.
Lo encontraron en la cama, retorcido, el rostro violeta. Mezcló whisky y cianuro. “Que me sepulten en la tierra sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde. Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos”, decía la carta.
Antes de morir, antes de despedirse del mundo y abandonarlo voluntariamente, hizo lo que más le apasionaba: escribir. Fue su forma de expresar sus últimas impresiones: darse por vencido, exclamar “basta”, pedir un favor, también perdón y hacerse cargo de lo que fue.
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