El mito de lo francés contribuyó a definir la identidad de la cultura de América latina

Es una influencia que viene de larga data y que incluso contribuyó a imponer el término “Latinoamérica” en la autopercepción de los habitantes del nuevo continente. El desprecio por el barroco español y la valoración del neoclasicismo parisino terminaron por inclinar la balanza

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Pabellón argentino de la Exposición Universal de París de 1889, ubicado en Buenos Aires a partir de 1910 (Archivo General de la Nación Argentina/ Wikimedia Commons)
Pabellón argentino de la Exposición Universal de París de 1889, ubicado en Buenos Aires a partir de 1910 (Archivo General de la Nación Argentina/ Wikimedia Commons)

A lo largo del siglo XIX, las nuevas repúblicas americanas, constituidas tras las independencias de España, buscaban singularizar sus nuevas naciones y para ello necesitaban crear sus propias identidades.

Eran jóvenes que rechazaban lo que las vinculaba con la vieja metrópolis. En contraposición, perseguían un modelo distinto y encontraron la inspiración en la Francia postrevolucionaria. Del Neoclasicismo y la Ilustración extrajeron el sustento ideológico inicial para, posteriormente, mirar al eclecticismo del París de Garnier y Haussmann.

Latinoamérica como construcción

Vamos a partir del hecho de que el término Latinoamérica, tan del gusto de los habitantes del centro y sur de América para referirse a ellos mismos, es una construcción ideológica, fuertemente apoyada por Francia. Tal como señala el antropólogo e historiador Constantin von Barloewen: “Desde los tiempos de la conquista hay una discrepancia entre la visión europea de Latinoamérica y la conciencia que este continente tiene de sí mismo”.

Latinoamérica es una apuesta acuñada en el siglo XIX, aunque haya quien lo cuestione. De hecho, tal como señala José Luis de Imaz, el vocablo latinoamericano fue difundido por el colombiano asentado en Francia desde 1851 José María Torres Calcedo, a partir de Michel Chevallier, quien lo menciona en 1836.

Lo francés como deseo

El afán de singularización que hizo que las élites criollas se empeñaran en atacar lo español llegó a todos los ámbitos.

En el aspecto estético, hubo un desprecio por las formas barrocas. Se prefirieron las neoclásicas –pese a que habían sido introducidas por el monarca español Carlos III– porque se vinculaban sentimentalmente a los planteamientos políticos de la Revolución francesa. Se asumió de forma romántica el Neoclasicismo como el lenguaje de la libertad, en relación con la Revolución francesa y también con la más temprana independencia estadounidense (1776).

Precisamente, la creación de la Real Academia de San Carlos de Nueva España en 1785 en México fue el punto de partida de la imposición en América del nuevo gusto neoclásico. Es cierto que España se identificaba en el continente, errónea e intencionadamente, con el barroco religioso de origen hispano, pero también es cierto que el Barroco en América tenía importantes valores autóctonos que no se supieron reconocer. En realidad, la combinación de rasgos prehispánicos y elementos platerescos o barrocos peninsulares generó algo nuevo y singular.

El Neoclasicismo (como estilo rígido, con normas impuestas desde la Academia y que recuperaba órdenes clásicos) permanecería en América mucho más de lo razonable y llegaría incluso hasta el siglo XX.

Así el Capitolio de la Habana se levantaría en los años 20 del siglo XX en un estilo ya pasado de moda. Por situarnos en la historia, a principios de siglo ya habían surgido movimientos como el cubismo y el futurismo y en 1919 se fundaba la Bauhaus, emblema de la arquitectura moderna. En la misma década en la que se erigía dicho Capitolio, Le Corbusier construía su Villa Savoye.

A la izquierda, el Capitolio de La Habana, bajo construcción, entre 1925 y 1928. A la derecha, Villa Saboye, de Le Corbusier (Wikimedia Commons / Yo Gomi Flickr, CC BY-SA)
A la izquierda, el Capitolio de La Habana, bajo construcción, entre 1925 y 1928. A la derecha, Villa Saboye, de Le Corbusier (Wikimedia Commons / Yo Gomi Flickr, CC BY-SA)

Hay que destacar también el menosprecio que había en las élites criollas hacia las manifestaciones indígenas o prehispánicas (excepto las de las grandes civilizaciones precolombinas). Habría que esperar casi hasta el siglo XXI para encontrar la reivindicación de los pueblos primigenios y sus culturas.

El mito de París

Junto a la pervivencia del neoclasicismo, en el siglo XIX se ve el surgimiento del mito de París como centro sociocultural del mundo. La capital francesa se convertiría, para las nuevas naciones, en la utopía del gusto y del estilo frente a los usos hispánicos. Todo lo anterior dejaría excluidos de la noción de cultura a los modelos alternativos de existencia: indios, mulatos, negros, mestizos.

Las nuevas repúblicas pretendían recuperar el pasado soñado, no el real. Miraban a antiguas y cultas naciones y se mitificaban. Por eso París significaba Notre Dame, el Neoclasicismo, la Ilustración, la Revolución francesa… París era América.

En este contexto, destacó la participación de las nuevas repúblicas americanas en los encuentros internacionales. En la Exposición Universal de París de 1889, fue muy alabado el pabellón de Argentina, proyecto del francés Ballu. También llamó la atención el edificio chileno, diseñado por el arquitecto francés Pierre-Henri Picq. Estos eventos suponían oportunidades para consolidar sus identidades nacionales, desgajadas ya de la metrópolis. El lenguaje ecléctico, siempre de inspiración francesa, sería una constante.

Aparecían en ocasiones apuestas pintorescas. Por ejemplo, la inspiración centroeuropea en el pabellón de Guatemala. Otras veces se miraba a las grandes culturas precolombinas, como en el caso del pabellón mexicano.

Las grandes exposiciones en París de finales del siglo XIX resultaron un escaparate único para las nuevas naciones. Participar en ellas les dio la oportunidad de consolidar la identidad nacional.

Próceres blanqueados

Este mirar a Francia se evidencia también en la representación de próceres y héroes de la independencia. Todos ellos (desde Bolívar a San Martín o Santander, pasando por José Miguel Carrera o incluso Bernardo O’Higgins) aparecen en sus retratos como seres casi divinos.

Son los creadores de la independencia hispanoamericana, y casi sin excepción han pasado a la historia como héroes de la patria. Se les muestra como si fuesen divinos, en posturas o composiciones extraídas a veces directamente de modelos del neoclasicismo francés. En general, son militares que se presentan erguidos y victoriosos. Su perfil clásico, sus ropajes afrancesados y su porte aristocrático son característicos. Evocan más los retratos idealizados de los protagonistas de la revolución de 1789 que los de criollos. Su mestizaje racial se ocultaba de forma vergonzosa.

El caso de Simón Bolívar es significativo. Sus retratos se fueron idealizando progresivamente, hasta llegar a mostrar a un hombre de perfil clásico y rasgos mesurados, alguien con un aspecto bien distinto al del criollo moreno que Gabriel García Márquez describe en El general en su laberinto:

“El más antiguo de sus retratos era una miniatura anónima pintada en Madrid cuando tenía dieciséis años. A los treinta y dos le hicieron otro en Haití, y los dos eran fieles a su edad y a su índole caribe. Tenía una línea de sangre africana, por un tatarabuelo paterno que tuvo un hijo con una esclava, y era tan evidente en sus facciones que los aristócratas de Lima lo llamaban El Zambo. Pero a medida que su gloria aumentaba, los pintores iban idealizándolo, lavándole la sangre, mitificándolo, hasta que lo implantaron en la memoria oficial con el perfil romano de sus estatuas”.

Es interesante ver, además, cómo se siguen modelos franceses, en ocasiones de forma literal. Así la representación de Bolívar cruzando los Andes es iconográficamente similar a la visión de David en su Napoleón cruzando los Alpes.

A la izquierda, retrato ecuestre de Napoleón cruzando los Alpes, a cargo de Jacques-Louis David. A la derecha, retrato de Simón Bolívar, pintado por José Hilarión Ibarra (Wikimedia Commons)
A la izquierda, retrato ecuestre de Napoleón cruzando los Alpes, a cargo de Jacques-Louis David. A la derecha, retrato de Simón Bolívar, pintado por José Hilarión Ibarra (Wikimedia Commons)

En resumen, la elección formal en la América del siglo XIX bebió del Neoclasicismo francés mientras dejaba atrás el Barroco por considerarlo español. Este rechazo continuaría durante el eclecticismo y el mito de París, un mito que pervivirá durante buena parte del siglo XX.

* Es profesora de la Universidad de Oviedo y miembro del del Grupo de Investigación sobre Patrimonio Cultural y Arte en el Mundo Contemporáneo (ARPACEC), Universidad de Oviedo.

Publicado originalmente en The Conversation.

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