Hay momento del año en que la televisión se inunda de películas “de romanos” como la mítica Ben-Hur. Por ello he creído interesante hacer un repaso rápido al más grande y trepidante espectáculo de la antigua Roma: las carreras de carros en el circo.
Ciertamente, en estas competiciones los deportistas desafiaban a la muerte para poder conseguir la gloria. Veamos en qué consistía una jornada para un auriga.
De Rómulo a Taquinio
Aunque Tarquinio el Viejo (siglo VI a.e.c.) fue el primero en introducir estas competiciones en la urbs, el mito le otorga a Rómulo su primera celebración.
Este quiso reunir a sus vecinos, allá por el siglo VIII a.e.c., con la excusa de celebrar unos juegos en honor del dios Conso. La celebración, en principio, constaba de unas carreras de carros. Las familias sabinas al completo, padres e hijos, acudieron a la invitación. En un momento determinado de la jornada, tras una señal, se llevó a cabo el plan de Rómulo: secuestrar a las jóvenes sabinas para emparejar con ellas a sus colegas, los primeros romanos, que tenían una importante falta de mujeres con las que juntarse y procrear en su aún pequeña aldea.
Localización y reglas
Las carreras se celebraban en el Circo Máximo. Era el edificio de mayores dimensiones de Roma y en él cabían cerca de 200.000 espectadores. En su arena se celebraban carreras de caballos, venationes o caza de animales, y luchas de gladiadores. Pero lo que más espectadores atraía eran las carreras de carros conducidas por aurigas.
Al principio solo participaban dos equipos: rojos (factio russata) y blancos (factio albata). Con Augusto se añadieron los azules (factio veneta); y los verdes (factio prasina) aparecieron ya en época de Calígula. Sobre la pasión que levantaban los colores, esto cuenta Plinio el Joven:
“Se celebraban unos juegos de circo, un género de espectáculos que no me gustan lo más mínimo. Nada nuevo, nada diferente, nada que no sea suficiente haber visto una vez. Por todo ello, me resulta sorprendente que tantos miles de adultos deseen ver una y otra vez con una pasión tan infantil caballos corriendo y aurigas de pie sobre los carros. Si fuesen atraídos al espectáculo por la velocidad de los caballos o por la habilidad de los aurigas, habría al menos una cierta razón; pero es un color lo que ellos aplauden, es un color lo que ellos aman, y si en plena carrera y en medio de la competición se intercambiasen los colores, este para allí y aquel para aquí, el favor y el entusiasmo de la gente cambiaría igualmente, y abandonarían repentinamente a aquellos famosos aurigas, a aquellos famosos caballos, a los que reconocen a lo lejos, y cuyos nombres aclaman” (Cartas IX, 6).
La posición de los caballos que tiraban del carro era muy importante. El del extremo izquierdo era el más fuerte y veloz, porque corría del lado de la spina. La spina era un muro que atravesaba la arena del circo de forma longitudinal (no olvidemos que el Circo Máximo tenía una planta alargada) y que servía de elemento alrededor del cual los carreristas giraban a gran velocidad. El carro más cercano a ella jugaba con ventaja, ya que recorría menos metros en sus giros y tenía más posibilidades de ganar si no se estrellaba contra la propia spina o con cualquier otro carro que quisiera invadir su espacio o adelantarlo.
Los caballos del interior iban sujetos al mástil del carro, pero los situados en el exterior se guiaban solo con el correaje. El auriga dirigía los caballos con sus caderas, donde tenía atadas las riendas. De esta forma podía tener libres las manos para utilizar el látigo.
Por supuesto, había tramposos y las apuestas tenían mucha culpa. El sabotaje e incluso la magia eran algo recurrente en las carreras debido a la gran rivalidad entre las facciones y los seguidores de las mismas. Se escribían peticiones de maldiciones a los dioses para traer la desgracia a los conductores de los carros de la facción opuesta. A veces los caballos y los aurigas eran envenenados.
Un día en el circo
El espectáculo comenzaba, en su parte pública, con el desfile de apertura o pompa que recorría las calles de Roma. Varios foros partían del Capitolio hasta la entrada del Circo Máximo, al que se accedía por la puerta principal. Se trataba de una gran procesión en la que participaba el representante del Estado (era el erario público el que asumía los gastos), los aurigas, músicos, coros, vecinos de la ciudad y las estatuas de los dioses, entre ellos, las de Marte y Júpiter. El desfile era ruidoso y vistoso y en él las facciones se exhibían con sus coloridos emblemas.
Ya en el circo, cada corredor se situaba en su lugar. Antes se había realizado un sorteo para determinar desde qué puesto de la carcer, las puertas de madera, saldrían. El sorteo se realizaba con unas bolas que eran introducidas en un bombo y se mezclaban. Se iban extrayendo de una en una. La primera bola, dependiendo del color, determinaba qué equipo iba a decidir antes que el resto en qué lugar se situaría para la salida.
Cuando el editor daba la signum mittere, la señal, comenzaba la carrera. El patrocinador dejaba caer una tela blanca (mappa) al suelo. Puede que además hubiese algún tipo de sonido –una trompeta–, puesto que no todos los aurigas y espectadores podrían ver la señal. El sistema de cierre de las carceres que contenía a los nerviosos caballos se abría y los carros salían a la carrera.
La competición consistía en dar siete vueltas en torno a la espina del circo. Ganar dependía tanto de la velocidad como de la estrategia y la astucia de los carreristas. Cada vuelta era de unos 560 metros, lo que en total hacía casi 4.000 metros de recorrido. Con César y Augusto, el número de carreras al día podía llegar a doce. Con los Flavios llegó a ser de cien.
Para contar las vueltas se utilizaba un sistema de “huevos” (ouarium) o delfines (delphinium). Se situaban sobre la spina y disponían de siete elementos móviles que accionaba un operario a medida que se iban corriendo las vueltas y se pisaba una línea marcada de blanco.
Los choques de los carros, o naufragia, no eran extraños. El conductor del carro llevaba sobre la cabeza un yelmo de metal, una túnica corta muy ajustada del color que representaba y una faja ceñida con correas. Entre estas tiras portaba un puñal. Lo utilizaba si, por accidente, tuviese que cortar el correaje para evitar ser arrastrado por el suelo por los caballos y pisoteado por los animales de los otros carreristas.
Por lo general, la competición era de cuadrigas, es decir, de carros tirados por cuatro caballos, aunque se conocen otras carreras con carros de otros tamaños como los biga (dos caballos), los triga (de tres) o el carro más raro, tirado por diez caballos.
¿Quién ganaba?
El auriga vencedor era el que primero pisaba la línea de meta. Se le premiaba con una palma, una corona de laurel y recibía un premio en dinero que repartía entre la familia quadrigonia (el equipo). Sobre la cantidad del premio por las victorias, sabemos que el auriga Aurelio ganó 34 millones de sestercios. Tras la ceremonia, el ganador daba una última vuelta por el circo, alrededor de la spina, para recibir los aplausos del público.
Algunos aurigas eran tratados como héroes en la ciudad. Conocemos el ejemplo de Cayo Apuleyo Diocles, un auriga español nacido en Augusta Emerita. Vivió alrededor del año 104 y se lo considera el más famoso corredor de la historia de Roma. Corrió durante veinticuatro años, se retiró a los 42 y murió cuatro años después. Se afirmaba que había participado en 4.257 carreras y había conseguido 1.462 victorias, en la mayoría conduciendo una cuadriga.
*María Engracia Muñoz Santos es investigadora, arqueóloga e historiadora, Universitat de València.
Publicado originalmente en The Conversation.
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