La artista Josefina Robirosa, que murió el viernes pasado y este jueves 26 de mayo hubiera cumplido 90 años, fue una de las más relevantes pintoras y muralistas argentinas. Formó parte del grupo Siete pintores abstractos, integrado por Osvaldo Borda, Víctor Chab, Rómulo Macció, Martha Peluffo, Kazuya Sakai y Clorindo Testa, así como del mítico Instituto Di Tella. Además, pintó algunos murales que al día de hoy se pueden ver en la Ciudad de Buenos Aires. Plaza de invierno, por ejemplo, está desde 1997 en la estación Olleros de la línea D del subte. Sus pinturas abstractas son hipnóticas por su geometría y por sus colores, y sus obras del “periodo de los bosques” remiten a la mística de la naturaleza. Siendo mujer en un mundo de hombres, con dos hijos a los 19 años, por su gran trayectoria conquistó un lugar en la escena artística argentina.
Pintó durante toda su vida y fue premiada en varias ocasiones. Renegaba de su sangre aristocrática a pesar de formar parte de una de las familias más distinguidas de la Argentina, los Alvear. Con este linaje, vivió durante parte de su infancia en el Palacio Sans Souci, una mansión majestuosa en San Fernando, con jardines de Carlos Thays. El Palacio se puede visitar durante la hora del té con reserva previa.
Pudiendo haber tenido una vida opulenta rodeada de privilegios, tomó caminos no convencionales. Se mudó a una casa-taller exuberante en San Isidro diseñada por su gran amigo arquitecto Clorindo Testa, donde vivió con sus hijos adolescentes y su pareja, otro artista alucinante, el escultor Jorge Michel. Se rumorea que Clorindo Testa dibujó la casa, llamada La Celeste, en un solo día. Según contó Josefina, la pensaron desde adentro hacia afuera, partiendo de la comodidad para trabajar y la belleza de los interiores como prioridad. Jorge Michel y Josefina Robirosa tenían sus talleres dentro de la casa, y trabajaban de lunes a lunes y compartían entre sí opiniones de sus obras.
Los dos talleres eran grandes y luminosos y tenían las características de las obras de Testa: ventanas triangulares y circulares, y una fachada excéntrica. Como detalle divertido, tiene una escalera-tobogán que desde el techo aterriza en el jardín: “Los arquitectos que realizaron el proyecto se creen que porque sos artista sos loco”, decía ella con una sonrisa, sobre todo por la decisión del tobogán.
José Ignacio Miguens, uno de sus hijos, descubrió su vocación de arquitecto en esa casa. En diálogo con Infobae Cultura, recuerda la vida en La Celeste como el periodo luminoso de la vida de su madre. La casa recibía a artistas como Renata Schussheim, Oscar Araiz, Rómulo Macció, “Yuyo” Noé o Clorindo y Teresa Testa. Incluso a Jorge de la Vega: “Poníamos El gusanito en persona. Era un lugar muy convocante” recuerda Miguens. Sus amigos de la juventud aluden a esa casa como un lugar divertidísimo. Una de las actividades hit era ir al techo por la noche, tocar la guitarra mirando las estrellas y, después, bajar por la escalera o el tobogán.
Más adelante, Robirosa se mudó con Michel a la calle Hornos en La Boca, a una casa antigua inglesa, donde ella también tenía su taller. Pero unos años después se tuvieron que mudar por la construcción de la Autopista Frondizi. Finalmente vivió en San Telmo, frente al Parque Lezama y a metros del Museo Histórico Nacional. Allí fue donde estuvo hasta sus últimos días, muy lejos de los palacios aristocráticos de su infancia.
Además de haber tenido dos hijos de muy joven, tuvo nietos y bisnietos. Entre ellos se encuentra la escultora María Torcello, que siguió la profesión de su abuela. Según contó a Infobae Cultura, ella pasaba sus fines de semana en el taller de Robirosa (”API”, según la llama) desde que tiene uso de razón. “Cada pared y pasillo de su casa rebosaba de obras de arte de grandes artistas y de amigos, pero también de ‘obras’ creadas por sus nietos a lo largo de los años. Entre ellas, había una construcción que hice con maderitas en el taller de [Jorge] Michel y después pinté en el taller de API”, recuerda María (Pompi). “Ella se divertía silenciosamente y en confidencia conmigo. Cuando grandes coleccionistas iban de visita a su casa y preguntaban de quién era esa obra, ella contestaba, orgullosa, que era de su nieta Pompi a los 4 años”.
Con la idea de cuidar, ordenar y conservar su obra y sus documentos, recientemente Josefina Barcia y Ariadna González Naya realizaron un archivo físico y digital de la artista. Los últimos años de su vida, en los que padeció Alzheimer, tuvo que alejarse de la vida social y también de la pintura. Fue, para su hijo, el periodo oscuro. Aunque todos, ahora, la recuerdan por su sonrisa y por su generosidad. Ella era feliz trabajando en soledad en su taller en San Telmo, en un departamento contiguo a su vivienda, con vista a los árboles del Parque Lezama.
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