Se cumple este año el centenario de La tierra baldía (1922) de T. S. Eliot, el poema que cambió la concepción misma de la poesía en la segunda década del siglo XX.
De este texto clave suelen destacarse el pesimismo posbélico, el trasfondo mítico o la profusa intertextualidad, pero no tanto aquellos elementos que podríamos considerar dramáticos, como la estructuración en escenas o la variedad de personajes que interactúan de manera dialogada. Eliot llegó a afirmar que su poesía temprana parecía tender a lo teatral. No en vano, hizo esta observación hacia el final de su carrera, cuando su principal actividad era la escritura dramática.
La dramaturgia de Eliot
Hoy en día, el teatro de Eliot atrae poca atención, cuando no es abiertamente despreciado. Es hasta cierto punto comprensible, si la comparación se establece con su canónica e influyente poesía. Se conoce Asesinato en la Catedral (1935), la obra que recrea el martirio del arzobispo Tomás Becket y que es sin duda la de mayor éxito del autor angloamericano, pero poco más.
Con posterioridad, su teatro evoluciona hacia posiciones convencionales y comerciales, lo cual parece imperdonable en la obra de uno de los introductores indiscutibles de las vanguardias poéticas. Efectivamente, en las comedias de Eliot de los años cincuenta, El secretario particular (1953) y El viejo estadista (1958), encontraremos poco de aquella modernidad deslumbrante.
Sin embargo, hay una vena de experimentación que recorre las obras anteriores de Eliot.
En Sweeney Agonistes (1926), una pieza inacabada, nos presenta crudas impresiones de vida moderna, adoptando ritmos poéticos influidos por el jazz. En The Rock (1934), actualiza un género tradicional, el pageant, una suerte de “retablo” de escenas históricas en el que la lírica elevación de los coros convive con el dialecto cockney y en cuyo único montaje tuvieron cabida la danza y la espontaneidad del music-hall. Los caballeros que matan a Becket en Asesinato en la Catedral rompen la cuarta pared para sacudir las conciencias de los espectadores con engañosas justificaciones.
Finalmente, en The Family Reunion (1936), Eliot combina misticismo cristiano con mitología clásica y recurre a un coro de personajes que, insólitamente, alternan sus voces individualizadas con una voz coral única. Es como mínimo parcial, por tanto, asumir que el teatro de Eliot es reaccionario.
Hacia un nuevo verso dramático
Estos elementos dramatúrgicos fueron innovadores en su momento, pero la gran aportación de Eliot al teatro del siglo XX fue la creación de un modelo de verso dramático contemporáneo.
El teatro isabelino y jacobino inglés fue su referente de poesía dramática, aceptada como medio de expresión por un público amplio. En cambio, Eliot intentó reinstaurar el teatro poético contra un marchamo de artificiosidad, por lo que primó la naturalidad: el tipo de verso que utilizó de manera más generalizada no era rimado y seguía un patrón acentual equilibrado por el uso de la cesura. El hecho de que sus comedias, culmen de este proceso creativo, pudieran escucharse en los teatros casi sin advertir su carácter poético es la medida del logro de Eliot en este sentido.
Del empeño por recuperar la poesía para el teatro, en el que W. B. Yeats había precedido a Eliot, participaron también coetáneos como W. H. Auden o Christopher Isherwood. Esta corriente del verse drama, centralizada en el minoritario Mercury Theatre de Londres y cuyo máximo exponente fue Eliot, es una de las más interesantes del teatro británico de la primera mitad del siglo XX, aunque no tuvo la pervivencia esperada.
Una comedia burguesa frente a los “jóvenes airados”
A mediados de los cincuenta, los “jóvenes airados”, abanderados de transformaciones culturales y sociales, practicaron un descarnado realismo, reflejado también en un lenguaje directo y nada poético. John Osborne revolucionó el panorama teatral con Mirando hacia atrás con ira, estrenada en 1956.
Paralelamente, Eliot continuaba instalado, desde The Cocktail Party (1949), en la comedia burguesa tan del gusto del West End londinense. Había aspirado a conectar con un público amplio que validara su empresa de renovación teatral y lo consiguió discreta y momentáneamente, antes de que sus comedias pasaran a formar parte de un establishment estigmatizado.
Estas comedias, hoy minusvaloradas y olvidadas, tienen el atractivo de surgir en un momento de cambio decisivo para la historia del teatro británico. Son, además, muestras de la depuración del verso dramático de Eliot y de su habilidad para canalizar profundidad filosófica y teológica a través de un género popular.
Por otra parte, la obra de Eliot se caracteriza por ser esencialmente evolutiva, y el propio autor vio en el teatro su culminación (no olvidemos que, cuando recibió el Nobel en 1948, era dramaturgo prácticamente a tiempo completo).
Es también profundamente cohesiva, de manera que pueden establecerse interesantes relaciones entre las obras teatrales de Eliot, su poesía y su ensayística: comparten afinidades temáticas, imaginativas y prosódicas con Cuatro cuartetos (1935-42), por ejemplo, y resulta revelador compararlas con los artículos de crítica literaria sobre teatro que Eliot escribió desde los años veinte.
Quienquiera que se aproxime a la obra dramática de Eliot encontrará una poesía dramática natural y versátil, vanguardia y tradición, ortodoxia cristiana y mitología, variedad de géneros dramáticos y recursos escénicos, la unión de lo culto y lo popular, el reflejo de unas décadas apasionantes de creación teatral… en definitiva, una parte esencial de la obra de uno de los autores clave del siglo XX.
Por todo ello, no cabe despreciar el teatro de T. S. Eliot.
*Dídac Llorens Cubedo es profesor de Literatura Inglesa y Norteamericana, UNED - Universidad Nacional de Educación a Distancia.
Publicado originalmente en The Conversation.
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