Una placa de mármol en el frente del Hotel Istria, de París, dice que allí, entre otros, hace un siglo se alojaron los pintores Picabia, Duchamp y Kisling; los poetas Rilke, Tzara y Maiacovsky; el fotógrafo Man Ray y la modelo y musa Kiki de Montparnasse.
Colocado en 2011, el cartel no hace justicia a Kiki, quien efectivamente pasó a la historia como una musa, sobre todo por haber posado e inspirado a una serie de grandes artistas, pero que fue una pintora de éxito, una bailarina y entrepreneur, y el centro de la escena de un barrio que era, a su vez, el ombligo artístico del planeta en un momento en que los ismos cambiaban para siempre la historia de la pintura.
Estas semanas -como en una metáfora de esa reducción- reapareció en las noticias del mundo, nombrada al pasar, de espaldas y algo de perfil, como protagonista de la fotografía más cara de la historia, El violín de Ingres, que superó los USD 12 millones en subasta y que sacada por quien fuera su pareja, Man Ray, en aquellos años locos.
En estos tiempos hiperconectados Kiki sería una gran influencer de la social media, de mínima, una It girl, o una estrella del cine, facturaría millones y su nombre estaría ligado a la luchas feministas. Fue, de hecho, la “heredera” de figuras fuertes e independientes como la baronesa Dadá en Nueva York o la otra reina de un arrondissement parisino, La Goulue (Louise Weber), quien años antes había sido soberana de la noche en Montmartre y que fue inmortalizada por Toulouse-Lautrec. Las tres tuvieron un destino similar, dejadas de lado, descartadas cuando se animaron a ir por más, cuando ya no fueron necesarias para los que sí eternizaron su nombre en los libros de historia, y murieron en la absoluta soledad, en la pobreza.
Sin dudas, durante los años que desapareció de la escena, tras la Segunda Guerra, los paparazzis actuales la hubieran rastreado como sabuesos para fotografiarla en desgracia y las imágenes de sus días finales, pidiendo monedas en la calle, serían el clickbait perfecto. Pero vivió en otra época, y su figura todavía algo fantasmal, otro tanto romantizada por el halo de la bohemia, merece más espacio que el de una mujer que aparece de espaldas, algo de perfil, en la foto más cara de todos los tiempos.
De la nada se hizo y a la nada volvió quien fuera bautizada como Alice Prin en 1901 y abandonada en la borgoña por su madre adolescente, criada en la pobreza por una abuela a la que dejaría para reencontrarse con su progenitora 12 años después en París, donde reunidas más por la necesidad que por el afecto, intentara una enseñar el hosco y grasiento oficio de la linotipia y la otra prefiriera trabajar en una panadería en un acto de rebeldía, para finalmente volver a separarse cuando descubriera una, que la otra, ya con 18, tenía como amante a un pintor judío-polaco llamado Maurice Mendjisky, que no solo le llavaba casi una década, sino con quien se desnudaba no solo por placer, sino también por encargo.
Si París era una fiesta, como escribió Ernest Hemingway, Montparnasse era la pista de baile. La sangrienta Gran Guerra había terminado y un mundo sacudido por el dolor resurgía. Había que reinventarse. En las callejuelas, bulevares y más que nada en bares bullían las ideas; los jóvenes ya no eran los mismos, las secuelas los atravesaban y los demonios se expiaban a través del arte. Por allí andaban los Picasso y los Modigliani, la Generación Perdida de la literatura, con Hemingway, Scott Fitzgerald, John Dos Passos y Ezra Pound, entre otros. Y Kiki, reina de corazones, entre todos ellos.
Consecuencias hubo muchas, en el arte las vanguardias se pisaban unas sobre otras, el cubismo, el futurismo, el dadaísmo, el surrealismo, e incluso en lo estético, como el corte de pelo bob, ícono de los 20, que las enfermeras impusieron durante el conflicto bélico por cuestiones de higiene, se había convertido en moda gracias a la figura de Louise Brooks en la pantalla grande (todavía silenciosa) y al que Kiki sumó un maquillaje de kohl negro y uno labios de rojo intenso, que potenciaban su caracter sociable, una socialité del lumpenaje vanguardista.
“Su maquillaje era una obra de arte en sí mismo… su boca pintada de un profundo escarlata que enfatizaba el humor erótico astuto de sus contornos. Su rostro era hermoso desde todos los ángulos, pero me gustaba más de perfil completo, cuando tenía la pureza lineal de un salmón relleno”, escribió el poeta canadiense John Glassco.
Y así refulge en muchos cuadros con firmas como Chaïm Soutine, Francis Picabia, Tsuguharu Leonard Foujita, Jean Cocteau, Per Krohg, Hermine David, Toño Salazar, Moïse Kisling e incluso en esculturas de Alexander Calder y Pablo Gargallo. Pero, sin dudas, Many Ray fue el mayor de sus íncubos.
“Siento un dolor en el corazón al pensar que esta noche estarás solo en tu cama, te quiero demasiado, sería bueno que te amara menos porque no estás hecho para ser amado, eres demasiado tranquilo”, le escribía Kiki al estadounidense anotado bajo el nombre de Emmanuel Radnitzky, en 1921, año en que el fotógrafo dejó Nueva York por la Ciudad de la Luz.
Fueron 7 años de romance, en las que el fotógrafo la convirtió en su principal égéire, y de las que quedan capturas preciosas como Noire et Blanche, infinidad de retratos y El violín de Ingres, realizada en 1924, luego de una separación que la llevaría a ella al otro lado del Atlántico, con el sueño de convertirse en una actriz del star-system, pero que abandonaría tras tres meses de extrañarlo.
El millonario fotomontaje de corte surrealista es, además, un homenaje al pintor Jean-Auguste-Dominique Ingres y sus desnudos -especialmente a La gran bañista-, tal como evidencia el turbante de Kiki.
Pero Kiki no se frustró y participó en una decena de filmes y cortos, experimentales claro, como Ballet mécanique de Fernand Léger, o Emak bakia y L’Étoile de mer, ambas de Man Ray y L’Inhumaine de Marcel L’Herbier y en La Galerie des Monstres de Jaque Catelain, interpretándose a sí misma. Todo el mundo quería una parte de Kiki de Montparnasse.
También dejó su legado en los lienzos con una muestra con entradas agotadas en el ‘27 en la Galerie au Sacre du Printemps, donde presentó un estilo con reminiscencias a Ernst Ludwig Kirchner, de pincelada espontánea y colores saturados, que a priori parece adolecer de técnica pero el arte moderno no buscaba, justamente, la devoción de la forma académica.
Mientras era bailarina del Jockey Club de Montparnasse, donde además entonaba canciones lascivas, sacó su autobiografía. Tenía 28 años y un río de anécdotas convertían a la publicación en un bestseller en Francia, aunque la obra fue censurada en EE.UU. por sus relatos de una mujer socialmente activa, dueña de su cuerpo que vivía una sexualidad desinhibida.
En la introducción de Memorias de Kiki, Hemingway escribió: “Kiki es un monumento a sí misma y a una época de Montparnasse. Sin ningún género de dudas, Kiki reinó en esta época de Montparnasse con mucha más fuerza con la que nunca fue capaz de reinar la Reina Victoria a lo largo de toda la época victoriana”. Y agregaba que fue “lo más parecido a lo que la gente entiende por una Reina; pero ser una Reina, por supuesto, es muy distinto a ser una dama”. Y aquello de reina no era solo una expresión, ya que Kiki fue oficialmente nombrada como la soberana de Montparnasse en un festín que reunió la créme de la bohemia. Y allí, la cosa comenzó a torcerse.
Tras separarse de Man Ray, que la engañaba con su aprendiz Lee Miller - luego una reconocida fotoperiodista- comienza una relación con el ilustrador y periodista Henri Broca, y se hacen evidentes ya sus problemas de adicciones, con el consumo excesivo de alcohol y de cocaína, por el que la arrestan. Pierde su figura afrodítica, pasa de los 50 a los 80 kilos y la prensa se mofa de su nueva figura, pero Kiki se mantuvo segura de quién era.
Busca reinventarse en aquello que mejor conocía, las relaciones pública, el showbizz, pero ya no acaparando el escenario, sino al frente de su propio cabaret, L’Oasis de Montparnasse, que pasó a llamarse Chez Kiki, que si bien no tuvo el éxito esperado para una celebridad como ella, la mantiene ocupada. Y llega la Segunda Guerra.
Deja París con destino a la Riviera. Poco se sabe de lo que sucedió en aquellos tiempos en los que desapareció de la esfera pública. Por su reaparición en 1952, se puede suponer que sus adicciones no mermaron.
Kiki deambulaba entonces por las calles como cantante y quiromántica a cambio de propinas en la puerta de bistros y café. El autor austríaco-estadounidense, Fréderic Kohner, la ve entrar a un bar y escribe que “llevaba un abrigo de piel de foca muy gastado y un sombrero de un tamaño ridículo, con un velo que ocultaba sus ojos (..) su rostro estaba devastado por la edad hasta el punto de hacerla irreconocible”.
Falleció en el ‘53, con 51 años, sola, en el hospital Laennec y lejos de ser enterrada en el “glamoroso” cementerio de Montparnasse - donde descansan Charles Baudelaire, Samuel Beckett, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras o Julio Cortázar, entre otros- su cuerpo tuvo el destino de los indeseables, la necrópolis parisina de Thiais, que aloja los restos de los colaboradores y oficiales nazis e indigentes, todos aquellos por los que nadie llora.
A su despedida solo asistieron el surrealista español Óscar Domínguez y su gran amigo, Foujita, quien sentenció: “Con Kiki, los gloriosos días de Montparnasse fueron enterrados para siempre”.
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