La tierra como metáfora se enlaza en el rompecabezas creativo de una naturaleza manifiesta en La canción de la Tierra, la muestra colectiva curada por Eduardo Stupía en el Pabellón de las Bellas Artes de la Universidad Católica Argentina (UCA), que agrupa los trabajos del artista argentino y otros de Emma Herbin (1977), Juan Andrés Videla (1958) y Corina van Marrewijk (1966) proponiendo un diálogo de cuatro miradas sobre el mundo y sus representaciones a partir de una materialidad que es figura, desde líneas, rayas, pequeños objetos y leves esculturas.
“Todo está allí, como un caleidoscopio cuyas imágenes quebradas se han extendido ordenadas en la sala, emitiendo cada una su sonoridad discreta, una delicada letanía que invita a escuchar con los ojos el eco analógico del gran acto, de la prodigiosa melodía silente de la tierra y de todas las cosas del mundo”, invita Stupía en la muestra que puede verse en el Pabellón de las Bellas Artes de la UCA de Puerto Madero hasta el 12 de junio.
Stupía (Buenos Aires, 1951) es escritor, curador y sobre todo artista con exposiciones nacionales e internacionales que en 2011 comenzó el proyecto de diálogo a cuatro manos con Luis Felipe Noé, además de ser autor de reseñas y de ensayos sobre arte y estética.
Considerado un artista fundamental en la redefinición del dibujo en el arte contemporáneo argentino, con una obra gráfica particular, fue compañero de estudios de Felipe Pino, Marcia Schvartz, Roberto Elía y Jorge Gumier Maier, entre otros, en la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano en los 70.
En los primeros meses del año presentó su obra en Madrid, y junto con Noé renovó la icónica experiencia Me arruinaste el dibujo!, en la que “siempre se trata de establecer con el otro un vínculo experiencial que incluya las tensiones y resistencias”, afirma, y se extiende como un eco posible a otros espacios compartidos.
Puntilloso en sus respuestas, el artista explica que la exposición tuvo origen por una idea de Emma Herbin, quien había sido invitada por Cecilia Cavanagh, directora del Pabellón de las Bellas Artes, a realizar una muestra en el espacio de la UCA, y extendió su invitación a los otros artistas.
“La obra de Herbin tiene una característica, podría decirse, narrativa, escénica, iconográfica, que le emparenta un poco con el paisaje, con las ornamentaciones de la naturaleza, con el mundo zoológico tanto en lo naturalista como en lo fantasioso o fabulesco, lo cual establecía una fluida sintonía con el trabajo de Juan Andrés Videla, que exhibe profusamente, también, entre muchas otras variaciones, su apego a las morfologías de la naturaleza y los escenarios paisajísticos tanto en la plasmación legible de la imagen como en lo metafórico, así como Van Marrewijk trabaja específicamente esta transfiguración de las floraciones y los ejemplares florales, a mitad de camino entre el artificio y la y arquitectura de papel”, detalla.
Por todo ello, sostiene: “Quedó evidenciado que teníamos una conexión, quizás no literal pero fuertemente empática entre estas características de nuestras obras”; mientras que sobre su obra en particular explica que también trabajó “direccionando ciertas líneas en relación con este escenario diverso pero con límites muy claros, generando motivos de floraciones abstractas en impresiones sobre tela, dibujos en lápiz, collages y alusiones paisajísticas en acrílico”.
El curador afirma que una vez que definieron “este territorio común” surgió el título, La canción de la Tierra, como “aglutinante y una especie de imagen universal que permitía cobijar estas diversidades”.
—¿Cómo se conjuga desde su visión como artista y curador esta puesta de un “territorio en común”?
—La afinidad o cercanía entre artistas siempre propone un balance entre similitudes y diferencias. El territorio común puede ser coyuntural, es decir, puede existir como una instancia pasajera definida por el concepto de la muestra grupal, o bien constituirse como una experiencia más permanente. En nuestro caso, seguiremos siendo individualidades fuertes con más divergencias que lazos y resonancias cruzadas entre nosotros, sin que esto implique, por otra parte, que haya o no nuevas muestras conjuntas.
—¿Qué tan difícil es estar en dos lados al mismo tiempo, como artista y curador?
—Es difícil cuando existe un apego demasiado solemne y cristalizado a cualquiera de los dos roles. Es más fácil si se entiende la curaduría simplemente como un ejercicio de ordenamiento de determinados discursos visuales, y la artisticidad como la detentación de determinadas capacidades técnicas y de oficio, sin entrar a plantear hipótesis sobre jerarquías valorativas.
—¿Qué sentido le otorga al juego entre lo cinético y lo estático en la muestra?
—Más que cinéticos, los mecanismos de Juan Andrés Videla son objetos móviles poéticos que trasladan al involucramiento manual del espectador las metáforas visuales. Lo que en las piezas estrictamente bidimensionales se activa en la mirada o en la percepción puramente visual, en estos poemas-objeto se convierte en una pequeña experiencia activa que agrega un eco diferente al efecto cognitivo de la pieza. En el caso de las transfiguraciones florales de Van Marrewijk, la suspensión en el espacio propone percibirlas en su arquitectura integral, despegadas del terreno, un poco fuera de la circunscripción botánica, en la armonía de la forma pura.
—¿Cómo se define: artista, intelectual, curador?
—Las definiciones, por lo general, corren por cuenta de terceros; es decir, somos reflejos, entidades definidas por lo que se dice que somos. En todo caso, soy curador cuando actúo como tal, intelectual cuando se trata de poner en marcha más predominantemente el músculo del intelecto, y artista cuando pongo en acción el oficio o ciertas capacidades. No sé si esencialmente puedo asumir que soy, así categóricamente, alguna de esas categorías.
—Pensando en su participación en marzo en la séptima edición de Drawing Room Madrid, ¿cuál considera que es el lugar del dibujo hoy día?
—Me parece que hoy en día ya no se trata tanto del lugar que ocupan las disciplinas, cuyas características son definidas y a la vez cambian todo el tiempo, sino los discursos que establecen las condiciones del campo del arte, cada vez más expansivo y heterogéneo, esgrimidos tanto por los artistas como por otros actores tanto o más influyentes que ellos, como los curadores, los investigadores o los teóricos.
—Con su trabajo y proyecto de hace tantos años con Yuyo Noé y la reedición de Otra vez me arruinaste el dibujo! en el Centro Cultural Borges a fines de marzo, ¿cómo es la experiencia de este tipo de colaboración?
—La experiencia de trabajar conjuntamente con Luis Felipe Noé es única, intransferible y extraordinaria, especialmente por todo lo que implica la estatura artística y humana de Noé. Por supuesto, cuando pusimos en marcha con Delfina Bourse y Juan Astica una experiencia equivalente para está suerte de “reprise” de Me arruinaste el dibujo también se produjo un encuentro muy fluido, peculiar y productivo, naturalmente con las particularidades de “química” y carácter de la relación entre los nuevos protagonistas. En cualquier caso, siempre se trata de establecer con el otro un vínculo experiencial que incluya las tensiones y resistencias.
—En su libro Líneas como culebras, pinceles como perros (2018) plantea en uno de los artículos la cristalización que se hace un artista al que se lo encasilla en una periodicidad como si no hubiera desarrollos posteriores a un momento exacto de la línea de tiempo. ¿A qué lo atribuye?
—Quizás me refería a la inevitable fijación en categorías historicistas o normativas que son razonables en el territorio de los discursos del arte, pero que son apenas una manera de referencia o reflexión sobre el asunto de la producción, el cuerpo de obra y la identidad del artista, mientras que la acción misma en la elaboración y expansión de los lenguajes es extremadamente móvil e inestable por definición.
—¿Se puede transgredir la periodicidad histórica y la propia huella de un modo de hacer?
—Nunca he pensado la cuestión de la práctica en términos de “transgresión” o “fidelidad”, así como tampoco me ha preocupado la “institución del estilo” como presunta identidad del artista. En mi experiencia, los modos de hacer son consecuencia de una vinculación directa, empírica y fenoménica con los materiales, formatos y herramientas. Muchas veces el material es el que manda e impone los cambios, entonces no hay otra cosa que hacer que seguir esa huella, antes que cualquier otra.
Fuente: Télam S. E.
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