Adélaide Labille-Guiard (1749-1803) y Elisabeth Vigée-Lebrun (1755-1842) fueron, sin duda, dos de las mejores pintoras de su época. Poco tuvieron que envidiar a Jacques-Louis David, el pintor neoclásico por excelencia, militante de la Revolución francesa y después retratista de Napoleón.
Aunque sus trayectorias fueron distintas, ambas entraron en la Academia Francesa el mismo año, 1783. Dado que en ese momento solamente se permitía que hubiera cuatro mujeres académicas simultáneamente, completaron el cupo, porque Marie-Thérèse Réboul y Anne Vallayer-Coster ya formaban parte de la institución desde 1757 y 1770 respectivamente.
Pintoras con formación y carrera
Labille-Guiard vivía cerca del Palais Royal. Era un buen barrio, lleno de boutiques y talleres de artistas, en el que su padre regentaba una tienda de telas. Fue aprendiz del miniaturista suizo François-Élie Vincent y más tarde del gran maestro del pastel, Maurice-Quentin de La Tour.
El hijo del primero, François-André Vincent, la introdujo en la técnica del óleo. Fueron grandes amigos toda la vida y acabaron casándose en el año 1800, siendo Vincent el segundo marido de la pintora.
Vigée-Lebrun era hija del pintor Louis Vigée y en su niñez entró en contacto con las barras de pastel de su padre, las mezclas de color y el estudio de los antiguos maestros, alentada siempre por él a dibujar y pintar. Tal y como ella misma explica en sus fabulosas memorias, estuvo desde jovencita al lado de artistas y escritores en las veladas que ofrecían los Vigée en casa. Pero a los 14 años perdió a su padre y empezó a trabajar para sustentar a su madre y a su hermano. A los 15 años ganaba lo bastante como para hacerlo.
Labille-Guiard abrió un taller y tuvo muchas alumnas, a las que tomó como modelos varias veces. Aprendía en los estudios de otros pintores y empezó a mostrar sus obras en público. Aunque se le denegó tener su estudio en el palacio, como sí tenían otros artistas, se le otorgó una pensión anual y fue nombrada la pintora de las Mesdames Adélaïde y Victoria, hijas de Luis XV y tías de Luis XVI. Este fue el momento álgido de su carrera, tanto en cuanto a fama como en cuanto a técnica y estética.
Vigée-Lebrun fue teniendo más clientes y encargos de la aristocracia parisina, especialmente retratos. El ministro Angevilliers la presentó a los monarcas. Así, pintó a toda la familia real y se convirtió en la retratista oficial de la reina María Antonieta.
La Revolución Francesa
Políticamente, Labille-Guiard y Vigée-Lebrun tenían sus diferencias. La primera apoyaba la Revolución (aunque en un grupo reformista moderado) y se quedó en Francia mientras esta duró. La segunda era monárquica y escapó del país con su hija en 1789, para volver 12 años después.
Mientras Elisabeth Vigée-Lebrun viajaba por diferentes ciudades europeas en las que siguió pintando a la crème de la crème (Nápoles, Roma, Viena, San Petersburgo, Moscú, Berlín…), Adélaide Labille-Guiard fue testigo del arresto de varios artistas y del asesinato de algunos de ellos (la pintora Ann-Rosalie Bocquet Filleul, por ejemplo, fue guillotinada por pintar retratos de la familia real).
A pesar de la relación de Adélaide con los monarcas, pudo salvar su vida, aunque su carrera quedó devastada.
Mujeres en la pintura
Cabe remarcar que Adélaide Labille-Guiard tuvo un papel importante en la defensa de la mujer pintora. En un famoso discurso pronunciado el 23 de septiembre de 1790, propuso que fueran admitidas en número ilimitado en la Academia y que pudieran formar parte del gobierno de la institución, buscando la igualdad que les había sido negada hasta el momento.
Curiosamente, Jacques-Louis David, que había tenido mujeres pintoras como aprendices en su estudio, consideraba que la mujer debía quedarse en casa cuidando de su marido e hijos, donde eran necesarias para la sociedad, siendo la pintura incompatible con la vida modesta que debían llevar. Así, David las relegaba una vez más a la esfera privada, minimizando el papel de las grandes artistas en la historia del arte. Al final, con la subida de los jacobinos al poder, la Academia fue sustituida por la Commune en 1793, cerrando sus puertas a las mujeres.
Después de la Revolución Francesa, las cosas volvieron lentamente a su cauce. Adélaide Labille-Guiard continuó presentando sus obras en los Salones de París hasta 1800, año en que participó por última vez con un retrato de familia, un cuadro de gran formato hoy desaparecido.
Elisabeth Vigée-Lebrun volvió a París, después de su largo exilio, en 1802. La misma noche de su llegada, se ofreció un concierto en su honor y fue invitada por la Comédie Française a sus representaciones. Expuso en el Salón de 1802 pero, aunque las críticas le fueron favorables y tenía una intensa vida social, decidió marcharse a Londres en 1803, pensando quedarse unos meses. Finalmente, resultaron ser dos años.
Allí conoció al pintor Joshua Reynolds, presidente entonces de la Royal Academy, visitó varias veces su estudio y ambos se declararon admiración mutua. Regresó a Francia en 1805 cuando Napoleón había consolidado su imperio.
Los cuadros de ambas pintoras reflejan una técnica cuidadosa y esmerada, con un tratamiento envidiable de texturas, ropajes y brillos. La riqueza de detalles, colorido y realismo las sitúa en la primera línea del neoclasicismo.
Son dos buenos ejemplos de cómo las mujeres también lograron llegar a lo más alto, de cómo tuvieron reconocimiento en vida y una gran clientela, a pesar de la sociedad que intentaba excluirlas, y de la dificultad que tenían para abrirse camino en un mundo masculino, impugnando las convenciones establecidas y posicionándose en las exposiciones, los museos, los premios y el mercado del arte.
Es de justicia, por tanto, darles el lugar que merecen en la historia del arte.
*Judith Urbano Lorente es decana de la Facultad de Humanidades - Dra. Historia del Arte, Universitat Internacional de Catalunya
Publicado originalmente en The Conversation
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