1816, el año en que una erupción volcánica inspiró a Lord Byron y Turner, y “creó” a Frankenstein

La explosión del Tambora produjo una gruesa capa de polvo sobre la atmósfera que desencadenó lluvias torrenciales, bajísimas temperaturas y hambrunas en el Hemisferio Norte. Una notable producción artística reflejó ese tiempo tan particular

La erupción del Tambora según una ilustración de Greg Harlin y Wood Ronsaville Harlin para la Revista Smithsonian

¿Puede la erupción de un volcán apagar el sol? El 10 de abril de 1815, en la isla de Sumbawa en Indonesia, cuando formaba parte de las Indias Orientales Neerlandesas, hubo una gran explosión, la más grande de la historia registrada. El volcán Tambora tuvo una erupción de tipo Ultra Pliniana o “supercolosal” alcanzando la magnitud 7 en el índice de explosividad volcánica. Temblores, tsunamis y una ceniza que produjo una gruesa capa de polvo sobre la atmósfera, poniéndole un filtro espeso al sol durante todo el año siguiente. Las temperaturas bajaron drásticamente, hubo días enteros de lluvia en lugares secos y nieve copiosa en sitios tropicales. Se perdieron cosechas enteras, los precios subieron, hubo hambre, saqueos, disturbios, migración. Murieron cientos de miles bajo un cielo cubierto de polvo.

Hay un largo poema de Lord Byron de 1816 titulado “Oscuridad” que refleja el pulso artístico de entonces: “Tuve un sueño, que no fue un sueño. / El sol se había extinguido y las estrellas / vagaban a oscuras en el espacio eterno. / Sin luz y sin rumbo, la helada tierra / oscilaba ciega y negra en el cielo sin luna. / Llegó el alba y se fue. / Y llegó de nuevo, sin traer el día. / Y el hombre olvidó sus pasiones / en el abismo de su desolación”. El recurso del sueño es clásico en la literatura gótica de entonces. Un sueño que se vuelve, ya no una pesadilla, sino una realidad. El fin de las pasiones. El abismo, la desolación. Las mejores imágenes de aquel año las hizo William Turner que, fascinado por la excentricidad de los nuevos crepúsculos, dejó una serie de pinturas reveladoras.

Ese año nacieron personajes góticos, hijos de ese invierno volcánico, como también se llamó a lo que ocurrió en 1816. Una noche en una mansión de Ginebra llamada Villa Diodati, Lord Byron desafió a sus invitados a escribir una historia de terror. Entre los huéspedes estaba Mary Shelley, con apenas 18 años; su historia fue Frankenstein. También el joven médico John Polidori, quien creó el relato El vampiro, donde se saca por primera vez a estos personajes folclóricos de las clásicas leyendas para ubicarlos en un contexto aristocrático y darles las características que hoy todos reconocemos. También hay una serie de sucesos que concluyen, en ese mismo año y por estas mismas circunstancias, con eventos en apariencia casuales como la invención de la primera bicicleta. Todo con un sol apagado de fondo.

El planeta se protege de nosotros

“Se estima que 10 mil de los habitantes de la isla murieron instantáneamente”, escribió el geólogo Robert Evans en un artículo de la Revista Smithsoniana del año 2003. Allí sostiene que fue “la explosión más destructiva de la tierra en los últimos 10 mil años”. El historiador John D. Post dijo que fue “la última gran crisis de supervivencia del mundo occidental”. ¿Qué fue lo que pasó? En un rincón del mundo, zona colonial de archipiélagos, el Tambora explotó y “arrojó 12 millas cúbicas de gases, polvo y roca a la atmósfera”, “ríos de ceniza incandescente se derramaron por los flancos de la montaña y quemaron pastizales y bosques”, “el suelo tembló”, se produjeron grandes tsunamis. Todo esto lo explica Evans en su detallado artículo.

"Dos hombres junto al mar" (1817) de Caspar David Friedrich

El geólogo indio C. P. Rajendran escribió en The Wire que la erupción del Tambora cerró “los últimos años de la Pequeña Edad de Hielo (LIA), un evento geológico que había comenzado alrededor del año 1400″, y “arrojó tanto polvo a la atmósfera superior que redujo la cantidad de luz solar que llegó a la superficie de la Tierra durante los próximos cincuenta años, precipitando temperaturas inusualmente frías en todo el mundo”. El antecedente o primer eslabón de esta larga cadena es la serie de erupciones volcánicas como la del Mayon en Filipinas en 1814. Aquel “invierno volcánico” se coronó en la cumbre del Tambora. Es normal que tras una erupción volcánica fuerte las temperaturas mundiales desciendan por la reducción de la luz solar oculta tras la capa de polvo, pero nadie se esperaba esta magnitud.

En los polos la lluvia se triplicó. Nevó en lugares cercanos al Ecuador como el sur de México y Guatemala. La escarcha quemó las cosechas de Massachusets, Estados Unidos, en mayo de 1816, y a los pocos días una tormenta de nieve arrasó con todo. Hubo muertes. Trabajadores sorprendidos por una ferocidad climática que jamás habían visto, ni ellos ni sus padres ni sus abuelos; nadie. En julio y agosto, los ríos y lagos del sur de Pensilvania y de Virginia se congelaron. Hubo zonas que, en cuestión de horas, pasaron de temperaturas de 35 °C a la congelación. Lo que se salvaba valía oro. Los precios subieron. El caso de la avena es un buen ejemplo: de los 12 centavos que valía el bushel pasó a 92 centavos. Muchos irlandeses emigraron en masa a Estados Unidos, pero los recibía más desolación.

Europa ya venía maltrecha. Las guerras napoleónicas habían dejado secuelas enormes, y ahora le tocaba esto. La baja de las temperaturas y la lluvia constante echó a perder varias cosechas, lo que generó una importante escasez de comida. Y el hambre, en territorios concentrados, produce saqueos. Los disturbios sociales sacudieron Gran Bretaña y Francia. Hubo mucha migración interna: familias enteras cargaban todas sus pertenencias para huir del frío. La tapa del diario inglés The Times decía: “El país se encuentra en un estado catastrófico”. En Suiza llovió 132 de 152 días; declararon emergencia nacional. En China hubo grandes hambrunas. El clima tropical de Taiwán fue una fantasía extraña: la gente no podía creer que estuviera nevando.

Hay que ubicar este suceso en la línea histórica planetaria. Nunca se vio nada igual salvo en un par de ocasiones lejanas. En el índice de explosividad volcánica que mide el volumen de material arrojado, la erupción del Tambora es mayor a 100 km³ y ocurre cada 500 o 1000 años. Ocurrió con el Cerro Blanco en el 2300 a. C., en Santorini el 1610 a. C., Paektu en 946) y Rinjani en 1257. Luego vino la erupción del Tambora en 1815 y todo indica que falta mucho para que algo así vuelva a ocurrir. Pero en esa escala hay un nivel superior. Después del “supercolosal” viene el tipo “apocalíptica” que sucede cada 50.000 años. Según los especialistas, ocurrió en Yellowstone en el 640.000 a.C., Toba el 73.000 a.C. y Taupo el 26.500 a.C. Son momentos en que el planeta se sacude por completo.

Las cosechas heladas en el año sin verano (Ilustración de Greg Harlin y Wood Ronsaville Harlin para la Revista Smithsonian)

Para el antropólogo inglés Brian Fagan, “la ciencia moderna ha demostrado que no es una venganza divina, sino las grandes erupciones volcánicas, lo que hace que el clima mundial se enfríe varios grados durante dos o tres años. Habrá otra gran erupción que volverá a engendrar un año sin verano: es cuestión de tiempo”. En aquel entonces, o cuando tenga que volver a ocurrir según las estadísticas, grandes cantidades de dióxido de azufre se adhieren a la estratosfera produciendo una capa de polvo de ácido sulfúrico alrededor del planeta, como si estuviese forrado de un gas nebuloso, una suerte de papel contac pegado sobre un vidrio grueso, y el sol, pese a su fuerza, a su luz, a su calor, a su fuego, no logra atravesar la barrera natural. Como si la Tierra se estuviera protegiendo, no del sol, de nosotros, matándonos.

Arde la literatura en la eterna noche

Cuando Percy Bysshe Shelley se enamoró de Mary Godwin —luego sería Mary Shelley— el mundo aún gozaba del cobijo del sol. Él se había casado clandestinamente con Harriet Westbrook y su familia amenazaba con dejarlo sin herencia. La vida de este poeta y aristócrata inglés, que en 1814, cuando conoce a Mary, tenía sólo 22 años, era un desquicio. Y cuando un desquiciado se enamora, todo, incluso lo imposible, puede ocurrir. Se enamoró de la hija de su mentor, el filósofo y novelista William Godwin, y de la filósofa feminista María Wollstonecraft, que había muerto hacía casi veinte años. Una mañana, en el cementerio de St Pancras Old Church, visitando la tumba de Wollstonecraft, solos y tímidos, él le declara su amor y ella, que entonces tenía 16 años, le dice: yo también te amo.

Unidos por ese lazo universal, entienden que la única forma de vivir juntos es escapando. Se fugan a Europa el 28 de julio de 1814 y con ellos viaja la hermanastra de Mary, Claire Clairmont. Antes de irse, Percy Shelley le había dado dinero a su esposa, Harriet Westbrook, que estaba embarazada de su segundo hijo, pero meses después le escribió para reunirse, para que le diera algo de esa plata porque estaba prácticamente desheredado; no recibió respuesta. Mientras atravesaban Europa buscando que que alguien, alguna entidad, algún contacto, les de un préstamo, Mary, recientemente embarazada, se preparaba para enfrentar un mundo nuevo apretando la mano de su hermanastra Claire, que le pronunciaba las palabras clásicas: todo va a estar bien.

El bebé murió a los diez de su nacimiento. Las cosas se descontrolaron un poco en la casa de Londres donde estaban viviendo. Percy Shelley escribió su famoso poema Alastor o El Espíritu de la Soledad, pero en ese momento tuvo críticas muy negativas. Él inició una relación con Claire, y Mary hizo lo mismo con el mejor amigo de su Shelley, el abogado Thomas Jefferson Hogg. Aparentemente todo era consentido. El tiempo pasó y Mary volvió a quedar embarazada. No había dinero, no había fortuna para seguir viviendo. Surgió una posibilidad. Claire había comenzado un romance con un joven poeta, miembro de la alta aristocracia inglesa. Su nombre era George Gordon Byron; luego conocido como Lord Byron. Necesitaban su dinero. Tenían un as bajo la manga.

Mary Shelley, por Richard Rothwell, exhibido en la Royal Academy en 1840 (Wikipedia)

El sol ya no brillaba en mayo de 1816 cuando llegaron a la Villa Diodati, en Ginebra, Suiza, a la mansión que Lord Byron había alquilado. Del otro lado del Atlántico, en Massachusets, la escarcha quemaba las cosechas. Viajaron Percy y Mary Shelley con su bebé recién nacido y Claire Clairmont. Fueron varias noches, varias tertulias, frente al fuego de la chimenea, licores, tabaco, hablando de literatura, ciencia y “diversas doctrinas filosóficas”. La conversación se abría como un mandala pero siempre volvía a un centro irrenunciable: el apagón del sol, el frío descomunal, las secuelas sociales. Una noche, mientras Byron recitaba el poema Christabel de Samuel Taylor Coleridge, Mary Shelley tuvo un ataque de pánico con alucinaciones: vio un monstruo, un científico uniendo partes, un relámpago dando vida.

Al día siguiente, Percy Shelley y Lord Byron, ambos poetas, el primero más admirador del segundo que al revés, dieron un paseo en bote por el lago Ginebra, más oscuro y neblinoso que años anteriores. Fue entonces que Shelley se inspiró como hacía rato no le ocurría. Ese mismo día empezó a escribir su famoso Himno a la belleza intelectual. Hubo una noche puntual, una noche específica. Byron leía una antología alemana de historias de fantasmas titulada Fantasmagoriana hasta que de pronto levantó la vista y les pidió atención a sus huéspedes. Estaba el matrimonio Shelley, su amante Claire Clairmont y el doctor personal de Byron, John Polidori, un joven médico inglés, hijo de inmigrantes —padre italiano, madre irlandesa—, que tenía a su paciente estrella obnubilado por su inteligencia y sensibilidad.

Byron levantó la vista y les dijo: juguemos un juego. Los retó a que escriban, cada uno, una historia de terror. Fueron horas de silencio mientras algún sirviente alimentaba el fuego de la chimenea cada vez que amagaba con apagarse. El retador escribió un relato basado en las leyendas de vampiros que había oído en sus viajes por los Balcanes. El doctor Polidori fue el único que presentó una historia completa: El vampiro, un cuento que tres años después sería publicado en una versión mucho más extensa, primero en la revista New Monthly, luego como libro. En ambos casos, se imprimió con la falsa autoría de Lord Byron. ¿Por qué? Tal vez para generar más impacto. Se convirtió en un verdadero éxito generando un gran interés por el terror gótico entre el gran público.

Con este cuento, Polidori cambia la historia icónica del vampiro. Hasta entonces, según las leyendas folclóricas, sobre todo las eslavas, el vampiro era una criatura demoníaca que había muerto y retornado como cadáver activo: se mantenía “vivo” chupándole la sangre a otros seres vivos. Polidori lo saca de la marginalidad y lo coloque en la cumbre de su sociedad: Lord Ruthven, su vampiro, es un noble británico, un enigmático seductor. Se acerca a la gente, la ayuda, pero luego hay una contravención: “todos aquellos a quienes ayudaba Lord Ruthven, inevitablemente veían caer una maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se hundían en la miseria más abyecta”, escribe Polidori. También asocia al vampiro a “orgías y bacanales nocturnas”.

En Estado Unidos, Uriah D’Arcy aprovechaba la popularidad de El vampiro y escribía, ese mismo año, 1819, la novela El vampiro negro. En 1820 Cyprien Bérard publica la novela Lord Ruthwen y los vampiros. A partir de este relato, el vampiro adquiere un protagonismo novedoso. Se vuelve una especie de moda. Se escriben novelas, cuentos, obras de teatro, adaptaciones en la ópera. Hubo dos obras basadas en este cuento que fueron muy populares: en Inglaterra, El vampiro o la novia de las islas, de James Planché, y en Francia, Le Vampire, de Charles Nodier, ambas estrenadas en 1820. Así, poco a poco, año a año, se fue construyendo una figura que luego se volvería canónica con la publicación de, casi ochenta años después, Drácula de Bram Stoker, en 1897.

John Polidori (retrato de F.G. Gainsford) y Lord Byron (retrato de Thomas Phillips)

“¿Has pensado en una historia?”, le preguntaban a Mary Shelley esa noche y la mañana siguiente y la otra y la otra. Hasta que llegaron las alucinaciones, la presencia del monstruo en su mente, que se fue abriendo paso a la historia de Frankenstein. Tuvo que ver también las conversaciones entre su marido y el joven doctor Polidori sobre las nuevas investigaciones de Luigi Galvani y de Erasmus Darwin, sus experimentos galvánicos, el poder de la electricidad para revivir cuerpos ya inertes. Ella escuchaba atentamente esas charlas. Fue así como escribió un relato, una idea, la sinopsis de lo que sería su novela, la gran novela de la época, un estudiante de medicina llamado Víctor Frankenstein construye un cuerpo de 2,44 metros uniendo partes de distintos cadáveres diseccionados.

La primera versión es de 1817. La segunda la hizo con la ayuda de Percy Shelley en1818. Y la final, una reescritura publicada en 1831, contó con un prólogo donde ella misma explica la génesis, el contexto, la estadía en Villa Diodati. “Resultó ser un verano húmedo y desagradable, y la incesante lluvia a menudo nos confinaba por días enteros dentro de la casa”, dice. “Me aboqué a pensar una historia, una historia que rivalizara con aquellas que nos habían excitado y alentado en esta tarea. Una historia que hablara a los miedos más misteriosos de nuestra naturaleza y que despertara un horror escalofriante, una historia que hiciera al lector tener miedo de mirar a su alrededor, que le helara la sangre y le acelerara los latidos del corazón. Si no podía lograr estas cosas, mi historia de fantasmas no sería digna de su nombre”.

Se cree que Víctor Frankenstein está inspirado en Andrew Crosse, un científico amateur inglés que aseguraba revivir insectos muertos con el poder de la electricidad. En diciembre de 1814 Mary Shelley y su esposo fueron a una de sus conferencias. Lo cuenta Peter Haining en su libro de 1979 El hombre que fue Frankenstein: vida de Andrew Crosse. El personaje de la novela comparte ciertas similitudes con este británico que los lugareños de Broomfield apodaban “el hombre del trueno y el relámpago”. Luego de la estadía en Villa Diodati Mary y Percy Shelley consiguieron la ayuda financiera de Lord Byron. Aunque hubiese querido, no tenía opción. Su amante, la señorita Claire Clairmont —hermanastra de Mary—, estaba embarazada. El hijo que esperaba era suyo.

El sol es dios y nos envía señales

El autor de la imagen simbólica de aquel año sin verano, de ese invierno volcánico en que el sol se apagó, es Joseph Mallord William Turner. Tenía cuarenta años cuando miró hacia arriba y notó que el cielo ya no era el mismo. Ya era un pintor destacado, tenía un recorrido, un estilo, un nombre. Algo cambió desde entonces. A partir de La decadencia del Imperio cartaginés, pintura de 1817 que hoy se encuentra en el Tate de Londres, hay un giro, se trastoca el mapa y el cielo adquirió otro protagonismo. Poco a poco la nube de polvo se disipó, el sol recobró su centralidad y el mundo volvió a su “normalidad”, pero en la obra de Turner los cielos seguían difusos e imponentes. Como si en su cabeza el verano no volvió nunca, como si el invierno volcánico siguió dentro suyo para siempre.

“La decadencia del Imperio cartaginés” (1817) de Turner

Hay una escena en la película biográfica Mr. Turner que se estrenó en el Festival de Cannes de 2014, dirigida por Mike Leigh. En el campo abierto, pleno atardecer, el sol difuso se pierde por el horizonte, detrás de la llanura, y el cielo se llena de colores. Turner, que es protagonizado por Timothy Spall, mira esa puesta con detenimiento; frunce el ceño. La expresión de su rostro es de concentración. Anota en su libreta algunas ideas, también dibuja y hace bocetos en varias páginas, para luego pararse frente al lienzo y hacer su trabajo. Pero ese momento en que pone —como suele decirse— manos a la obra, ese rato en que su imaginación batalla contra lo real, es clave: personal, introspectivo y de profunda cavilación. Como si tradujera con los pinceles el secreto que el cielo acababa de contarle.

Ese año la paleta de colores de los artistas se inclinó hacia los tonos rojizos. Lo dice un estudio del año 2007 titulado Efectos atmosféricos de las erupciones volcánicas vistos por artistas famosos y representados en sus pinturas. Los investigadores son C. S. Zerefos, V. T. Gerogiannis, D. Balis, S. C. Zerefos y A. Kazantzidis. Los altos niveles de tefra —también llamado piroclasto: fragmento de roca volcánica— en la atmósfera hicieron que las puestas de sol sean más espectaculares en ese período. Y eso fue lo que mostraron pintores como Turner en sus lienzos. El estudio dice que pasó lo mismo después de la erupción de Krakatoa en 1883, y en la costa oeste de los Estados Unidos después de la erupción del Monte Pinatubo, en Filipinas, en el año 1991.

Fue el crítico inglés John Ruskin quien dijo que Turner es “el artista que más conmovedoramente y acertadamente puede medir el temperamento de la naturaleza”. Sus obras son bellísimas, profundas, emotivas. Nos hablan del encanto del mundo, de su complejidad, de su ininteligibilidad, pero también de lo pequeños que somos frente nosotros. Hubo otros pintores que hicieron obras con este nuevo cielo, como Caspar David Friedrich con Dos hombres junto al mar (1817) o su famoso Vagabundo sobre el mar de niebla (1818). Se dice que las últimas palabras de Turner, antes de morir, fueron éstas: “El sol es dios”. Se refería al mismo sol que hoy, acá arriba, nos calienta e ilumina diariamente, pero que algún día —todos lo sabemos— tal vez se apague durante un buen rato.

Volver al origen, al primer invento: la rueda

Como un encadenamiento de mala suerte, a muchas ciudades les llegó el invierno volcánico después de las Guerras Napoleónicas. Karl Drais era un estudiante de matemáticas, un noble de 31 años nacido en Karlsruhe que soñaba con ser inventor. Y lo estaba logrando: había inventado un dispositivo para grabar música de piano en papel y le seguirían muchísimos más. Vivía en Mannheim, que se inundó repentinamente por el desborde del Rin. La cuestión nodal de la creación —luego lo tuvo más claro— es entender el contexto, la época, la coyuntura. A la devastación y el hambre de la guerra, se le sumó el frío de 1816: malas cosechas y la muerte generalizada de caballos. No había otra forma de transportarse; aún no se había producido el boom del ferrocarril. En su taller, ensimismado, se puso a pensar.

Uno de los dispositivos de Karl Drais de alrededor de 1820 (Kurpfälzisches Museum en Heidelberg, Alemania / Wikpedia)

“Los cultivos, que no habían tenido ninguna posibilidad de recuperarse después de ser saqueados por los ejércitos de Napoleón, fracasaron en toda el área, y la posterior escasez de avena llevó a la inanición de humanos y ganado por igual”, cuenta el investigador Chris Townsend en The Paris Review. También hace alusión a lo que la mística religiosa Barbara von Krüdener, que en ese momento residía en la región, leyó el clima y determinó una serie de signos apocalípticos: “Se acerca el momento en que el Señor de los Lores volverá a asumir las riendas. Él mismo alimentará a su rebaño. El Rin se pudre con cadáveres”. La escasez de avena produjo una gran crisis. Murieron muchísimos caballos y a otros tantos hubo que sacrificarlos por el costo de mantenerlos o porque era mejor comerlos.

Volver a los orígenes, al primer gran invento de la humanidad: la rueda. A Karl Drais se le ocurrió poner dos juntas, una adelante de la otra, un manubrio adelante, un fino asiento atrás. El “jinete” debía impulsarse con los pies, mantener el equilibrio y avanzar. Se conoció conoce como laufmaschine, que significa “máquina de correr” en alemán; vélocipède en francés y draisienne en inglés. Muchos le decían despectivamente dandy-horse. Es el primer medio de transporte en hacer uso del principio de dos ruedas y el precursor de la bicicleta. “En tiempos de guerra, cuando los caballos y su forraje a menudo escasean, una pequeña flota de tales carros en cada cuerpo podría ser importante, especialmente para despachos a distancias cortas y para transportar a los heridos”, escribió.

Cuenta Mick Hamer en la revista New Scientist que a mediados de 1817 Drais decidió probar su experimento en una carretera. Hizo siete kilómetros y medio, dio la vuelta y volvió a su casa. Tardó, ida y vuelta, poco más de una hora. Días después, ya más seguro, juntó a la gente del pueblo. Les dijo que iba a ir de Karlsruhe a Kehl: 51 kilómetros en cuatro horas. Hay que imaginar las caras de los lugareños, incrédulos y burlones, cuando Drais les juraba lograrlo encima de esa cosa con ruedas. Salió al mediodía y el comisario de la policía local, del otro lado del recorrido —esto lo cuenta el historiador Hans-Erhard Lessin—, lo esperó con el reloj en la mano. Cuando lo vio llegar, bajó la vista. Las agujas marcaban las cuatro de la tarde en punto y en el cielo el sol seguía raro, apagado, ausente.

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