La palabra clave es conspiración.
Arturo Serna
Fue después de participar en un minitorneo de fútbol entre Filo y Exactas que asistí a la convención de la Sociedad Escépticos Unidos de Mar del Plata. Para ser más específico, era una Convención del club nacional de escépticos, un grupo secreto y elitista. Debo confesar que fui porque soy curioso y metido y porque contaba con un punto a favor: tenía la ayuda de un amigo e iba con una misión. Carlos Escudero era miembro y me encargó que le entregara un objeto valioso al presidente de los notables. En aquella ocasión me convertí, sin pensarlo, en el emisario de un escéptico mayor.
Carlos me aseguró que me iban a dejar pasar. “Aunque sos técnicamente un pseudoinvitado”, dijo, “no vas a tener problemas si decís la contraseña que yo te voy a dar”. Cuando le dije que era un delirio formar un club de escépticos, me miró con incredulidad y me adelantó que algún día podría requerir de mis servicios. Le dije que me estaba haciendo una broma, él se rio y me dijo que no, que me lo decía en serio.
Hacía un poco de frío y la ciudad estaba bañada con esa neblina grisácea que suele cubrir los techos y la arena en invierno. En la puerta del sótano había un guardaespaldas que me tomó los datos y controló que estuviera todo en regla. Le dije la palabra clave y pasé sin mayores obstáculos. Había diez o doce personas dispuestas de modo simétrico en el salón. Nadie fumaba. Estaban sentados en sillas rojas en un ambiente penumbroso. Carlos me había adelantado que desde el inicio de la historia se reunían en distintas ciudades del país como una forma de despistar a los entrometidos y a los espías. Alternaban entre pueblos y ciudades del interior en reuniones periódicas.
Al primero que reconocí en el sótano fue al presidente del club, Mario Bunge. Bunge era reconocido a nivel mundial por su teoría materialista y causalista de la ciencia; además, vivía en Canadá y había alcanzado fama por su pelea con el psicoanálisis y otras disciplinas que él consideraba menores o estúpidas. Me senté en una de las sillas, al costado. Bunge hablaba tranquilo, haciendo pausas. Sin llamar la atención, giré mi cara e investigué en todas las direcciones que pude. Los asistentes tenían un cuaderno o una hoja en los que anotaban algo. Detrás del pupitre de Bunge, había un puesto con café y comida. La charla del presidente estuvo destinada a resumir algunos puntos cruciales: la causa del hambre y el rol de las iglesias en la miseria mundial. Uno de los que estaba sentado a la derecha del presidente, se levantó y empezó a dar un discurso correcto y sereno. Bunge lo escuchó con atención y anotó unas palabras en su cuaderno. El otro siguió hablando hasta que hubo un tercero que levantó la mano y expresó algunas ideas que, detecté, había tomado de los utopistas del siglo XIX. Dijo algo así: debían realizar en una isla un experimento social. Bunge se levantó con otro humor. Visiblemente, cambió de ánimo y empezó a gritar. Acusó al último que había hablado de iluso, dijo que los humanos estaban cada vez más en manos de la fe ciega y que fundar un falansterio era lo mismo que fundar una iglesia.
El tercer hombre volvió sobre su silla, debilitado. Bunge dijo que era necesario difundir en todo el país, en cada rincón de Argentina, el escepticismo. El filósofo estaba convencido de que si se lograba debilitar la fe en cualquier dios podría darse un cambio de conciencia, una revolución cultural. Mucho tiempo antes de que los partidos de derecha usaran la idea de cambio cultural, Bunge habló esa noche, en el sótano de La Perla, de cambio cultural. Focalizó su itinerario de ideas en la detección del crecimiento de las capillas religiosas. Habló con tristeza del aluvión de iglesias de medio pelo que pululaban en el conurbano bonaerense. Bunge estaba envalentonado, parecía un político más. Terminó su alocución con un pedido de federalización del club y de crear conciencia escéptica. Todos aplaudieron menos el hombre que había sido denigrado al plantear la idea del falansterio del siglo XXI.
Cuando yo estaba a punto de levantarme se acercó un señor alto, delgado, atlético, y me dio la mano. “¿Usted quién es?”, preguntó. “Edgardo Berg, Edgardo H. Berg”, aclaré.
Me preguntó si había venido con un encargo. Me sobresalté. Pensé que era un adivino. Él rápidamente me aclaró, como si leyera mi pensamiento, que no estaba adivinando nada sino que al club no podía entrar un miembro nuevo sin que antes votaran. Por lo tanto, como nadie había anticipado nada sobre mi presencia, él podía deducir que se trataba de alguien que había venido con un encargo especial o en nombre de otro miembro. Ahí fue cuando le dije que venía de parte de Carlos Escudero, mi amigo cinéfilo. El hombre alto se echó hacia atrás. Hizo una reverencia y se rio. Me dijo que Carlos era uno de los miembros más antiguos y que él le tenía una especial estima y un gran respeto.
Le pedí que me dijera si podía quedarme. El hombre alto me dijo que en el club todo estaba regido por el principio de la libertad, que nadie tenía el menor interés en controlar las decisiones de sus miembros y de los invitados, que yo era un invitado especial ya que había venido de parte de Carlos.
Me senté, nervioso. El hombre alto permaneció parado. Me levanté para dirigirme al buffet y él me detuvo en seco: me dijo su nombre. Lo memoricé porque pensé que debía decirle a Carlos el respeto que le tenía Arturo Serna.
Al llegar al buffet me serví en el plato fideos con carne. Bunge se sentó a mi lado y empezó a hablar. Como si me conociera de años, me dijo que estaba cansado, que había llegado hacía poco desde Montreal y que necesitaba ir al hotel a dormir porque no aguantaba más. Al otro día se iría a Buenos Aires.
Le dije que lo conocía de la Facultad y que para mí era un honor estar sentado a su lado. Bunge era muy amable y poco sociable; al levantarse de la silla me dio la mano y, sin ningún tipo de aclaración, se fue hacia la puerta.
Arturo Serna, el hombre que había hablado antes conmigo, se sentó a mi lado. Me contó que había viajado desde la capital del país en exclusiva para la reunión. El club era fundamental para su vida. “El sentido no existe”, dijo, “lo inventamos a cada momento. Estas reuniones construyen mi existencia”.
Bunge regresó a la mesa y le pidió a Serna que se aparte un momento. Serna se fue con él. Hablaron entre ellos. Luego Bunge volvió y me miró fijamente. Entendí que era una señal. Le entregué el paquete que me había dado mi amigo Carlos Escudero. El famoso filósofo me saludó con la mano, dio media vuelta y salió del salón.
La reunión se deshizo. Lo que había sido bullicio y tensión se convirtió en silencio. Serna se acercó de nuevo, me confesó que estaba cansado y que se volvería a Buenos Aires al día siguiente. Me invitó a tomar un café. Salimos juntos del sótano y ascendimos por las escaleras laterales. Aunque la noche ganaba las calles y el viento mejoraba el choque de las olas Serna se colocó unos anteojos oscuros.
“Por si acaso”, dijo. “Somos como los masones pero al revés”.
No entendí el sentido de sus palabras. Serna siguió: “El club no es una apología del secreto”, dijo. “Es tan solo una propuesta. Ya está lanzada al mundo. Somos pocos pero somos fuertes. No hay banderas ni patrias. No pretendemos seguir el modelo clásico, no puede haber tradición entre los escépticos. Sí, ya sé, me dirás: ha habido escépticos en Grecia y en el Renacimiento. Eso es cierto. Pero hace tiempo que el gnosticismo y las religiones ocupan el centro del mundo. Necesitamos una refundación de la duda”.
Quise decir algo, pero Serna estaba embalado. Me tapó la boca con sus palabras.
“Nadie pretende un grupo de iniciados. No hay –ni habrá– un saber hermético entre nosotros. Solo se trata de reunirnos en torno a un común olvido: el de la crítica necesaria y corrosiva de los mitos de la sociedad actual”. Serna es un orador natural; levantó la mano, como si estuviera solo y dijo: “Escépticos del mundo: únanse”.
Le pregunté si no le parecía una locura fundar un club del mismo modo que los dogmáticos defienden las iglesias. Dijo que así como los papas conducen un imperio, es necesario crear estrategias para combatir los imperios de la fe. “En nuestro grupo, cuando ya seamos millones, seguramente habrá una competencia entre los miembros para ver cuál es más escéptico: y eso será inevitable. En este marco, el pasado nos ayudará a no cometer algunos errores. Ya no hay quien dude de su yo para después introducir a Dios por la ventana: nadie querrá ser, otra vez, Descartes”.
Me reí. No podía no reírme. Serna estaba citando una escena filosófica para defender un club de mierda. Nos sentamos y pedimos unas birras. En un instante, cuando la noche trepaba por las paredes del amanecer, Serna me dijo que estaba preocupado por una mujer. Fue críptico en ese momento. Lo miré y no dije nada. ¿Qué puede decirse cuando un hombre está atrapado por el amor de una mujer imposible? Me advirtió que no podía darme el nombre completo pero que la sombra de ella lo estaba destruyendo. “Nada es más fuerte que el amor y la duda”, dijo, sentencioso. Le recordé que yo no era del club y que era mejor que no revelase algo importante. Le quise decir que era mejor callarse pero él no me hizo caso. El alcohol había hecho efecto. Dijo que Lucrecia le daba sentido a su vida. Luego, intempestivo, dijo que debía irse ya que al otro día pensaba jugar un partido de ajedrez. Le ofrecí que compartamos un partido de futbol, un juego menos intelectual y más popular.
“Odio lo popular. En eso me parezco a Adorno, el que empieza con la a mayúscula”, dijo y desapareció. Una semana después lo crucé en el centro de Buenos Aires y ese fue el inicio de una amistad que perdura hasta hoy.
La noche de la reunión en el sótano, después de que Bunge se fuera, me dijo que el club de escépticos no era un equipo igualitario y que el filósofo notable no podía salir de su discursito socialista. Agregó Serna: “La democracia es un error: solo sigue el patrón de la estadística, falacia de nuestro mundo. ¿Quién tendrá el valor de ser nuestro Pirrón?”.
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