En su cuento policial La carta robada, el gran Edgar Allan Poe señala cómo el mejor lugar para esconder algo es el más visible, el que se encuentra ante la mirada de todos. Quizás se pueda imaginar un procedimiento de ocultamiento similar en las obras de Christo y Jeanne-Claude: desde los primeros trabajos conceptuales de Christo como artista individual, como aquellas latas envueltas, a las intervenciones monumentales que ocultaban debajo de telas construcciones humanas como el Reichstag en Berlín o escondían paisajes naturales como un valle en Colorado, Estados Unidos (ya en plena colaboración entre los dos artistas), aquello que está y que no se ve cobraba tanta relevancia como aquella intervención inevitablemente evidente.
De este modo, cada obra se convierte en un artefacto perturbador: además de mostrar el trabajo de los artistas –fruto de un diseño minucioso, en el que se puede apreciar el trazo genial de Christo para el dibujo y el uso de herramientas de cálculo y proyección propias de la arquitectura– impulsa al espectador a preguntarse por lo no mostrado, aquello escondido, lo oculto. Claro, en medio de una vibrante vitalidad que transmiten estas obras que transforman el mundo conocido por unos cuantos días al menos. La trayectoria de décadas de Christo y Jeanne-Claude se puede conocer en la exhibición inaugurada este sábado en la Fundación Proa, en La Boca. Una experiencia que es recomendable no perderse.
Christo cuando nació en Bulgaria en 1935 se apellidaba Javacheff, pero en el camino de su desarrollo artístico el apellido se perdió y quedó su nombre de pila, tan atractivo por los significados que podría abrir a quien le interese. Comenzó su instrucción artística en la academia búlgara que, bajo el estalinismo, detenía la historia del arte en la pintura clásica decimonónica. La vanguardia era inimaginable salvo para quien hubiera llegado a ella con otros métodos, como el joven Christo, a quien su padre le había pasado materiales sobre la vanguardia artística europea. En 1956, luego de haber producido una obra que investigaba los alcances del realismo, emigró a Praga, Checoslovaquia, que lo deslumbró y comenzó a encontrar su propio estilo.
Cuando los tanques soviéticos aplastaron el levantamiento popular húngaro ese mismo año, Christo decidió emigrar a París en un viaje sin marcha atrás, como suele suceder con los exilios. Ya en la Ciudad Luz se encontró entre pares, encontró un hogar y, mientras se mantenía realizando retratos de miembros de las clases pudientes, comenzó a nacer en su destino artístico. De esa época datan las primeras latas envueltas. Latas y telas. Latas escondidas bajo las telas. ¿Pero si bajo esas telas no hubiera latas, sino la forma de la lata? ¿Qué habría ahí? Comenzó a practicar otro tipo de envoltorios inquietantes y potentes. Y mientras hacía el retrato de una mujer, conoció a su hija Jeanne-Claude. Muy pronto no dejarían de estar el uno sin la otra y así por décadas y décadas. Era el amor y la unión artística.
A pesar del vuelco hacia el arte más conceptual, el dibujo no abandonó nunca la calidad de herramienta artística en Christo. Si los primeros envoltorios de latas o paquetes –que también plantean la pregunta acerca de “la esencialidad” de las cosas ya que si una tela envuelve un objeto sólido pero del que sólo se conoce la forma de la superficie y nada más: ¿qué es?– tenían dibujos que ayudaban a preparar el resultado final, también el artista lo practicaba en otros estudios u obras. Ese talento gigantesco se nota en un trazo magistral que perdurará hasta los diseños de la obra madura. Una obra que sobrevendrá luego de que la pareja se mude a Nueva York y viva, primero, en el legendario hotel Chelsea, hasta que luego compraron un casa en el Soho en la que vivieron hasta el fin. Los dos habían nacido el 13 de junio de 1935. Jeanne-Claude murió el 18 de noviembre de 2009. Christo falleció el 31 de mayo de 2020. Tenía 80 años.
El envolvimiento de espacios públicos fue una apuesta por la intervención de la esfera ciudadana para envolver en el proceso artístico a hombres y mujeres que, simplemente basta, pasaran por ahí. Primero bloqueaban a la vista lugares tradicionales con barriles, algunas veces con permiso municipal y a veces no (una vez que serían increpados por la policía por sus intervenciones, recibirían la filípica de: “Ok, por esta vez zafan. Pero no lo vuelvan a hacer”, una admonición que estaba fuera de lugar ya que el programa artístico de la pareja incluía el no realizar la misma intervención en el mismo lugar dos veces). En 1963, aún bajo el apelativo individual de Christo, empaquetaría un monumento en la vía Borghese, en Roma. Sería un viaje de ida.
Diseñan envolver varios edificios emblemáticos del Lower Manhattan e incluso piden a los consorcios de los edificios permiso para llevar adelante el proyecto, pero son rechazados de un modo muy tajante. Hubiera sido bueno ver cómo hubiera quedado media Manhattan bajo las telas (el diseño de la pareja permite imaginarlo). Envuelven árboles, intervienen falsas vidrieras, pero a los proyectos grandes siguen llegando negativas por parte de los poseedores de los edificios. En Estados Unidos no se lo permiten, en Europa pueden realizarlo con algunos monumentos y torres antiguas. Están finalizando los años sesenta: en Kassel, Alemania, en la exposición documenta, logran realizar un paquete que se eleva a los aires de 85 metros de altura, un récord para una estructura sin esqueleto.
Llega entonces la naturales. Un acantilado junto al mar es el escenario para que una tela lo envuelva en Australia: 93.000 metros cuadrados de tela y 56 kilómetros de soga empaquetan 2,4 km de largo de la costa. El paisaje natural se transforma en esas playas se transforma por primera vez, quizá, en miles de años. Las telas (es parte del protocolo de Christo y Jeanne-Claude) se retirarán a los catorce, quince días. El paisaje vuelve a su estado anterior, ¿pero vuelve a su estado anterior? ¿No quedan rastros de la imagen oculta de un paisaje que había estado inmutable allí por siempre? ¿Cómo se ve el espectador reflejado ante esa intervención? El escritor francés André Gide decía, en Los vasos comunicantes: “Lo más profundo que tiene un hombre es su piel”.
Llegan los grandes trabajos como el Valle Courtain en Colorado, Estados Unidos, atravesado por una tela a lo largo de 380 metros (la intervención duró un día ya que el anuncio de una tormenta huracanada determinó su levantamiento) o las islas envueltas en tela rosa en Key Biscayne, Miami, que no sólo son visualmente estremecedoras, sino que producen inquietudes renovadas y resignificadas acerca de la naturaleza, el hombre, lo que es y lo que pudo ser y así. No se trata sólo del shock del enfrentamiento con la obra monumental, sino lo que remueve en el que mira y que produce de esa manera un artefacto incandescente.
Hagamos un salto a 1995: el parlamento alemán discute, en sesión ordinaria, el pedido de que el edificio (parte de la historia de la humanidad: su incendio obra de un pirómano en 1933 provocó el endurecimiento del régimen nazi y el comienzo de la persecusión y reclusión en campos de detención que llevarían mediante la perfección de la instrumentalización de la muerte a Auschwitz) sea envuelto por Christo y Jeanne-Claude. Es un debate impredecible sobre su resultado a favor o en contra. Es aprobado. La historia, entonces, queda oculta. ¿Pero queda oculta o produce que se exponga, entonces? Tal vez funcione de esta manera, ya lo dijo Freud, el inconsciente, que desde lo oculto, se manifiesta.
La pareja no existe más sobre la tierra. Sin embargo, su obra sigue. El proyecto de realizar una mastaba (una construcción de latas monumentalista de latas que será erigida en el desierto árabe y cuyo tamaño equivale al de dos pirámides) todavía sigue en pie y así proyecta concretarla la fundación Christo y Jeanne Claude. Tal vez expresen así estos versos de Quevedo de su poema Amor constante más allá de la muerte: “Serán ceniza, mas tendrá sentido; / Polvo serán, mas polvo enamorado”.
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