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Vanidosos e intrépidos, Prometeo y su hermano Atlas pretendieron enfrentar a los dioses olímpicos para arrebatarles su poder. Los dioses, demasiado humanos, en respuesta al asalto, aplicaron sobre ellos un castigo ejemplar. Mientras un buitre hambriento devoraba cotidianamente el hígado de Prometeo, Atlas, en la otra punta del mundo, era obligado a sostener sobre sus hombros el peso entero de la bóveda celeste.
Muchos siglos después, en tanto el tiempo sea una sustancia medible, Aby Warburg, mentor, entre otros, de Walter Benjamin y George Didi-Huberman, pergeñó un proyecto demencial e inacabado, sesenta tablas que recopilan más de dos mil imágenes, a partir de las cuales compone una especie de cartografía abierta e inconexa. Los límites de este Atlas son imprecisos y las definiciones propuestas también lo son. En realidad, el Atlas warburgiano (Bilderatlas Mnemosyne) es una red de relaciones, siempre susceptible de modificación, que incita a pensar qué son las imágenes, qué hacer con ellas y qué pueden. El archivo visual de Warburg (acerca de la persona se han tejido mil historias, probablemente todas ciertas) se opone a la concepción de Atlas en su definición de catalogar, como sistema cerrado construido según criterios establecidos previamente.
Una de las historias más bellas referidas a Warburg cuenta que al niño Aby, por su condición de primogénito en una familia de banqueros judíos alemanes, le correspondía tomar las riendas de la fortuna familiar cuando el destino así lo ordenase. Pero Aby tuvo la siguiente ocurrencia, le ofreció a su hermano Max la cesión de la primogenitura, y con ella el manejo de la descomunal herencia, a cambio del compromiso fraterno de brindarle una disponibilidad económica absoluta para adquirir cuanto libro deseara. Al momento de trasladarse a Londres, en 1933, amenazada por la hoguera nacionalsocialista, su biblioteca congregaba 60.000 volúmenes.
Entre 1921 y 1924, pocos años antes de morir, Warburg fue internado en una clínica neurológica bajo el tratamiento directo de Ludwig Binswanger, psiquiatra suizo que revolucionaría la investigación sobre enfermedades mentales.
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Hans Sachs, discípulo relegado de Sigmund Freud, le hace decir a su Maestro y amigo (así se titula la biografía) que sólo enfocando las ideas en un interés central se pueden realizar grandes descubrimientos. Este, justamente, es el caso del investigador Christofredo Jakob, quien, gracias a la promesa de Amancio Alcorta, Ministro de Relaciones Exteriores, de facilitarle cerebros en cantidad superior a la disponible en su Alemania natal, se mudó a la Argentina en 1899. Año milagroso (nacían, con once días de diferencia, Alfred Hicthcock y Jorge Luis Borges) que da inicio a la historia de Atlas, documental dirigido por Ignacio Masllorens y Guadalupe Gaona.
El objetivo documental se capta rápido: indagar vida y obra de Christofredo Jakob, un hombre obsesionado con la investigación del cerebro, autor, junto a Clemente Onelli, director del Zoológico de Buenos Aires, del famoso Atlas del cerebro de los mamíferos de la República Argentina (1913). Para eso, los directores montan (término fundamental en este film) procedimientos caros al género, convocan familiares, visitan lugares de trabajo, recaban información, rescatan fotografías, descubren secretos, solicitan la opinión de referentes.
Sin embargo, la aproximación al material, entre el detalle y el fragmento, los testimonios lacunares, las ambiguas exégesis sobre las teorías de Jakob, el encabalgamiento de imágenes, los brumosos registros de época, las versiones cruzadas, el oscuro subsuelo del hospital, provocan que la parafernalia documentalista se vuelva fallida, y de la falla, polvo y ruina.
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Ruina y polvo representan, básicamente, signos de destrucción. Al respecto, existe un artículo medular de Walter Benajmin titulado “El carácter destructivo”:
El carácter destructivo no ve nada duradero. Pero por eso mismo ve caminos por todas partes. Donde otros tropiezan con muros o con montañas, él ve también un camino. Y como lo ve por todas partes, por eso tiene siempre algo que dejar en la cuneta. Y no siempre con áspera violencia, a veces con violencia refinada. Como por todas partes ve caminos, está siempre en la encrucijada. En ningún instante es capaz de saber lo que traerá consigo el próximo. Hace escombros de lo existente, y no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa a través de ellos.
Pero aquellos elementos característicos de la destrucción (deberíamos verificar si las ruinas vienen antes o después del desastre, sabemos que del polvo venimos y al polvo vamos) también conspiran para conformar una atmósfera onírica, de ensueño. El efecto onírico, en Atlas, se ahonda por la presentación de la trama fotográfica de alienadas observándonos como si aún estuvieran vivas y por la superposición sistemática de tiempos e imágenes, maniobra típica del surrealismo, brazo armado del arte de vanguardia en vistas a demostrar que los sueños coagulan una realidad más densa que la mera vigilia: Atlas es un documental surrealista del mismo modo que lo es una película o una serie de David Lynch, porque dialoga con los fantasmas.
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La historia de Christofredo Jakob contiene elementos propios de una historia de terror (la música de Ezequiel Kronenberg –menudo apellido– ahonda la tensión y el suspenso) protagonizada por muertos, diseccionados, enterrados, resucitados, aunque el terror se matiza gracias a un contrapunto hilarante, para no escribir delirante, la entrevista a la nieta y la bisnieta del doctor Jakob. En estos episodios familiares se refuerza el elemento onírico, al desarrollarse en un espacio donde el tiempo parece detenido. Prueba del detenimiento es la relación madre e hija, ellas mismas personajes anacrónicos, envueltas en un vínculo filial sin avances, tirante, teñido por un conflicto originario.
Yo no puedo dejar de ver en las entrevistadas el aura de las mujeres del hospital psiquiátrico en el que trabajaba Jakob, como si los planos de realidad se superpusieran, como si nieta y bisnieta fuesen contemporáneas de las alienadas, pero, por supuesto, en un tiempo alejado de los arduos mandatos de la cronología. Este desfasaje abre otras dimensiones del film, dimensiones desconocidas, incluso, para los directores.
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En el transcurso de la película notamos un desplazamiento, el eje vira del profesor Jakob hacia las imágenes. Atlas trata sobre la imagen (lo señala casi al pasar Masllorens cuando introduce la película en el Malba). Entonces las cosas cambian, porque además del intento infructuoso de documentar la vida de un hombre, Atlas se convierte en “una máquina para pensar las imágenes, un artefacto diseñado para hacer saltar correspondencias, para evocar analogías”, según indicaba Aby Warburg en su insaciable proyecto.
Atlas trabaja la potencia de las imágenes, imágenes que vuelven, que deberían haberse perdido, imágenes irrecuperables (como las alienadas) y que siguen tocando una fibra de lo real. El término Nachleben, asociado a los tres personajes mentados al inicio (Warburg, Benjamin, Huberman), podría ser productivo en tanto refiere a “la vida del difunto en la memoria de los sobrevivientes”, o sea, de los que quedaron, de aquellos quienes no han muerto. El difunto, en pie de guerra, se rehúsa a morir, y reclama, protesta, quiere seguir viviendo entre nosotros, en nuestra memoria: insiste, incomoda, nos inquieta. Eso se rebela contra el olvido. Aquí radica la potencia de las imágenes. No su poder, sino lo que pueden frente a lo insoportable real.
Omití un dato de color, Aby Warburg y Christofredo Jakob nacieron el mismo año, 1866, en Alemania, uno en Hamburgo, el otro en Baviera.
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Atlas navega en aguas impenetrables: la biografía de un hombre, el cerebro humano, las locas del hospicio, el tigre que pasea en su jaula, el pavo real desplegando su corona, el cóndor anhelante, la montaña, la naturaleza. El film nos enfrenta al límite infranqueable de la voluntad positivista de conocer, con sus raíces ancladas en la Modernidad. Allí nace la idea de naturaleza como objeto de conocimiento, recurso natural, objeto de dominio. Pero cuidado con demonizar el positivismo ingenuamente, de esta corriente, por pasión o contradicción, surgieron pensadores bisagra, radicales, Nietzsche, Marx, Freud, acérrimos sospechosos de su ascendencia.
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Durante los minutos finales la cámara parece obsesionada con perforar las texturas, las fotos, los mapas, los diagramas, se demora en ellos, conserva la esperanza de establecer un punto de apoyo que le sirva de sostén para un discurso condenado a la disolución. Pero a la larga, lo único reconocible será la propia mirada.
Atlas es “una biografía sobre la mirada” (dictamina Masllorens en su extenso audio de whatsapp), sobre lo que vemos, lo que nos mira. Lo que vemos nos devuelve la mirada (pasamos casi seis minutos hipnotizados por los rostros de las alienadas), la potencia fantasmagórica de esas mujeres, capturadas en fotografías cuyo destino era arder para siempre en la noche de los tiempos, igual que brujas; allí arde la imagen, cuando toca algo real, arde de deseo, arde por la inminente destrucción, arde por la memoria y ante el dolor (de los demás).
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El espectador contempla a los visitantes del zoológico (otro lugar propicio para las apariciones), el visitante mira a los animales enclaustrados, los médicos observan la anatomía humana, abren cuerpos y cabezas para ver lo que hay, la enfermera mira fotos de las internas mirando a cámara y emite su diagnóstico, madre e hija revisan el pasado, recuerdan un cartel al pie de la montaña que conduce a “La mirada del doctor”, y esa mirada, dice la nieta, “es el profesor Jakob”; es una vista desde la montaña, y desde ahí, dice la bisnieta “se miraba la mirada del doctor”; los directores, finalmente, ponen el ojo en la mirada de la ciencia.
El método arqueológico de Gaona-Masllorens excava en la superposición de imágenes, heredadas o construidas, entrelazadas en una fiesta de relaciones, conscientes e inconscientes, luminosas o precarias, en constante mutación y resemantización: Atlas disecciona la mirada de los otros y simultáneamente subraya su propia operación: mirar como ejercicio metodológico, estético, político. Deshabituar la mirada (otro principio del arte de vanguardia). Ver de otra forma, quizás.
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En el 2010, George Didi-Huberman curó la exposición Atlas, en el museo Reina Sofía. Las palabras que cierran el catálogo, incisivas y exactas (Didi-Huberman suele dar en la tecla), describirían bien un aspecto esencial de nuestro Atlas: “Es, pues, el tiempo mismo el que se vuelve visible en el montaje de imágenes. Corresponde a cada cual –artista o sabio, pensador o poeta– convertir tal visibilidad en la potencia de ver los tiempos: un recurso para observar la historia, para poder manejar la arqueología y la crítica política, ‘desmontándola’ para imaginar modelos alternativos”.
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A lo mejor Cuqui, la nieta del viejo Jakob, tenía razón cuando en un fuera de campo se la oye decir: “Van a pensar que somos todos locos”.
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