Aunque no me atrevo a decir que ninguna obra literaria es la mejor de la historia, Hamlet, de William Shakespeare, sería una de las favoritas. A menudo se proclama o se vota como la mejor obra de Shakespeare (búsquelo en Google). Cuenta con innumerables adaptaciones cinematográficas, es ampliamente referenciada e incluso recibe una especie de homenaje en Los Simpson.
Hamlet merece estos elogios porque ofrece la más profunda visión de la condición humana; aunque esta visión puede ser un poco difícil de explicar.
Veamos otras obras serias y populares de Shakespeare. Romeo y Julieta es una historia de amor prohibido: un cliché que se derrumba sin esfuerzo. Otelo trata del horror de los celos. Y Macbeth, con su relato de regicidio al estilo de Tarantino y sus sombrías consecuencias, explora el lado oscuro de la ambición.
Pero ¿de qué va Hamlet?
Bueno… ah… Va de esas situaciones en las que alguien hace algo malo, y estás bastante seguro de que lo que hizo no estuvo bien, y deberías hacer algo al respecto, pero no consigues encontrar en ti la energía para hacer ese algo, y tu incertidumbre e inacción te causan aún más angustia, pero los acontecimientos siguen su curso –como siempre lo hacen– y todo termina peor que si hubieras hecho algo en primer lugar. Tal vez.
Parece una tontería, pero es mi forma de afrontarlo. Porque aunque conozco los males asociados al amor, los celos y la ambición, mi mayor pena es que en muchos casos no actué cuando la situación lo requería. Fui un cobarde. Estoy seguro de que no soy ni mucho menos el único que evalúa su vida de esta manera. Y por eso Hamlet, que describe este estado de inacción, es el Everest de la literatura.
Una visión general de la obra
Hamlet, el príncipe de Dinamarca, es un personaje moderno. Asiste a la Universidad de Wittenberg y es un intelectual. Su padre, el recientemente fallecido rey, también llamado Hamlet, era, en contraste con su hijo, un guerrero.
En la primera escena de la obra, el fantasma del viejo rey Hamlet se aparece silenciosamente a Horacio, amigo del protagonista. Al verlo, Horacio recuerda el momento en que “en una altercación colérica / hizo caer al de Polonia sobre el hielo”. Este contrapunto a la famosa inacción de Hamlet, al igual que el fantasma del propio rey, se teje durante toda la obra.
Pronto nos enteramos de que el viejo rey sólo lleva dos meses muerto y que la madre de Hamlet, Gertrudis, se ha casado apresuradamente con el nuevo monarca, el tío de Hamlet, Claudio.
El fantasma del padre de Hamlet regresa, esta vez diciéndole a su hijo que fue asesinado –envenenado– por Claudio (fue un “homicidio cruel”) e instando a Hamlet a vengar su muerte.
La escena termina con el joven Hamlet revelando su reticencia:
“La naturaleza está en desorden… ¡Iniquidad execrable! / ¡Oh! ¡Nunca yo hubiera nacido para castigarla!”
Pero el príncipe, cada vez más turbado, no está seguro de que el fantasma haya dicho la verdad. Obtiene pruebas cuando pide a un grupo de actores que represente el envenenamiento ante Claudio y éste reacciona de forma exagerada.
Ahora sí que debe realmente vengar a su padre. La oportunidad se presenta cuando, de camino a una reunión con su madre, se topa con Claudio rezando. Pero Hamlet, acosado por las dudas, no es capaz de matarlo.
A cambio, se enfrenta a su madre por su precipitado matrimonio. Mientras discute con ella, apuñala a Polonio (el padre de Ofelia, la mujer a la que ha estado cortejando), al que habían colocado detrás de una cortina para espiarlo.
Laertes, el hijo de Polonio, quiere vengar a su padre. Él, a diferencia de Hamlet, está dispuesto a actuar.
Claudio, que ahora también quiere la muerte de Hamlet, organiza un duelo entre Laertes y Hamlet con una espada ropera envenenada. Luchan. El estoque corta a Hamlet y después a Laertes. Mientras tanto, la reina consume accidentalmente una bebida envenenada destinada a su hijo y muere.
Hamlet se entera de la verdad de lo ocurrido. Apuñala a Claudio, haciéndole beber también el veneno. Claudio muere, luego Laertes muere, y finalmente, Hamlet muere. (South Park representa eficazmente la escena final).
Ser o no ser… o quizás no
Esperaba ilustrar la lucha de Hamlet por ser capaz de actuar con un análisis del discurso más famoso de todo Shakespeare: “Ser o no ser” (Acto III Escena I). Comienza con estas líneas tan citadas:
“Ser o no ser, esa es la cuestión:
si es más noble para el alma soportar
las flechas y pedradas de la áspera Fortuna
o armarse contra un mar de adversidades”.
Pero ahora no estoy seguro de que sea una buena idea. “Ser o no ser” es ambiguo. Además, Hamlet probablemente sabe que está siendo vigilado por el rey u otras personas mientras habla, y, por lo tanto, no está diciendo realmente lo que piensa
Podría decirse que el discurso definitivo de Hamlet en la obra se produce justo antes de éste, al final del acto II. En este soliloquio apasionado, se reprende a sí mismo por su inacción, preguntándose “¿soy un cobarde?” y deduce que le falta el descaro “para amargar la opresión”.
Dice “a no ser esto, ya se hubieran cebado los milanos del aire en los despojos de aquel indigno”; es decir, ya hubiese asesinado a Claudio y alimentado con sus tripas a los carroñeros.
También se burla de su propensión a buscar consuelo en las palabras:
“Pero ¿por qué he de ser tan necio? ¿Será generoso proceder el mío, que yo, hijo de un querido padre (de cuya muerte alevosa el cielo y el infierno mismo me piden venganza) afeminado y débil desahogue con palabras el corazón (…)?”
El rechazo de la llamada a la aventura
La obra de Shakespeare es notable porque nos habla de alguien que, basándose en el modelo de Joseph Campbell del “viaje del héroe”, rechaza “la llamada a la aventura”.
Muchas de las historias que consumimos implican algún tipo de búsqueda heroica en la que un héroe, reacio al principio, acepta esta llamada. Observemos a Frodo en El Señor de los Anillos o la ambivalencia de Luke Skywalker en torno a “la llamada” en La Guerra de las Galaxias. Ambos héroes acaban venciendo al mal. Y aunque la experiencia los ha cambiado (no del todo para bien), uno intuye que rechazar la llamada habría conducido a resultados peores.
La inacción de Hamlet –su rechazo a la llamada– provoca directa o indirectamente ocho muertes, incluida la suya. Si hubiera actuado, probablemente sólo habría fallecido Claudio.
La moraleja de la historia es que hay riesgo en la acción, pero el mayor riesgo reside en la inacción. En resumen, la acción, en situaciones graves, es el menor de los males.
Pero tal vez esta no sea la moraleja. Tal vez la obra no esté exhortando al público a actuar, sino planteando una cuestión más profunda. A saber, ¿qué significa para nosotros cruzar el umbral que separa la razón del poder? Es decir, ¿qué significa para nosotros abandonar la razón y contraatacar al monstruo?
La razón apela a los principios. Apela a la capacidad de razonar de los demás. No se toma la justicia por su mano. Pero ¿y si a veces es razonable abandonar la razón y golpear al poder con el poder? ¿Puede la razón sobrevivir a esa decisión?
El infinito atractivo de Hamlet
Hamlet no sólo tiene éxito porque el protagonista encarne nuestras propias luchas. También es asombrosamente citable –tal vez demasiado–.
El atractivo de la obra reside a su vez en la profundidad de los personajes secundarios, como Ofelia, Polonio y los inseparables Rosencrantz y Guildenstern (amigos de Hamlet en la universidad).
Y la obra es seductoramente enigmática. No sabemos si la madre de Hamlet estaba implicada en el asesinato del viejo rey, si Polonio es realmente tonto, si Hamlet pierde la cabeza, etc. Donde hay misterios, hay detectives.
Hamlet es una referencia constante en la cultura occidental, no sólo en Los Simpson y South Park.
Teniendo en cuenta todos los problemas que el protagonista tiene con su padre y su madre, no es de extrañar que Freud viera algo edípico en todo el asunto.
Ofelia, que sufre la doble tragedia de su propia muerte y de ser menos analizada que Hamlet a pesar de vivir un conflicto igual de atractivo y pronunciar líneas brillantes (“sabemos lo que somos, pero no sabemos lo que podemos ser”), es referenciada en La tierra baldía de Eliot. Sus palabras, “Buenas noches, señoras; buenas noches, dulces señoras; buenas noches, buenas noches” proporcionan una conclusión premonitoria a la espantosa escena de la taberna en la segunda parte del poema de Eliot.
Y para los fans de Star Wars (solo una referencia a Star Wars nunca es suficiente), incluso Chewbacca recuerda el momento “Ay, pobre Yorick” cuando está rearmando a C3P0 en El Imperio Contraataca (Yorick era un bufón que entretenía a Hamlet cuando éste era un niño).
Pueden compararse las similitudes y las diferencias con la versión de Kenneth Branagh.
Memento mori
Sarah Bernhardt como Hamlet en 1899. Wikimedia Commons
Dicho todo esto, y con Yorick en mente, lo que más me llama la atención en Hamlet es la oscura y hermosa escena del cementerio al principio del acto V. Polonio ha muerto. Ofelia, a quien Hamlet probablemente amaba, también ha muerto. La sangrienta secuencia final está cerca.
Y la obra se detiene.
Dos sepultureros mantienen un irónico debate sobre si Ofelia se ha suicidado o no mientras cavan su tumba. Es un momento de mucho humor negro.
Los sepultureros desentierran el cráneo de Yorick. Tras declarar “¡Ay, pobre Yorick! - Yo lo conocí”, Hamlet considera que incluso los personajes más famosos de la historia, como Alejandro Magno y el emperador romano César, han acabado igual que Yorick.
“El emperador César, muerto y hecho tierra, puede tapar un agujero para estorbar que pase el aire… ¡Oh!… Y aquella tierra, que tuvo atemorizado el orbe, servirá tal vez de reparar las hendiduras de un tabique, contra las intemperies del invierno…”.
A pesar de explorar los aspectos más serios de la condición humana, Shakespeare, con este memento mori, parece recordarnos que la existencia tiene algo de broma cósmica. Y recuerda al final de La vida de Brian. Es decir, ya pueden salir los títulos de crédito.
*Dr Jamie Q Roberts es profesor en Relaciones políticas e institucionales en la Universidad de Sidney.
Publicado originalmente en The Conversation.
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