Ya habíamos trabajado juntas: Daniela Salerno como actriz, yo dirigiendo.
Una obra, más allá de un espectáculo, es siempre una prueba. Hay algunas ideas previas, no tantas. Está el encuentro en los ensayos. Ahí se verifican algunas cosas, aparecen otras. Se enreda lo pensado con lo que emerge, con eso difuso que hay que atrapar, como en esa cápsula llena de plata y viento en un programa de tele, en la que había que manotear billetes. La condición del tiempo y el espacio compartidos es lo único al comienzo. Un esqueje suspendido en agua; vamos a ver si después termina como planta en tierra.
En cualquier proceso creativo está en juego esa narración particular, pero también hay algo más general: el intento de entendernos en nuestra poética, en una forma de estar o perderse en esto de hacer teatro. Siempre por debajo de las intenciones de la obra hay algo más ambicioso y abismal que lo une todo, el intento de comprender un recorrido hacia atrás y hacia adelante, el propio recorrido.
El deseo de hacer un teatro más vital, más hondo, real, tierno, más divertido. Porque no por remanido menos cierto: el resultado es apenas un gesto si la experiencia atraviesa.
Con Daniela ya habíamos trabajado, entonces. Cuando se encuentra una buena comunión con alguien, la intriga siempre es ver cuán lejos puede llevarnos. Eso hicimos con Daniela. Volvimos a juntarnos, para continuar lo que no teníamos idea que iba a ser continuado.
Daniela nació en Suecia durante la dictadura. Me dijo que tenía las cartas entre su papá, exiliado allá, y su abuela, que había quedado en Argentina. Quería hacer algo con eso. Hacer una ficción sobre esa ficción de las cartas; ficción epistolar en tanto lo que se contaba tenía que ocultar lo que en realidad quería decirse. Porque en las épocas más oscuras de nuestro país no se podía decir casi nada.
Pensamos, entonces, en tomar tangencialmente lo que esa situación demasiado real nos brindaba: un interlocutor lejano, una pena que se podía contar a tropezones, una comunicación atravesada por un clima adverso. Contar algo con la sensación de que quizás es la última vez que unx puede comunicarse con quien más quiere. O con quien más lo quiere a unx, que a veces es más o menos lo mismo.
Teníamos, así, una voz y un espacio: un puesto de frontera perdido en el sur, en el sur de pasto amarillo y duro, porque como dice Baudrillard, “detrás de la fantasía de la Patagonia está el mito de la desaparición, hundirse en la desolación del fin del mundo”. Un cuerpo en la inmensidad: “une empleada de migraciones”, dijimos.
De ahí partimos. Sin saber todavía la historia. Nos gusta así: construir algo desde las circunstancias; que lo que suceda en la obra esté íntimamente asociado a eso: tiempo y espacio. Siempre el tiempo y el espacio.
“Qué puede pasar de sorprendente en la ciudad, todo tan apretadito”, dice nuestro personaje en la obra. Ella se dijo que en la inmensidad, lo inmenso tenía que suceder. Se fue lejos, pero con un sueldo garantizado, con su sueldo del Estado. A poner un pie en la rutina y otro en la incertidumbre. Quería que le pasara algo revelador, algo de lo que no se pudiera retornar. Y así sucedió. A veces hay que afinar los deseos, parece, porque quien está a cargo de ejecutarlos puede ponerse literal y no discernir bonanza de tragedia.
Con todo esto, armamos la obra. Un monólogo de una empleada de migraciones que se va de comisión a la frontera. Hay un encuentro que la modifica. Hay una historia detrás del encuentro. Hay una circunstancia que podría haber sido sólo una anécdota si el viento patagónico y la desolación de la ruta no la hubieran desviado del rectilíneo camino de la burocracia.
Y después, siempre después, aparece el tema. Se dice habitualmente que las obras versan solamente sobre dos o tres: el amor, la muerte y quién sabe cuál más.
Vino lo de la muerte y los rituales alrededor de ella. Vinieron los perros que hubo que enterrar, que están ahí abajo del pasto. Es difícil ver sin vida a lo que la tuvo, es cierto, pero tampoco es fácil restituir la vitalidad a un cuerpo que sólo se conoce muerto.
No sé tampoco si esto que escribo responde del todo a Pacífico. Así como el germen de las cartas se nos alejaba, esto mismo que intenta hablar sobre el proceso de la obra se distancia de él. Porque cada instancia creativa quiere liberarse de su nacimiento. Quiere su propia entidad y su propia intensidad.
Esto que escribo empezó tratando de dar cuenta de cómo surgió la obra y terminó traicionando su punto de partida. Así creemos que debe ser el camino de lo poético, para que cueste gobernarlo, para que sorprenda, para que conmueva por impredecible.
*Pacífico, de Laura Fernández y Daniela Salerno. Dirección: Laura Fernández. Actuación: Daniela Salerno. Viernes a las 20.30hs. en el Portón de Sánchez (Sanchez de Bustamante 1034)
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