Un fragmento de “Pequeña flor”, de Iosi Havilio

La nueva película de Santiago Mitre estrenada en Bafici se basa en esta sorprendente novela que juega con los extremos de la comedia negra. Infobae Cultura comparte un fragmento

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"Pequeña flor" (Penguin Randon House), de Iosi Havilio
"Pequeña flor" (Penguin Randon House), de Iosi Havilio

Esta historia empieza cuando yo era otro. Como cada día desde que nos habíamos mudado al pueblo, ese lunes por la mañana me subí a la bicicleta y me puse a pedalear. A la salida del túnel, con el aire pesado del viaducto soplándome en la cara, se me metió en la cabeza que Antonia quedaría enana para siempre. La idea me produjo a la vez angustia y una extraña ilusión. Eso pensaba, cuesta arriba, en el preciso momento en que me sorprendió una gruesa columna de humo negro adosándose a las nubes. Trescientos metros más allá, en la cima de la pendiente que lleva al parque industrial, ya no tuve dudas, el incendio, los restos del incendio, provenían de la fábrica de fuegos artificiales. El predio estaba cercado por patrulleros, autobombas y camiones de defensa civil. A la distancia reconocí un grupo de trabajadores amuchados detrás del cordón policial. No tuve coraje para acercarme. Di media vuelta y me dirigí hacia un árbol de proporciones encaramado sobre una loma. Me acomodé al pie del tronco para seguir el rumbo de los acontecimientos. Al enjambre de sirenas se agregaron algunos móviles de la televisión. Me agarró una suerte de parálisis, física y espiritual. Imposible saber cuánto tiempo habré estado junto a aquel árbol. El avance del hambre me hizo caer a tierra. Me alejé de la escena masticando una sensación mixta, mezcla de abatimiento y liberación. Los primeros metros caminé a la par de la bicicleta para no levantar sospechas en la retirada. Llamé a Laura, le dije que me desocupaba más temprano y le propuse de encontrarnos bajo la pérgola de la costanera. El plan era hacer un picnic para festejar el primer cumpleaños de Antonia. Crucé el puente levadizo y me instalé en un puesto de comidas a la vera del canal frecuentado por obreros y maquinistas al que me gustaba ir cuando necesitaba ordenar mis pensamientos. Pedí el plato del día: asado al horno con papas. La visión de la montaña de basura y los caranchos sobrevolando en círculos me empujó a un repaso de mis últimos años. Alguna vez alguien dijo de mí que era un chico maravilla, capaz de convertir en oro cualquier cosa que tocase. Derroché la mitad de mi vida convencido de que tarde o temprano así sería. El cielo fue aclarándose, debió cambiar el sentido del viento, la sensación de pesadez de la mañana se disolvió en una brisa refrescante. El festejo del cumpleaños de Antonia fue íntimo e intenso. Tanto que me prometí repetir la ceremonia del picnic hasta que fuera adulta. Nos ubicamos en las escalinatas que descienden a la laguna, comimos sándwiches de miga, una debilidad familiar. Antonia parecía dedicada a demostrarnos su contento revoloteando como una abeja joven. La fascinación que ejercía sobre las garzas era la prueba más clara de su singular fuerza vital. Laura y yo estábamos conmovidos. Por la noche, me encerré en el cuarto de herramientas a terminar la casita de muñecas que le estaba fabricando, su regalo de cumpleaños. Venía retrasado. De pronto se abrió la puerta, Laura entró y se quedó mirándome con la mandíbula floja: ¡No me contaste nada! Le dije que no había querido preocuparla en un día tan especial. Vi las imágenes en el noticiero… ¡Es un desastre! ¿Qué pensás hacer? No sé, le dije con sinceridad, ver qué pasa. Seguí trabajando hasta tarde bajo el estímulo del esmalte. Me propuse terminar mi obra y así fue, cuando entré a la habitación para acostarme, Laura se había quedado dormida con el televisor encendido. En la pantalla, pasaban una película en blanco y negro ambientada en Venecia. Apagué el aparato y me puse a buscar información sobre el incendio en Internet. Figuraba en todos lados. Leí algunas crónicas, hipótesis de cómo se había desatado, si por un cortocircuito o por la explosión del tanque de combustible de un montacargas. Las fotos mostraban las instalaciones al final del día, la destrucción había sido casi total. También podían verse una serie de videos tomados por vecinos y automovilistas al momento del estallido del depósito durante la madrugada: miles de fuegos multicolores resplandeciendo en un fondo negro. El chisporroteo traía reminiscencias de una guerra lejana y espectacular. Fue inevitable que esas imágenes se colaran en mis sueños. Al día siguiente me desperté a la hora de siempre. Me di una ducha, me vestí, prendí la radio, desayuné y, a punto de montar a la bicicleta, Laura me detuvo desde la puerta: ¿A dónde vas? Quería huir, a cualquier parte. Llamé a los distintos números de la empresa, intenté ubicar a los dueños en sus celulares, nadie contestó. Entré en un estado de catatonía. Todos mis movimientos parecían falsos, como si otro se hubiera adueñado de mi cuerpo y de mi mente. Andaba por la casa igual a una momia, desquiciado, incapaz de ningún pronunciamiento. Por las noches, mientras Laura dormía, me torturaba mirando los videos de la fábrica volando por los aires. Los repetía una y otra vez, obsesivamente. Había capturas de todo tipo y definiciones, desde los ángulos más insólitos. El viernes recibí el telegrama de suspensión. Laura reaccionó con frialdad diciendo que había que atenerse al sentido de las cosas. Ella podía retomar su trabajo; después de todo, el año sabático le estaba resultando demasiado largo. En un inicio me salió la convención y me opuse, pero la perspectiva de buscar empleo terminó callándome la boca. El alquiler y la alimentación no eran negociables. De una semana a la otra, Laura volvió a la editorial y yo me convertí en ama de casa a la fuerza. El primer tiempo fue un temblor. Las horas del día se confabulaban en mi contra estirándose para marcarme la nulidad. Lo peor sucedía en ese segmento siniestro de la media tarde, ese tiempo larvoso que transcurre entre el almuerzo y el regreso a casa. Entraba en un agujero negro en que podía sostener con igual énfasis la voluntad de cambiar el mundo como de desaparecer sin dejar registro. Mi ánimo se había convertido en un holograma permanente. Fuera cual fuera la actitud que tomara, terminaba cayendo en una trampa; ninguna iniciativa abandonaba el limbo de las declaraciones. Antonia, para quien yo me había vuelto imprescindible, se encargaba de regular mi vacío. De no haber sido por ella, me hubiera fagocitado la depresión. Rendido ante la evidencia, después de una serie de jornadas inexistentes, cambié la frustración por una rebeldía negativa entregándome a una indolencia completa y deliberada. Decidido a no hacer nada de nada, el tiempo resolvió lentificarse. Y el ocio, se sabe, es el camino más recto a la suciedad y a la degeneración moral. Laura por su lado, pasada la novedad, volvió a sufrir la fatiga del mundo laboral y empezó a demostrar impaciencia por mi desidia. Finalmente ella había tenido que volver a trabajar de golpe y en condiciones poco amables: dos horas de viaje de ida, dos de vuelta y un puesto menor; había pasado de editora de contenidos a correctora rasa. No podés dejarte caer así, me reclamaba. Probá con algo chico, me dijo una mañana antes de salir. ¿Por qué no ordenás los CD? Algún día vamos a tener que hacerlo, aunque sea para tirarlos a la basura. Me sentí humillado. Rebatí la afrenta con estoicismo. Me preparé un café doble y me acomodé en el piso con el cajón de manzanas donde guardábamos los CD tapados de polvo. Amontonados en un rincón incómodo de la casa, resistentes a pesar de saberse una especie en extinción, las cajas vacías, los discos rayados, eran la prueba de un pasado brillante, plagado de inquietudes. La tarea me tomó el día entero, y si al principio la realizaba a regañadientes, animado por un puro orgullo contestatario, el entusiasmo fue creciendo desde los pies con una tibieza imperceptible hasta ya no poder disimular más.

Foto de archivo: Iosi Havilio
Foto de archivo: Iosi Havilio

No recuerdo bien cuál fue el disco que produjo el clic generándome un irresistible impulso de volver a escuchar. Es probable que haya sido uno de Manal. O las rapsodias de Liszt. El efecto fue inmediato, como un pase de magia. ¡Ahí estaba todo! En esos discos marginados dormía mi potencia. Gracias a la música, de la desidia pasé a la acción, de la depresión a la esperanza, al empleo ideal del tiempo. Elegía un disco por día, a veces al azar, otras con intención, que se convertía en el programa de mis movimientos: ópera, blues, folklore, rockabilly y todas esas bandas que me habían acompañado en la adolescencia y que tenía olvidadas hacía tantísimo tiempo. Gracias a la música, a media mañana la casa estaba impecable, el almuerzo preparado y la ropa tendida al sol. A Laura mi actitud le pareció sospechosa: ¡Tampoco se trata de hacerse el superhéroe! Le aseguré que me movía una fuerza genuina. Allanados los trabajos menores, pasé a una segunda etapa, la de las grandes obras. Me consagré a vaciar la baulera, aliviar alcantarillas, clasificar ropa vieja destinada a donaciones, a la jardinería. Comencé por rastrillar la hojarasca y cortar el pasto, seguí con la poda del limonero, desparasité los troncos y diseñé una huerta. Compré semillas de varios tipos de lechugas, ajo, tomate, zanahoria y remolacha. Antes que nada, según una guía del horticultor que descubrí en la biblioteca, era recomendable crear una compostera para abonar la tierra. Así fue que un jueves por la noche, alrededor de las ocho, en cuanto llegó Laura del trabajo, fui a pedirle prestada la pala al vecino. En la vereda, con una luna fabulosa metida entre las ramas del jacarandá, me vinieron los versos de un poema que solía recitar mi abuela: La tierra de los baldíos/aguarda para ser madre/ que alguna madre la libre/de basuras y yuyales. El vecino se había mudado hacía unos meses después de hacerle una serie de refacciones a la casa. La obra había interferido en nuestro cotidiano; las horas extrañas y los ruidos de la maza y el taladro nos habían interrumpido el sueño más de una vez. Durante ese tiempo había visto a diario cómo los obreros preparaban la mezcla del cemento junto al cordón. Toqué el timbre una vez, dos veces, nada. A la tercera, se corrió la mirilla. Hola, soy el vecino de al lado, perdón por la hora. Dije que venía a pedirle prestada la pala. La puerta se abrió y un rayo luminoso me dio en los ojos. Un hombre muy bronceado en el corazón de la treintena, en jean y camisa desabotonada, me recibía con una sonrisa radiante. Extendió su mano que estreché con decisión. Nos presentamos: Guillermo, José. Lo acompañé por un pasillo largo, entre cajas de azulejos, rollos de membrana y caños de aireación. La pala estaba entre bolsas de arena y cal al pie de la escalera.

Una escena de "Pequeña flor", película basada en la novela homónima de Iosi Havilio, dirigida por Santiago Mitre
Una escena de "Pequeña flor", película basada en la novela homónima de Iosi Havilio, dirigida por Santiago Mitre

Nos detuvimos a observarla en silencio. Guillermo me miró con ojos pícaros, risueño: Te gusta la música... No era una pregunta sino una afirmación en la que no pude no percibir un reproche. Desde que había redescubierto mis viejos discos, que escuchaba a cualquier hora del día y a todo volumen, nunca me había detenido a pensar en que pudiera molestar al vecino. Le devolví la sonrisa con un dejo de culpa. Me equivocaba, no había ni una pizca de reclamo en sus palabras, más bien una estrategia para la amistad. Vení, me dijo olvidando la pala, tengo algo que te puede interesar.Y no tuve otra que seguirlo. La casa era de concepción moderna y sin embargo se ajustaba a la distribución clásica del espacio. Cada cosa estaba en su lugar, todo tenía el brillo de lo nuevo: la pantalla negrísima en la pared del fondo, la biblioteca blanca, el sillón de cuero en forma de riñón, una lámpara de pie con tulipa caracolada, la mesa ratona de vidrio y patas de mármol con libros de arte falsamente desordenados en la base. Guillermo me invitó a sentarme y me ofreció una copa de vino. Tan veloz que fue como si me hubiera estado esperando. Me preguntó sobre mí y le conté un poco. Le hablé de Laura y de nuestra pequeña hija Antonia. Le mentí respecto al trabajo diciéndole que estaba empleado en la municipalidad. Quiso saber dónde. En una dependencia en formación, me escabullí. Vació su copa y se largó a hablar. Yo, dijo ampulosamente haciendo girar los dedos índices, me dedico a la decoración de interiores… pero sobre todas las cosas soy un enfermo del jazz. La frase me dio escalofríos y bebí otro sorbo del muy rico vino que me había servido. De ahí en más, caí en una nebulosa hipnótica. Guillermo actuaba como un mago, presumiendo de todos sus trucos. De la nada preparó una picada con los mejores quesos. Mi paladar comenzó a enardecerse, igual que la cabeza. Guillermo desplegó su discoteca: quinientos treinta y tres álbumes de jazz. Acá está todo, de la a a la zeta. Me hizo escuchar una infinidad de temas, las horas corrieron a un ritmo acelerado. En un momento, sonaba una trompeta melosa y acompasada, Guillermo se puso a bailotear en el centro del living. Me sorprendió su desenfado. Qué tarde se hizo, dije como un autómata pero algo dentro mío ya andaba mal … y él, con la risa encima: ¡No nos olvidemos de la pala!

[...]

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