Motomami. Motomami, Motomami. La nueva palabra en uso era el e-mail de una amiga de Rosalía, hace tiempo, mucho antes de la influencia en la música moderna que tiene hoy la catalana de 29 años. “No basé mi carrera en tener hits, tengo hits porque yo senté las bases”, ¿canta? en uno de sus temas nuevos, “Bizcochito”, estrenado en la última versión de Gran Turismo, la saga automovilística de PlaySation. Esa sola canción ya abre tantos hilos posibles acerca de Motomami que hablar del disco se hace una montaña rusa casi tanto como escucharlo.
Es un sentir compartido y no: la obsesión por esta nueva música más liviana y frenética de Rosalía, esbozada en la todavía vigente colaboración con J Balvin, “Con altura”. Hay para quienes resulta incomprensible, un desperdicio de talento y de la capacidad de conmover que demostró en Los Ángeles (2017) y El mal querer (2018), el disco que batió los récords de la música en español en los Premios Grammy. América la presentó como una “embajadora del flamenco” y no estaba mal –tiene un título, fue estudiante de honor–, aunque ella procuraba hablar de “inspiración flamenca”: quería ser una puerta hacia la verdadera crema del género; quería hacer lo que Beyoncé y Rihanna hicieron con el soul y el r&b.
Hoy que Rosalía no necesita presentación, titula con naturalidad “Bulerías” una de las respuestas que tiene en este disco para los odiadores de Internet. Acompañada de solo de palmas, taconeos y olés despotenciados con filtros, canta con la voz desnuda: “Yo no tuve que hacer nada que lamente ahora para mantenerme en pie. Yo me maté 24/7, eso tuve que hacer. Soy igual de cantaora con un chándal de Versace que vestidita de bailaora”. Lo que abre más hilos de conversación posibles sobre Motomami, como ser: que sea su primer disco autorreferencial y sin un marco conceptual-literario guiando las ideas –antes fueron la muerte y el maltrato en el amor: ella al servicio de personajes y relatos–, y la paradoja de que haya expresado esa libertad con pocos elementos.
Libertad en un sentido amplio y contradictorio: Rosalía estaba trabajando en este proyecto en Miami a principios de 2020, y tuvo que decidir entre quedarse y avanzar o volver a Barcelona y correr el riesgo de que se estancara. De un lado estaba su pilar, la familia, y del otro un mundo de aventuras profesionales imperdible –sesiones con Pharrell, Frank Ocean, Tainy; con colaboradores de Kanye, Childish Gambino, Daddy Yankee; todos los feats. que ya se conocen–, además de paseos, compras y sociales en Los Ángeles, Nueva York y República Dominicana.
Rosalía llegó a trabajar dieciséis horas por día –de los tres discos es el que más le costó, asegura–, y le pesó la distancia, como se ve de un modo hermoso en “G3 N15″, pero claramente se divirtió. No porque muestre imágenes de diversión como todo el género urbano de todos los tiempos, sino por la gracia que tiene el álbum en sí, desde el nombre. A nivel visual, Motomami –recordó la palabra en el medio del proceso, empezando a ordenar lo que estaba haciendo– abre un juego entretenido: en la portada posa como la Venus de Botticelli, con casco y peinado tipo Sailor Moon. La magia es cómo de pronto este compuesto cobró vida y significa cosas, un modo de ser, y el único título posible para esta música seca y agresiva, pero suave y bailable, emocional pero picante, asimétrica y equilibrada. “Es una energía más liviana, celebrativa, de diversión, de ‘no me importa, lo estoy haciendo simplemente porque me apetece, porque lo estoy sintiendo, como un impulso””, dice ella.
Sobre el sonido habló en profundidad con Jaime Altozano, el youtuber que hace tres años la hizo interesar con su análisis de El mal querer. El encuentro por Motomami es un tour de realidad virtual por el laboratorio creativo de Rosalía: Altozano, que también es músico, compositor y productor, desmenuzó el disco hasta dar con sus seis elementos básicos y armó una grilla de cómo se reparten en cada canción. También hablan de las motivaciones subjetivas, tanto para crear los sonidos como las letras que la cuentan en su contexto extraordinario: una enciclopedia de personajes y marcas fetiche, expresiones del habla de otras tierras, reflexiones sobre la profesión –”ser una popstar nunca te dura, no me da pena, me da ternura”– y arenga reafirmativa a partir de la hostilidad que también recibe del entorno. “Hay un punto de decir ‘sé quién soy y lo llevo por delante, lo llevo por delante con orgullo’”, dice.
El álbum es tan peculiar y contundente, sin embargo, que no hay despeje de equis que le robe el misterio y pueda terminar de explicarlo. Un año entero le tomó solamente aplicar curaduría y descascararlo para dejar solamente lo esencial, solo que eso es, por ejemplo, un collage de jazz y reggaetón –NaisGai de Puerto Rico le envió una biblioteca de baterías entera: ella las intervino–, o una especie de samba brasileña (un poderoso beat de la argentina Tayhana) interrumpida con piano y un canto estrafalario –”mariposas sueltas por la calle, para verlas tienes que salir”–, o una balada de inspiración Frank Sinatra con esas baterías sonando como metralletas.
Concretamente, si su nivel como cantante y performer estaba más que chequeado, Motomami es el disco que la eleva como productora. Las decisiones son sutiles y tajantes: voces troceadas que hacen efecto percutivo (“Chicken Teriyaki”, “La Combi Versace”), Auto-Tune ocasional usado al extremo (“Diablo”, “Como un G”), la bachata sin guitarra con The Weeknd –en todo el disco no hay cuerdas ni vientos ni acordes prácticamente–, la delicada fusión de un bolero de los 60 con un rap de los 2000. Y con todo, lo más llamativo es lo más básico, lo que Rosalía podría hacer sola y sin tecnología: las ocurrencias verbales, los tarareos, las frases imborrables –”yo soy muy mía, yo me transformo”, “enamorada de tu pistola”, “N de ni se te ocurra ni pensarlo”–, la pronunciación imposible de seguir. Una sola canción sirve de muestra, “Saoko”, la última que hizo y puso generosamente como apertura. Ese tema adictivo y sorprendente en cada reproducción contiene la esencia del proyecto en sonido y actitud.
“Donde yo crecí había un jardín, muchos árboles, y recuerdo crecer sin mucho miedo. Todo era muy empinado en el bosque y recuerdo correr desde arriba de todo, correr súper rápido entre los árboles hasta el final. Sin miedo y cada vez pensando cómo hacerlo otra vez más rápido”, contó en una entrevista. Y si hubiera que ponerle palabras claves al disco, adrenalina y diversión podrían ser dos, pero más que de velocidad, Motomami se trata de deslizamiento y sensación de presente, de innovar honrando las raíces: es la audacia laboriosa de una artista en eclosión que ve larga distancia.
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