La escultura de una hipnótica sirena de cabello colorado, sobre una tarima, de frente a un paisaje de naturaleza cambiante y en medio de una música envolvente, obra de la artista y escenógrafa Renata Schussheim, conforma uno de los puntos fuertes de la Bienal de Arte Joven, que se celebra hasta el domingo en el Centro Cultural Recoleta, cuya sala central, la Cronopios, alberga a esta mítica ninfa marina junto con piezas de cuatro jóvenes creadores.
La fachada sobre la calle Junín del centro cultural, pintada en un vibrante azul eléctrico y custodiada por dos inmensos hombres-pájaros diseñados por Schussheim, es el punto de entrada a la imaginería que reina puertas adentro de las salas y los pasillos donde por estos días exhiben sus creaciones artistas de todas las disciplinas: el lema de este año de la Bienal es “El hábito de crear nuevos mundos”, eje rector y posibilidad de pensar otros universos, especialmente postpandémicos.
La sala Cronopios del centro, esa suerte de hangar por donde han pasado míticos artistas a lo largo de décadas, se ha tornado para esta exposición de un sobrio color azul, mucho más apagado que el de la fachada, pero igual de intenso y sugerente, que junto con las luces bajas y las piezas escultóricas -muchas de ellas en el mismo tono cromático- crean un clima ideal para transportarse a otro reino.
Terra incógnita se titula la muestra de artes visuales -curada por Laura Spivak- que si bien no congrega a jóvenes creadores de esta edición, sí incluye las obras de Emilia de las Carreras, Dana Ferrari, Nazareno Pereyra y Ramiro Quesada Pons, bienalistas de ediciones anteriores, en diálogo con la consagrada Schussheim.
La creadora de escenografías y vestuarios para artistas tan diversos como Charly García, Julio Bocca o Enrique Pinti, tuvo a su cargo además la identidad visual de la Bienal, es decir, todo lo que la rodea, ya no solo la fachada del edificio, sino también la gráfica, afiches, flyers y merchandising como posters o cuadernos, un trabajo hecho en conjunto con el diseñador Martín Gorricho. Luego de imaginar esa fachada impactante -y por algunos cuestionada- era natural invitarla a exponer en el corazón de la bienal.
Esta muestra entonces invita a “transitar al borde del misterio” porque es en el diálogo intergeneracional entre los artistas -un conjunto de seres desconocidos, antropomorfos, que generan extrañeza (instalaciones, esculturas, vitrinas con toda clase de objetos raros, indefinidos, congregados alrededor de la sirena)- donde se da la fuerza unificadora de una nueva mitología.
“El hilo conductor de la muestra tiene que ver con algo perdido, con un final. Todos teníamos esa sensación cuando comenzamos a planearla: estábamos saliendo de la pandemia, era muy fuerte todo lo que nos pasaba y nos sigue pasando hoy día. Y eso está muy reflejado en la obra de cada uno de nosotros. Algo de lo que hablamos mucho en nuestros encuentros fue de El jardín de las Delicias, de El Bosco, de ese clima apocalíptico, pero trasladado a un código y un lenguaje más moderno”, cuenta Schussheim sobre la propuesta evocada en la exhibición.
“Es como entrar a una película”, dirá luego la escenógrafa de luminosos ojos claros y cabellera colorada, sobre la muestra que, de algún modo invita a perder la noción del tiempo, a sumergirse en un espacio de extrañamiento y fascinación y donde todos los elementos orbitan alrededor de su sirena, una instalación que, además, fue modelada en 3D para lograr mayor realismo. El torso de la obra -desnuda- es una réplica exacta de Schussheim: sus ojos, sus manos, su nariz, sus hombros, sus pechos. Una leve brisa que sacude su cabellera, ayuda a lograr un mayor impacto. El parecido es impresionante.
“Esta sirena soy yo”, manifiesta la artista y añade: “El escaneo en 3D te reproduce tal cual, no es algo que se te parece; ¡Es un calco! Es muy fuerte”, evalúa. La parte de la cola de la sirena, en cambio, “fue trabajada como una escultura tradicional, porque, obviamente, eso no existe”.
No es la primera vez que Schussheim presenta una escultura de una sirena en el Centro Cultural Recoleta pero si bien hay diferencias en la realización y en lo conceptual entre esta y aquella mítica instalación de mediados de los 80, como parte de la muestra Nave (que atrajo a unas 160 mil personas), en ambas es innegable el atractivo, la escena hipnótica, la imagen de alto impacto visual.
“Son distintas. Aquella de los 80 que estaba sobre un barco, en la cubierta, de espaldas, mirando hacia un telón pintado, era muy artesanal, como correspondía a su época. Tecnológicamente esta es otra, que soy yo”, remarca. Y esta vez hay movimiento en lo que la sirena observa. Por otra parte, la banda sonora que acompaña la escena fue realizada por Damián Laplace, el hijo de Renata, fruto de su relación con el actor Víctor Laplace.
Ahora la música cumple un rol fundamental: de repente, suena en la sala “Stardust”, de Glenn Miller, aunque la melodía está distorsionada. Como ecos de un pasado. Hay algo además que observa esa sirena-Renata, una proyección -un loop de tres minutos- de imágenes, de cielos primeros, un profundo mar luego, y de repente, todo negro: el impacto de un violento volcán en erupción -aunque no es necesario verlo para notar la secuela que provoca-, una bocanada de pestilente humo negro que todo lo copa.
“Es como el glamour de una época prehistórica. Esa era mi idea: lo que desapareció, lo que está desapareciendo. La naturaleza, el deterioro, y ese cielo amenazado. Nada más. Lo demás ya todos sabemos lo que está pasando en nuestro planeta. Así me pareció más sugestivo, al crear ese clima”, señala la artista cuya obra siempre se relaciona con lo fantástico.
Cuando en 2006, Schussheim presentó en el Museo Nacional de Bellas Artes una retrospectiva de su carrera, con más de cincuenta piezas desplegadas en la sala, incluyó, además de una sirena, junto con esculturas en tamaño real de cuerpos humanos con cabezas de perro o, por ejemplo, figuras humanas con cabeza de pájaros, descansando, con sus piernas cruzadas, en un aro colgado del techo (seres antropomorfos como los que ahora se ven pintados en la fachada de la bienal).
¿Qué simbología tiene la sirena para Renata, una figura a la que recurre una y otra vez? “No hay una sola idea, pero para mí es un personaje ficticio muy fuerte. Tengo muchos libros sobre sirenas, sé mucho de ellas: la primera sirena tenía dos colas, venía de un pájaro y luego se transformó. Además, me traslada a mi infancia. Desde que era chica y leí La sirenita me impresionó muchísimo su figura. Ese cuento de Andersen es de una crueldad nunca vista: y cómo ella sacrifica su mundo. Es muy atractiva como mito: lo podes relacionar con miles de cosas, desde lo sexual hasta lo que quieras. Y lo interesante es la mirada del otro, el que ve la muestra”, desgrana la artista nacida en 1949.
“Se dice que las sirenas atraen locamente a los viajeros -escribe Laura Spivak en el texto curatorial-. Crean ilusiones y son la perdición de los exploradores del mar. Enigmática y con la sabiduría del tiempo en su mirada, la sirena de Renata contempla el universo en su insondable oscilación entre destrucción y renacimiento, vida y muerte, seducción y perdición”.
En los alrededores de esta suerte de nave nodriza, se alojan las creaciones de estos cuatro jóvenes artistas: las delicadas esculturas hechas con fragmentos de lo que la sociedad descarta, de Emilia de las Carreras; nidos que albergan monstruos de Dana Ferrari; una sala de máquinas que conjuga lo industrial con lo animal, de Nazareno Pereyra; o una comunidad de personajes de ciencia ficción, de Ramiro Quesada Pons.
Fuente: Télam S.E.
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