Las oportunidades para entender mejor los aciertos y los desaciertos en torno a las ideas que explican la marcha y la cohesión de las sociedades se incrementan en tiempos de guerra. Y la razón es simple. Es precisamente en tiempos de guerra, tal como demuestra ahora el conflicto entre Rusia y Ucrania al encender las alertas económicas y geopolíticas del planeta entero, cuando lo que se precipita entre participantes directos y espectadores lejanos es la imagen de una disolución total. Una amenaza de peligro catastrófico que, al mismo tiempo, también convoca a pensar, por las buenas o por las malas, los términos en los cuales habrá de hacerse más tolerable y habitable el mundo.
Arrastrados por eventos históricos distintos pero con un mismo tenor disolvente, este es el motivo para que La fuerte razón para estar juntos, escrito por Peter Sloterdijk poco después de la caída del Muro de Berlín, cuando la identidad de la nación alemana necesitaba reestablecerse; La era del individuo tirano, escrito por Éric Sadin al calor de las crisis de representatividad democrática y la pandemia global de Covid-19, e Infocracia, escrito por Byung-Chul Han frente a la batalla en forma de información que inunda desde hace tiempo nuestras pantallas, encuentren una zona de influencia común a la hora de analizar las agitaciones del presente.
Estas agitaciones son concretas y reconocibles, y si bien revisten cualidades que pueden enunciarse desde perspectivas filosóficas diversas, todas comparten un interés particular por el modo en que, en tanto que agitaciones, adquieren forma y permeabilidad en los medios de comunicación. Son estos, al fin y al cabo, los que “conectan a los individuos con el vicioso malestar del ciclo público de réditos y sensaciones”, como escribe Sloterdijk al explicar que los medios “producen directamente las poblaciones y los imperios nacionales modernos, en la medida en que logran darles existencia a estos grandes cuerpos políticos como comunidades temáticas de excitación”.
Tres panorámicas del fin del mundo
La fuerte razón para estar juntos, por lo tanto, explora y discute a partir de la necesidad de construir “un pueblo” el modo en que “los medios de comunicación colaboran para que las comunidades se agiten siguiendo mareas de amor y odio colectivos”, como señala Margarita Martínez en su prefacio. En consecuencia, una nación es una estructura que tiene que estimularse moralmente a sí misma para seguir adelante, y también tiene que producir y actuar de forma pública para creer en sí misma. Pero, ¿qué ocurre, se pregunta Sloterdijk, cuando la corteza moral y política de una comunidad nacional sólo puede determinarse por “la paranoia social, competitiva y existencial, por la envidia inmediata del rival más próximo, por los duelos por el mejor acceso a bienes aparente o realmente escasos, por la guerra de ambiciones y lascivias?”
Trasladadas a las redes sociales, Sadin sigue las huellas de este “individualismo liberal” para presentar lo que rebautiza como “la era del individuo tirano”, una “condición civilizatoria inédita” que muestra la abolición progresiva de todo cimiento común para dejar lugar a un hormigueo de seres que esparcidos entre Facebook, Twitter e Instagram, de ahora en más pretenderían representar “la única fuente normativa de referencia y ocupar de pleno derecho una posición preponderante”.
En consecuencia, como han señalado Eli Pariser (con sus advertencias sobre las “burbujas de filtro”), Evgeny Morozov (con su crítica al “internet-centrismo”), Byung-Chul Han (con su análisis de una sociedad neoliberal que se vuelve apolítica a fuerza de ejercicios catárticos de indignación digital) o David Runciman (atento a las trampas de una “tecnocracia”), para Sadin quienes lleven adelante sus vidas en los gratificantes límites de las redes sociales seguirán encontrando la única brújula de autodefensa existencial en el compromiso total con su narcisismo, (“un nuevo posicionamiento de los individuos”, lo llama Sadin), mientras allá afuera, en la realidad material, se incrementan “condiciones de vida más arduas que implicarán situaciones de extrema precariedad y fenómenos de pobreza masivos”.
En una línea de análisis semejante, Byung-Chul Han (que, como Sadin, recurre a la obra de Hannah Arendt para iluminar los riesgos totalitarios de este panorama) desarrolla en Infocracia la idea de que bajo un entorno digital que ha convertido el principio originario de “community” (comunidad) en un “commodity” (producto básico), las redes sociales convirtieron el consumo y la identidad en lo mismo, de modo que la propia identidad “deviene en una mercancía”. A partir de ahí, la “autoescenificación” de los influencers, con su imparable exhibición narcisista de “un mundo de la vida basado en la red”, fija las bases para la expansión de una “arbitrariedad subjetiva” que, al amparo absoluto de las pantallas, “debilita la conciencia de los hechos y de la facticidad”.
En consonancia con Sadin, de acuerdo a Han el efecto final de este escenario es que toda “acción comunicativa”, fundamental para la política, es clausurada por la lógica de las “infoburbujas autistas”, que al estimular una “dictadura tribalista de opinión e identidad” empuja a los individuos, cada vez más atomizados, a “aferrarse desesperadamente a sus opiniones porque, de lo contrario, su identidad se ve amenazada”.
Tres recorridos por un mismo paisaje de incomodidad
A pesar de remitirse al instante en que la República Democrática Alemana y la República Federal de Alemania se unificaron tras la caída del Muro de Berlín en 1989, las ideas de Sloterdijk a la hora de analizar qué tipo de fuerzas se proponen disgregar todo tejido comunitario a su paso conservan una sorprendente actualidad. “Las sociedades competitivas, movilizadas y capitalistas ya traspasaron hace algún tiempo un punto a partir del cual no existen criterios para crear y calmar a las mayorías satisfechas”, escribe en La fuerte razón para estar juntos.
En efecto, los síntomas iniciales de este nuevo proceso de dinamización constante de la política, la cultura y la economía (que tras la caída de la Unión Soviética alcanzaría al mundo entero) estaban a la vista de Sloterdijk mucho antes de la masificación de internet bajo la forma de lo que, ahora, prueban bien las redes sociales. Con su “modo hiperquinético”, sería en estas plataformas donde los “procesos de innovación inconclusos e incompetentes” tendrían su consagración, al punto tal que, un tiempo después, Sloterdijk escribiría que “no cabe duda de que la palabra ‘sostenibilidad’ se presenta como el síntoma semántico fundamental de la crisis cultural de hoy en día”, como dice en su libro Estrés y libertad.
Tras la estela de Sloterdijk pero anclados en lo que Han llama “régimen de la información” y Sadin “particularismos autoritarios”, tanto uno como otro coinciden otra vez en que las “fake news”, entre otros ejemplos coyunturales, son las formas más acabadas de “un momento de sospecha aguda respecto a toda palabra que se perciba como derivada del sentido común mayoritario o dominante” (Sadin) o “un nuevo nihilismo que socava la distinción entre verdad y mentira dentro de un proceso destructivo en el que el discurso se desintegra en información” (Han).
En este sentido, se trate del “advenimiento de subjetividades revanchistas”, como escribe Sadin en La era del individuo tirano, o de “infoguerreros que mediante las fake news hunden a la democracia en la jungla impenetrable de la información”, como escribe Han en Infocracia, el diagnóstico central de ambos es el mismo: frente al poder hipnótico y en apariencia eterno de Silicon Valley, la política como acción y representación ya no parecería ofrecer ningún credo trascendente ni compartido.
Tres respuestas para recomponer un mundo en común
Antes de llegar a las posibles respuestas ante esta amenaza de desastre, tal vez sea necesario otra pregunta. ¿Qué sugiere que Éric Sadin y Byung-Chul Han digan casi lo mismo y al mismo tiempo? La cuestión es importante, ya que no apunta a desnudar una carencia de originalidad sino un auténtico problema filosófico de fondo. ¿Acaso “la convergencia y la sincronización impuestas por la tecnología moderna”, como señala el filósofo de origen chino Yuk Hui, no necesitaría ser “fragmentada” para que el pensamiento pueda divergir y diferenciarse? Si esto no ocurre, resulta cada vez más evidente que ciertos modos de pensamiento tienden a una glaciación recurrente que, como prueban estos dos autores, oscila entre fantasías acerca de una Modernidad a la que es imposible regresar y un Apocalipsis que estimula la imaginación escatológica antes que las ideas.
En tal caso, si toda nación es, como dice Peter Sloterdijk, “un mercado de relaciones vibrante”, y si, por eso mismo, el criterio de la época actual es “la movilización absoluta del dinero, la información y la vida”, ¿qué es necesario escuchar un poco más allá del principio de “divergencia y sincronización” de los medios masivos para sostener la unión de ese cúmulo siempre conflictivo de millones de sueños, resentimientos, traumas y esperanzas? De acuerdo con La fuerte razón para estar juntos, la solución a esta inquietud debe ser heroica. De lo que se trata, por lo tanto, es de insistir en el conjunto, ya que a pesar de las turbulencias democráticas (por ejemplo del populismo, “un término comodín a menudo utilizado por las élites para descalificar movimientos políticos sobre los que no logran ejercer suficiente poder”, como dice el economista Thomas Piketty), lo fundamental es la “escenificación psicoacústica de lo que se escucha juntos, lo que se lee juntos, lo que se mira juntos, lo que se informa y emociona juntos”.
Por su parte, Éric Sadin propone como potencial salida frente a la “profusión de mónadas satisfechas de gozar todo el tiempo de aquello que se supone que les conviene más en cada instante” una división de corte trágico. Por un lado, estarán quienes “respeten la dignidad y la integridad humanas y estén preocupados por garantizar a todos igualdad y justicia”, y por otro, quienes “arden en deseos de dejar hablar la propia ira, resueltos a no determinarse sino únicamente en función de sus afectos y credo subjetivos”. Por supuesto, el modo en que esta división simplista entre ángeles y demonios pudiera ponerse en práctica es difusa, y a la luz de los resultados históricos de toda política basada en esencialismos morales del mismo cuño, tal vez su condición de simple declamación oportunista siga siendo su característica más deseable.
Para Byung-Chul Han, en cambio, frente a una “comunicación sin comunidad” que arrasa las bases de una democracia que requiere de una “comunidad de oyentes” repentinamente en extinción, la única alternativa es entender que en la medida en que sólo nos escuchamos a nosotros mismos, lo que se disuelve es la noción de alteridad, fundamental para toda comunidad. Fiel a su perspectiva romántica, este diagnóstico no implica ningún programa de futuro, sino un repliegue idealizado en lo perdido: “La verdad se desintegra en polvo informativo arrastrado por el viento digital. La verdad habrá sido un episodio breve”. En el balance general, ya sea que se trate de miradas heroicas, trágicas o románticas con inclinaciones hacia el optimismo o el pesimismo, los términos en los que el mundo habrá de hacerse más tolerable y habitable permanecen en discusión.
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