En memoria de Miguel Ángel Estrella, músico de la paz y embajador de los derechos humanos

Hijo de inmigrantes libaneses criado en el norte argentino, fue un notable pianista de formación clásica que trascendió en el mundo a través de sus tareas solidarias por la inclusión y la igualdad

Miguel Ángel Estrella en el CCK

Miguel Angel Estrella dice que engañó a la muerte y a sus verdugos contándole historias. Rezaba en voz alta, mientras lo torturaban en una prisión clandestina cerca del aeropuerto de Montevideo en 1977. Durante una de esas torturas se le ocurrió la idea de crear Música Esperanza. Se había prometido que si sobrevivía llevaría la música de Bach y Beethoven a los barrios marginados, hospitales, cárceles, villas miseria, campos de agricultores. Era una manera que la música funcione como una señal, un pájaro de libertad, que permita elevarse sobre la propia realidad, como le pasó a él que, mientras lo torturaban, lo único que podía hacer era pensar en cómo sonaba un preludio de Bach o la música de Beethoven para sentirse un poco más libre, para sobrevivir un día más. “Me propuse hacer música contra la locura y la tortura del poder. Quiero pelear con la música contra quienes quieren sojuzgarnos”, dijo, tiempo después sobre lo que se transformó en la misión de su vida.

Hijo de Omar Estrella, un poeta socialista, y Ana María Borges, una maestra rural, Miguel Angel Estrella creció en el seno de una familia de inmigrantes libaneses de apellido Najem. A sus abuelos les cambiaron el nombre cuando ingresaron al país. Como no sabían hablar castellano empezaron a señalar el cielo y el oficial de migraciones les puso en el documento Estrella: nayem significa en árabe astro del cielo. Su primera infancia transcurrió en el pueblo de Vinará, un caserío en Santiago del Estero. Ese contacto con las comunidades rurales, sus silencios, su imaginario, su poderoso conjunto de creencias, lo marcaría toda la vida.

”Yo no la veía como una vida dura, sino que era hermosa”. Volvieron a Tucumán cuando su padre puso una pequeña librería en el centro. Un día lo llevó a ver un concierto con música de Chopin y tuvo una epifanía a los doce años. Sintió que eso es lo que quería hacer a lo largo de su vida. Comenzó a estudiar piano en la adolescencia. Tenía un oído natural para la música y había sacado de primera escucha las zambas de Atahualpa Yupanqui: “La pobrecita”, estaba dentro de sus preferidas.

Miguel Angel Estrella

Su abuela que era dura con sus hijos pero se desarmaba frente a sus nietos, alentó que tocara el piano pero le hizo una pequeña advertencia: “Dios le da a cada ser humano su gracia. A vos te dio la gracia de la música. Vos la tenés que compartir con los demás”, cuenta Miguel Angel Estrella.

Un maestro extranjero que se cruzó con la madre de Estrella le aconsejó a la familia que lo mandaran a estudiar música a Buenos Aires. Era demasiado chico. La familia quería que mantuviera las costumbres norteñas. “Nosotros queremos que toda tu vida seas un chango del norte. Acá vivimos en plural”, le dijo su madre. Una frase que repetiría como parte de un mantra personal. Cuando terminó la secundaria se mudó a Buenos Aires para estudiar en el Conservatorio Nacional. En 1965 viajó a París para formarse con maestros como Nadia Boulangier, la misma que fue definitiva en la carrera de Astor Piazzolla, a quién le aconsejó dedicarse a componer tangos.

Estrella se perfilaba como uno de los grandes pianistas de su generación pero eludió el camino artístico de los pianistas clásicos del circuito internacional, aunque con el tiempo llegó a tocar en las mejores salas de conciertos del mundo, incluido el Teatro Colón. Decidió en cambio, volver a la Argentina, quizás guiado por aquella sugerencia de su abuela, que la música era para compartirla con otros en aquellos lugares donde compositores como Bach, Beethoven, Chopin, Mozart, no sonaban todos los días. Cargaba el piano vertical en una camioneta y se internaba a tocar en comunidades indígenas a la sombra de algún algarrobo sonatas de Brahms, mientras despuntaba alguna historia del compositor.

Miguel Angel Estrella en el CCK

Su militancia en el peronismo lo puso en el ojo de la dictadura a partir de 1976. A raíz de las persecuciones se exilió a Uruguay, pero en lo que se conoce como uno de los primeros casos del accionar del Plan Cóndor, fue secuestrado y torturado en una casa clandestina cercana al Aeropuerto de Carrasco, donde un coronel hizo el simulacro de su muerte. “Te vamos a hacer como le hicimos a Víctor Jara, te vamos a cortar las manos”. Por la presión internacional -hasta la reina de Inglaterra se comunicó personalmente con el gobierno militar uruguayo para interceder-, fue trasladado al penal paradójicamente llamado “Libertad”, donde estuvo dos años y a la que luego regresó a tocar para los presos en 2012. Nunca expresó resentimiento por aquella experiencia dramática: “No guardo odios para con nadie... El odio es el herrumbre del alma, solía decir mi madre”.

Luego de crear la fundación Música Esperanza, que llegó a tener más de cincuenta sedes en todo el mundo, se lo empezó a conocer como el “músico de la paz”, la inclusión y los derechos humanos. Allí donde había un conflicto religioso su piano, también, estaba. Creó la Orquesta Para La Paz, que reunió a músicos cristianos, musulmanes y judíos. También desarrolló desde Música Esperanza programas para la formación de músicos de comunidades indígenas. Ofreció conciertos gratuitos en cárceles, hospitales, barrios marginales, con sus formaciones de orquesta o cuarteto.

Recogió grandes reconocimientos en vida por esa labor social. En 2003 fue nominado embajador argentino en la Unesco y en 2009 fue miembro del jurado del Tribunal Russell sobre Palestina. Fue nominado Caballero de la Legión de Honor en Francia y en 2013 el Senado argentino lo distinguió por su carrera y su defensa de los derechos humanos. En 2014 recibió el premio Danielle Mitterrand de la Fundación France Libertés.

Miguel Angel Estrella

Pero lejos de los honores, la etiqueta, Estrella disfrutaba sobre todo de regresar a Tucumán y Santiago del Estero, los lugares que fueron el centro de su vida. Allí le gustaba tocar el piano rodeado del paisaje norteño. Empezaba con un ritual. Tocaba un fragmento de una habanera de Ravel, que siempre utilizaba para saber si el piano estaba afinado. Dejaba que sus dedos disfrutaran de los silencios entre las notas y después empezaba a desplazarse con elegancia primero con la mano izquierda y después con una técnica de prestidigitador en la mano derecha. Eran sesiones matinales. En ese momento, cerraba los ojos y se sentía el hombre más libre del mundo. “Cuando uno hace música está lleno de imágenes, sueña, volás, te vas lejísimos, a mí como preso me pasaba porque sentía mucho menos el dolor de la tortura”.

Cada vez que tocaba, sentía que la música volvía a vencer a la muerte.

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