Al fin y al cabo, El Porteño fue “un acto de amor”. Así lo define su fundador y primer director Gabriel Levinas, 40 años después de la publicación del primer número de la revista que dejó una huella en la historia del periodismo argentino. El Porteño, el mensuario nacido en el emblemático 1982 de la guerra de Malvinas y el derrumbe de la dictadura, fue capaz de reflejar en sus páginas temáticas poco (o nada) tratadas por los medios de la época: derechos humanos, marginalidad, drogas, diversidad sexual, corrupción, ecología, poesía y literatura de vanguardia, arte, cultura, pueblos originarios. Y una importante lista de etcéteras.
A la distancia en el tiempo, se puede concluir también que El Porteño incubó en sus páginas, el germen -y las contradicciones- del discurso dominante del progresismo argentino que más tarde habría de conducir al alumbramiento del diario Página/12 unos años después, la fatal ocurrencia del intento de copamiento del regimiento de La Tablada en 1989 y en términos más personales, el encumbramiento de Jorge Lanata como estrella del periodismo argentino en los últimos 35 años. Todo eso empezó con El Porteño. Incluso la invención del término “psicobolche”, tan popular aún hoy en la segunda década del siglo XXI. Según Levinas, Miguel Abuelo inmortalizó la expresión un jueves de comida comunitaria en la redacción. “Venían muchos personajes, teníamos un gran cocinero y se hablaba de todo en esas largas sobremesas… En eso entró un pendejo con un pulover wichi tejido, barba larga y un ejemplar de El Porteño bajo el brazo. Lo vimos con Miguel e intentamos definir al personaje. Una de esas palabras, fue psicobolche. Y ahí quedó”.
En verdad, una vez relatados los acontecimientos por el propio Levinas -una mosca en la sopa del progresismo porteño- luego de un largo diálogo con Infobae Cultura, aquello del “amor” remite a una razón más personal. “Un día fui a almorzar a un restaurante sueco que estaba en la calle Paraguay y ahí me encuentro que ahí estaba, trabajaba como moza, Alejandra Lutteral. Yo estaba enamorado de ella, mal… Nos pusimos a hablar, me preguntó en qué andaba. Yo no tenía idea de la revista, ni cerca. Pero me dijo que estaba buscando trabajo como fotógrafa y en ese momento, rápidamente, invento “justo estoy por hacer una revista”. Le dije que le iba a avisar para que me ayude a armarla. Entonces me fui a hablar con Briante y Di Paola. Miguel Briante no tenía laburo, escribía algunas críticas para catálogos. Jorge tampoco (aunque él nunca trabajó mucho), de vez en cuando hacía notas para algún diario. Los dos estaban muy borrachos, muy hechos mierda… Agarraron viaje enseguida”.
El Porteño fue en más de un sentido, evidentemente contracultural para la época. Era un momento todavía oscuro de la dictadura aunque ya se percibían algunos movimientos de placas tectónicas, políticas y sobre todo, económicas. Recuérdese: 1981 es el año del famosa frase del entonces ministro de Economía Lorenzo Sigaut (“El que apuesta al dólar, pierde”) y del golpe interno que encumbró a Leopoldo Fortunato Galtieri a la presidencia, preámbulo, de la aventura loca de Malvinas al año siguiente. En ese contexto, la revista inició su camino. “Se sumaron María Moreno, Armando Rearte -pintor- a cargo del diseño y un pequeño grupo inicial. Y Alejandra, por supuesto, como fotógrafa. Ella era liberal en el sentido estadounidense, había vivido en París… Entonces yo quería hacer una revista que a ella le guste, a su medida. Fue una especie de polo ético que se me metió en la cabeza para pensar la revista”.
En la carta editorial del primer ejemplar de enero de 1982, Levinas no dejó de referirse al momento en el que lanzaba esa propuesta: “La aparición de una nueva revista en las circunstancias actuales puede parecer insensata. De hecho, lo es. También es cierto que escucho hasta el hartazgo alocuciones y declaraciones que se anuncian a sí mismas como sensatas y cuyos resultados están a la vista. Parece alocado, hoy en día, tener un proyecto y correr un riesgo, tanto personal como colectivo. Veo mucha gente paralizada a la espera. De las dos formas de locura posibles, algunas personas y yo hemos preferido la aventura de una tarea y hemos logrado un acuerdo básico que acepta el disenso y por el cual emprendemos el camino contrario al habitual en la mayoría de las revistas, durante los últimos años”.
Cuatro décadas después para Levinas, El Porteño “terminó produciendo un cambio asombroso en el periodismo. Más que nada lo que hicimos fue abrir espacios, posibilitar cosas nuevas. Crecieron cosas que de otro modo no hubieran tenido posibilidad de ser o hubiese llevado mucho tiempo más. Más que nada era la libertad: haber metido a las Madres de Plaza de Mayo, el feminismo, la vida de los presos comunes, la homosexualidad, no existía hasta ese momento. Hicimos otra cosa también, algo que le había pedido a Briante y él cumplió. Traducir a los intelectuales. Los intelectuales utilizan palabras crípticas y con eso creen que tiene un poder propio, e impiden una discusión. Cuando lo llevas al lenguaje coloquial, te das cuenta que el tipo es un pelotudo. Si no lo podés decir fácil es porque vos mismo no lo entendés… Tratamos de hacerlo, y creo que arrimamos bastante el bochín”.
La nota de tapa del primer número resultó elocuente, y mucho más la imagen de tapa. La foto de un habitante del impenetrable chaqueño con expresión de fatiga y desesperanza, contrastaba con la idealización del “porteño” como representación de la argentinidad, el tipo canchero y locuaz que se veía en los shows televisivos y películas de la época (simbolizado en la pose de Jorge Martínez, “un león vendiendo Dúrax”, en una famosa publicidad de los 70). La revista se ocupaba en la nota de la memoria perdida de los aborígenes argentinos, pero también del psicoanálisis en esos tiempos de crisis, de una represa como amenaza al medio ambiente del litoral, de los resurgidos grupos neonazis que reflotaban la onda de la Liga Patriótica de los años 30, medio siglo después. “Hablar de los aborígenes y el genocidio que había ocurrido, era también una forma de entrar de costado al tema de los derechos humanos. Fue para probar los límites”, dice el fundador de la revista.
En el relato de Levinas, la figura de Miguel Briante es central para entender por qué El Porteño fue lo que fue. Después, vendrían Jorge Lanata y Enrique Symns como estrellas invitadas, pero esa es otra (posterior) historia. Briante fue un escritor y periodista argentino a quien el término -tan usado por momentos- “brillante” le caben en su biografía. A los 17 años, su cuento “Kincón” fue premiado en un concurso de la revista El escarabajo de oro y compartió honores, nada menos, con Ricardo Piglia y Germán Rozenmacher. A los 20 publicó Las hamacas voladoras, su primer libro de cuentos, y a los 24, los relatos de Hombre en la orilla. “Había escrito un libro de cuentos perfectos y era un periodista que narraba con una maestría de geómetra”, escribió María Moreno de él.
“Con Briante al lado no hacía falta que yo supiera mucho de periodismo, más que tirar las líneas generales. Incluso debí atravesar algunas de las trampas que Miguelito me ponía a veces para que quedara en evidencia que él sabía más que yo… Dipi me cuidaba. Pero bueno, así aprendí a lidiar con estos dos figurones. Briante era de la corporación, amigo de Rodolfo Walsh, Paco Urondo… Era el mejor narrador que había, tal vez uno de los mejores narradores que hubo nunca en Argentina. Esta nota del primer número, que él escribió pero en la que trabajamos juntos, reflejó lo que pensábamos los dos. Hubo una escena: los fotógrafos vinieron conmigo para tomar a los aborígenes carneando una vaca. Por otro lado, había un aborigen estaba escribiendo a máquina. Briante quería esa foto, yo estaba copado con la otra escena, casi ritual, del carneo. Esa diferencia ideológica se notó en toda la revista”.
De nuevo la cuestión inusual para esa Argentina y ese tiempo. Levinas tenía el New Yorker como modelo -como tantas otras veces en el nacimiento de medios con pretensiones intelectuales alrededor del mundo- aunque también resonaban en la revista los ecos de Crisis, Humor y El Expreso Imaginario por ciertas temáticas en común. “Eso de encontrar en la misma revista tipos que pensaban completamente distinto, nos distinguió también. No teníamos limitaciones ideológicas”. A medida que crecía el poder de llegada de la revista -y los números de la venta de ejemplares, modestos al lado de los tanques pero para nada despreciables para aquel mercado-, el pequeño emprendimiento editorial se ganó un nombre en el ambiente intelectual -valga la redundancia- porteño y para Levinas, se inicia una etapa de tironeos internos varios. “Cuando llegó la guerra de Malvinas, también chocamos. Yo pensaba que había que salir en contra, Br iante decía que no se podía salir en contra. Ahí casi se fue a la mierda todo, pero logramos una especie de acuerdo. El editorial era pacifista, y la nota principal era una entrevista de Briante a Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz. Era todo un mensaje para la sociedad beligerante de la época”.
En este momento aparece en escena Enrique Symns. El periodista gonzo argentino: poeta, escritor, monologuista y amigo del triunvirato en jefe de la comando en jefe de Patricio Rey y sus redonditos de ricota nada menos -Indio Solari, Skay Beilinson, la “Negra” Poly-, y más adelante, autor de la célebre y transgresora revista Cerdos & Peces (que tuvo recientemente un reverdecer de notoriedad en redes, a partir de la digitalización de todos sus números por iniciativa del proyecto Archivo Histórico de Revistas Argentinas). “Lo conocí porque me hice cargo de la edición de la revista Pan Caliente y él colaboraba con Jorge Pistocchi. Trajo a El Porteño temas que yo quería dar: homosexualidad, presos comunes, cocaína y prostitución. Era capaz de escribir siete notas en un minuto y todas distintas, firmadas por tres nombres distintos. Era especial, una especie de William Burroughs argentino (de hecho empecé a leer a Burroughs por él). A Briante y su séquito no les gustaba nada… Así empezó a salir Cerdos & Peces adentro, como un insert de la revista. Para que quedara claro que Enrique no tenía nada que ver con nosotros”.
Y la nave iba. El número de agosto de 1983, poco antes de las elecciones que consagrarían a Raúl Alfonsín como futuro presidente, armó tanto revuelo que, boom, una bomba voló la redacción de la calle Cochabamba. El motivo: la nota de tapa trataba el tema de los hijos de desaparecidos, presentado como “la permanencia del horror”. El editorial de Levinas abría con una cita del libro Mi Lucha, de Adolf Hitler y reclamaba por una defensa urgente de la justicia y de la democracia: “si no lo hacemos nosotros tendrán que hacerlo nuestros hijos – si están vivos – mañana”. La investigación sobre los niños desaparecidos contaba con declaraciones de Hebe de Bonafini (amiga de la casa en ese entonces), que relataba la existencia de casos de torturas a niños para hacer confesar a sus padres, así como la existencia de más de 400 menores que habían sido secuestrados o que habían nacido durante el cautiverio de sus madres.
“Ruso, nos volaron la revista. Te paso a buscar”. Miguel Briante le avisó a Gabriel Levinas lo que había ocurrido. “Estábamos a la vuelta de un edificio del Batallón 601, no había manera de que eso pasara si ellos no tenían que ver. Y en el camino a la redacción para ver cómo había quedado, Miguel me pidió volver. Había renunciado un mes antes pero me dijo ‘van a pensar que me fui por la bomba’. Sacamos dos veces el mismo número que habíamos hecho antes de la bomba y vendimos en total 60 mil ejemplares, un montón para nosotros. Pasé a ser héroe porque me habían puesto una bomba y redoblé la apuesta. Hebe de Bonafini vino a putear porque yo había escrito que los chicos desaparecidos eran inocentes. Su planteo era: si los niños eran inocentes, los padres (los hijos de Las Madres) no eran inocentes. Al poco tiempo volvió para decirme que si no sacábamos el tema de la homosexualidad de la revista, ella retiraba la columna de las Madres”.
Llega el turno de Jorge Lanata, el inquieto periodista joven de Quilmes que apareció para ofrecer una exclusiva. “Se veía que era un tipo con mucho olfato periodístico, y con mucha necesidad de llevar adelante sus ideas. Y quería subir, no era joda para él. No era como yo, hijo de ricos. Él venía del otro lado del Riachuelo”. La irrupción de Lanata en el micromundo de El Porteño fue a través del llamado “Caso Italo”, la escandalosa estatización de la Compañía Italo-Argentina de Electricidad SA por parte de la dictadura. Lanata había conseguido las grabaciones de la interpelación al exministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz en una sesión secreta de la Cámara de Diputados. No las publicaron, más bien eligieron devolverlas al entonces presidente de la Cámara de Diputados, Juan Carlos Pugliese. Publicaron esa historia: el robo de las grabaciones, la operación ideada con esa “filtración” y cómo se había decidido devolverla. La revista vendió miles de ejemplares. Lanata iniciaba su carrera al estrellato: en la redacción cooperativa de El Porteño, ideó lo que sería Página/12. Pero esa es otra historia.
La parábola de El Porteño encierra, en sí misma, la larga marcha del progresismo porteño -la tentación es decir “argentino”, pero esto último resulta un poco improbable al menos para este texto de pretensión historicista antes que ensayística-, desde los años finales de la dictadura hasta que alumbró el fantástico cuento de la convertibilidad y los años 90. Levinas habla de “ellos”, cuando se refiere a esa corriente. Y expone su teoría: “no entienden la figura del intelectual crítico, que puede apoyar pero que luego tiene la obligación de señalar si algo está mal, y lo más importante, de decirlo si tiene los huevos suficientes. Esta gente compró el combo completo de la cajita feliz, se la creen y van para adelante. Y tienen esa cosa imbécil, que yo también cometí cuando era militante del PCR, de creer que cuando vos criticas a un compañero que no piensa como vos, o que se está equivocando, le estás haciendo el juego a la derecha. Por eso me fui de El Porteño”.
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