Banda Propia Editoras publicó la primera traducción al castellano de las memorias de Alice Guy, quien realizó la primera película de ficción en la historia: El hada de los repollos, 1896. Alice Guy (1873-1968) fue directora, guionista y productora, pionera en la industria del cine en Francia y Estados Unidos. Comenzó su carrera en París, como secretaria de Léon Gaumont, y luego se traslada a Nueva York. En 1910 funda Solax, su propia compañía, que dirige hasta 1914. Tuvo una trayectoria inédita que coincide con los inicios de la industria cinematográfica y la conformación de los grandes conglomerados.
“Alice Guy filmó sin referencias. Su trabajo cruza el momento más alucinado del cine, un tiempo de búsquedas, mientras aparecía un nuevo tipo de público: el espectador de cine”, dice la cineasta Tiziana Panizza en el prólogo del libro, que contiene imágenes y una aproximación a su filmografía que todavía sigue siendo objeto de investigación.
A continuación, compartimos un extracto de Memorias 1873-1968, de Alice Guy:
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El fonoscopio había experimentado diversas transformaciones hasta convertirse en un aparato reversible, capaz tanto de grabar como de proyectar las imágenes animadas, cuando Gaumont recibió la visita de dos amigos de larga data: Auguste y Louis Lumière. Lo invitaron a presenciar una velada en la Sociedad de Estímulo de la Industria Nacional, donde los hermanos presentarían un nuevo aparato que había inventado. Yo estaba presente y me invitaron también, pero se negaron a dar más explicaciones.
—Ya verán —dijeron—, es una sorpresa.
Nos dio gran curiosidad, por nada nos habríamos perdido esa función.
Cuando llegamos, había una tela blanca extendida sobre uno de los muros de la sala; en el otro extremo, uno de los hermanos Lumière manipulaba un aparato parecido a una linterna mágica. Quedamos a oscuras y vimos aparecer, en esa pantalla improvisada, la fábrica Lumière. Las puertas se abrieron, el flujo de obreros salió, gesticulando, riendo, yendo hacia algún restaurante o a su hogar. Y luego aparecieron una tras otra las películas hoy clásicas: el tren que llega a la estación, el regador regado, etcétera. Simplemente, habíamos asistido al nacimiento del cine.
Algunos días más tarde, el cinematógrafo Lumière presentó las primeras funciones en el subsuelo del Grand Café, en el 14 del bulevar des Capucines.
Fue una hermosa emulación entre los constructores. Gaumont, muy avanzado en esta vía, fue un buen segundo competidor en esta carrera con su cronofotógrafo.
Lamentablemente, prefirió usar películas de sesenta milímetros, lo que implicó ciertas transformaciones y ralentizó un poco sus inicios.
Ahora bien, él (igual que Lumière) sobre todo buscaba resolver los problemas mecánicos. Era solo un aparato más que pondría a disposición de la clientela. Aún no veía el interés que podía representar la grabación de imágenes para la educación y la distracción.
Entre tanto, en la ruelle des Sonneries se creó un pequeño laboratorio para el revelado e impresión de cortometrajes, como desfiles de tropas o andenes de estaciones. El personal de los laboratorios los grababa como demostración, y se exhibían siempre al mismo círculo de personas.
Como hija de editor, yo había leído mucho y aprendido bastante. También había incursionado en el teatro como aficionada, y pensaba que se podía hacer algo mejor. Armándome de valor, le propuse tímidamente a Gaumont escribir uno o dos sainetes y que los actuaran amigos. De haber previsto lo que vendría después, jamás me habrían autorizado.
Mi juventud, mi falta de experiencia, mi sexo, todo conspiraba en mi contra.
Y, sin embargo, lo aceptaron, aunque con la condición expresa de que no interrumpiera mis funciones de secretaria. Tenía que llegar a la oficina a las ocho de la mañana, abrir, anotar, distribuir el correo. Solo después de eso podía tomar el ómnibus de cuatro caballos que subía hasta el parque Buttes-Chaumont por la rue La Fayette, donde usaba lo mejor posible el tiempo otorgado. A las cuatro y media de la tarde debía estar de regreso en la rue Saint-Roch para el correo personal, la firma, etcétera, lo que solía durar hasta las diez u once de la noche. Entonces al fin tenía la libertad de volver al muelle Malaquais para descansar algunas horas, que me parecían muy merecidas.
Por esos días, Léon Gaumont, que encontraba que yo perdía demasiado tiempo en idas y vueltas, me propuso habilitar un pequeño chalé que tenía al fondo de la ruelle des Sonneries, detrás del taller de los trabajos fotográficos, a algunos metros de la famosa plataforma asfaltada. Me lo arrendaría por una módica suma (aun así, ochocientos francos al año). Como no parecí muy convencida, me prometió instalar un baño y encargarle al jardinero del Buttes-Chaumont que desmalezara. Terminé cediendo. Ya me había atrapado el demonio del cine.
Con tristeza, dejamos nuestro ático del muelle Malaquais.
El nuevo complejo quedaba junto a una manzana donde vivían empleados del matadero de la Villete, y solo nos separaba un muro bajo.
Poco después de que nos mudáramos, unos gritos desgarradores me hicieron ir a la ventana. Uno de nuestros amables vecinos, al regresar del trabajo, encontró a su mujer y su hija aterradas frente a un litro de vino que había derramado la muchacha. Ebrio de rabia, enrolló el pelo de su pobre mujer en su puño y con todas sus fuerzas le golpeó la cabeza contra los ladrillos de la casa. Me negué a soportarlo por más tiempo. Además, esta vecindad preocupaba a Gaumont, que hizo elevar el muro y luego compró toda la cuadra.
Así fue como llegué a mi nueva hacienda. En este jardín instalamos, con Anatole [Thiberville], nuestro primer aparato para filmar.
En 1896 no existían los sindicatos. La semana duraba seis días, a veces siete. Las horas presenciales eran… ilimitadas. Recuerdo que un domingo por la mañana vino Gaumont a pedirme que corriera alrededor de nuestro jardín para medir la velocidad con un aparato que había inventado. Insisto, es lo que hoy llaman la Belle Époque.
En Belleville, al lado de los talleres de impresión de trabajos fotográficos, me concedieron una terraza abandonada, con piso de asfalto (lo que hacía imposible instalar una verdadera escenografía), cubierta por un techo de vidrio vacilante y que daba hacia un terreno baldío. En ese palacio libré mis primeras batallas.
Una tela ilustrada por un pintor de abanicos (y hombre fantasioso) del barrio, un decorado impreciso, hileras de repollos recortados por carpinteros, vestuarios arrendados por aquí y allá cerca de la Puerta Saint-Martin. Los artistas eran mis camaradas, un bebé escandaloso y una madre preocupada que se metía todo el tiempo dentro del cuadro. Así vio la luz mi primera película, El hada de los repollos. Hoy es un clásico, y el negativo es conservado por la Cinemateca Francesa.
Exageraría si dijera que es una obra maestra, pero el público no fue indiferente, los intérpretes eran jóvenes, atractivos, y la película tuvo el éxito suficiente para que me permitieran repetir el intento.
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