Estados Unidos. ¿La época? Durante aquellos años que siguieron al fin de la Guerra Civil y la esclavitud, y el triunfo de los Estados signados por el capital industrial sobre un sur agrario, esclavista y conservador. ¿El lugar? Qué otro si no Nueva York. ¿El género? Pues el culebrón.
Este es el escenario en el que transcurre la serie The Gilded Age (La Edad Dorada), en referencia a aquel último cuarto del siglo XIX caracterizado por un gran crecimiento económico y un florecimiento de la industria, la arquitectura e incluso la literatura –que cantaba, por ejemplo, a la “democracia” como horizonte político social general, tal como hacía Walt Whitman con sus versos imperecederos llenos de futuro. Pero no se vaya a pensar que estas características contextuales forman el centro narrativo de la producción de HBO. No: The Gilded Age es un culebrón hecho y derecho, una oda estetizante que cumple con las normas del género. Y sin embargo, aquella realidad histórica se cuela por los poros del melodrama.
Para dar cuenta de una genealogía del melodrama que se describe en estas líneas, bastará señalar que su creador es ni más ni menos que Julian Fellowes, también responsable de Downtown Abbey, esa deliciosa telenovela de muchas temporadas centradas en un castillo perteneciente a una familia de la nobleza británica. Allí transcurren amores y desamores, traiciones y maldades de película y un mundo subterráneo que transcurre en los subsuelos, donde habita el personal de servicio. ¿En qué se parecen una y otra serie? Bueno: en The Gilded Age también hay fastuosas mansiones; amores y desamores; una aristocracia de espíritu -si se quiere, ante la falta de nobleza de sangre en Norteamérica-, subsuelos donde habita el personal de servicio y una capa social que quiere incorporarse al mundo de “the happy few”, como llamaba Stendhal a las minorías ricas e ilustradas. Ahí radica la mayor diferencia: la incursión en una misma clase de diferentes capas sociales, que dan bienvenida a la realidad para ser ficcionalizada. Pero que no se espante nadie. La serie no pierde el encanto ni las convenciones que hacen único a un novelón.
La historia es así: Marian Brook (Louisa Jacobson, volveremos sobre ella), una joven de la Pensilvania agrícola, que viaja a Nueva York luego de quedar sola tras la muerte de su padre. En la ciudad es bien recibida por sus tías Agnes van Rhijn (la gran Christine Baranski) y Ada Brook (una desaprovechada Cynthia Nixon), hermanas de su progenitor quienes (viuda y con un hijo la primera y soltera la segunda) forman parte de la “alta sociedad”, un grupo pequeño de personas unidas por la tradición en el arte del abolengo y la riqueza. Durante el trayecto a NY, Marian conoce a Peggy Scott, una joven afroamericana que busca su lugar en la ciudad que luego sería conocida como La Gran Manzana, luego contratada por la tía Agnes como secretaria.
En la mansión donde reina Agnes Van Rhijn existe también una servidumbre tradicional, mayordomos, cocineros y damas de compañía, pero que no cobrarán tanta importancia como en Downton Abbey. Por el contrario, sí tienen monumental importancia los vecinos de enfrente por una sencilla razón.
Antes señalamos que nos detendríamos en el personaje de Marian Brook y, para mayor claridad, en la actuación de Louisa Jacobson, cuya madre es la imbatible Meryl Streep. Louisa demuestra en esta oportunidad que el talento no se aloja en los genes ni se transmite porque parece tener un solo registro para su rol, el de una bondad a tal punto exasperante y una eterna sonrisa alla Gioconda. El problema es que su interpretación de Marian Brook es una decisión equivocada de la dirección de la serie, un invento de Fellowes para su personaje o, mucho peor, el resultado del abandono de Meryl Streep de su pobre hija que nunca obtuvo unos tips de actuación. ¿Quién no se inclinaría por la más que realista última opción?
Pero volvamos a los vecinos de enfrente, que resultan ser los Russell, un matrimonio brillantemente compuesto por George (Morgan Spector), un burgués que amasa fortunas indecorosamente gigantescas de la mano del ferrocarril, y su esposa Bertha (Carrie Coon), quien ambiciona ser integrada al grupo de “the happy few” de New York a través de un riguroso plan para lograrlo. Invierte caudales de dinero para ese fin y posee una determinación calculadora que la lleva a que cada mínima acción apunte a sus objetivos (sin importar demasiado el destino de su joven pareja de hijos, salvo que le sean útiles a su fin existencial).
Se debe señalar que la primera capa de la burguesía (“the happy few”) tiene sus orígenes míticos en los fundadores del Mayflower, barco que llevó a América a los padres de la patria estadounidense desde Inglaterra, que se sostienen en el acrónimo WASP, que significa White Anglo Saxon Protestant (blanco protestante anglosajón) y cuya pertenencia real o simbólica como descendientes de aquellos primeros inmigrantes aún tiene un peso simbólico. La segunda capa de la burguesía, la de los Russell, se remite a las familias que consolidaron sus fortunas durante el siglo XIX y con métodos no tan nobles: los Morgan, descendientes de piratas y dueños de la banca del mismo nombre; los Rockefeller o los Vanderbilt, cuyos ancestros eran conocidos como Baron Robbers (barones del robo) en referencia a los métodos de acumulación de capital que utilizaban. Y así. Bien, en la era de la democracia, ¿por qué esta capa social no podría ser parte de la aristocracia del espíritu, cuando joyas, oro, industrias y tierras les sobraban? Quizás la determinación de Bertha Russell en romper esa barrera con códigos escritos por generaciones, sea la cuestión más interesante de la novela, es decir, de la serie.
El capítulo final debe ser otorgado a la historia de Peggy (Denee Benton), la joven afroamericana que intenta cumplir su sueño de escribir ya sea como periodista o de ficción. Su personaje no proviene de los sectores más postergados de la sociedad, ya que en aquellos años del desarrollo estadounidense también hacía su surgimiento una burguesía negra. Y a pesar de vivir en una sociedad atravesada por la modernidad (es recomendable detenerse en el episodio en el que Thomas Alva Edison muestra cómo la luz eléctrica iluminará Nueva York), el racismo no escatima sus manifestaciones (un estado de las cosas que se extiende hasta hoy, basta pensar en el movimiento #BlackLivesMatter de este último período). Si bien la determinación en sus objetivos podría ser prenda de unión entre los caracteres de Bertha Russell y Peggy, ciertamente la joven negra expresa de manera más firme el signo de la democracia cantado en las Hojas de hierba del viejo Walt.
Y, así, mezclando este combo, queda para todos un notable culebrón. ¿Tiene deficiencias? Algunas se han señalado. De todos modos, el vicio del novelón es más fuerte que la mera voluntad. Son sólo nueve capítulos en esta primera temporada para disfrutar. Ya llegará el tiempo de reprocharle a Meryl qué nos hizo con su niña y su vocación de actriz.
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