Cuando se estrenó Psicosis, de Alfred Hitchcock, los productores temían (y qué miedo tenían) la reacción adversa del público –es decir, la taquilla– ante dos circunstancias: la primera, que el film de 1960 estuviera rodado en blanco y negro; la segunda, que la anunciada protagonista, Janet Leigh, muriera a los cuarenta minutos y pico del film. Nada de esto evitó la masiva afluencia del público ante una película genial.
Que los títulos de Drive my car, la película de Ryusuke Hamaguchi, aparezcan en la pantalla pasados cuarenta y pico de minutos de comenzado el film, cuando el espectador está compenetrado con la narración y los personajes de esta cinta basada libremente en un cuento de Haruki Murakami, provoca cierta sorpresa pero a la vez expectativa ya que, formalmente, es ahí cuando la película comienza. Si hubiera sido producida por los productores de Hitchcock, podrían respirar tranquilos.
Drive my car es la rara avis japonesa en la categoría “mejor película” (tiene otras tres nominaciones más, incluida “mejor película en lengua extranjera”) para los premios de la Academia de Hollywood que se entregarán este domingo 27 de marzo. Unos días después, el viernes 1 de abril, se estrenará en la plataforma MUBI. Probablemente una película hablada en japonés no tenga las mayores chances de hacerse con el Oscar, pero ahí está Parásitos, que sí lo hizo pese a las quejas posteriores del ex presidente Donald Trump. Esta es simplemente una observación, ya que muy probablemente no gane la estatuilla dorada, y nada de esto haga mella en un film hermoso en sus tres horas de duración, que muestra el duelo que atraviesa un hombre en sus cuarenta, que narra historias sin estridencias y que plantea también una reflexión sobre el arte como una lengua universal.
Yûsuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima) es un actor y prestigioso director de teatro conocido por incursionar en puestas novedosas en sus obras. Oto (Reika Kirishima) es su esposa guionista de programas de televisión, que suele contarle historias mientras tienen sexo, historias cuyo final coincide con el clímax de la relación. La hija de ambos falleció hace dos décadas y aún la recuerdan en los aniversarios fúnebres. Parecen ser una pareja feliz. Yûsuke tiene la costumbre de ensayar los textos dramáticos en su auto, en los que Oto interpreta a los demás personajes, dejando un silencio tras cada línea, para que su esposo pueda decir su parte. El director es testigo de un acontecimiento extraño a las convenciones de una pareja, pero no lo menciona y la vida sigue igual. Una tarde, ella es encontrada muerta por causas naturales.
Dos años después, Yûsuke maneja su auto rojo hacia Hiroshima, donde tiene planificado poner Tío Vania, de Chejov, en una puesta multilingual, que incluye japonés, chino, coreano y lengua de señas coreana, que practica una actriz muda. La producción de la obra impide que los protagonistas de las obras en Hiroshima (que es señal de destrucción letal, pero también de pulsión de vida y reconstrucción) manejen sus autos, y por contrato le asignan, pese al rechazo indómito de Yûsuke, a una chofer.
En la obra también actúa un joven actor que conoció al director a través de su esposa, que trabajaba con él en tiras juveniles. Yûsuke establecerá una relación particular con el joven actor, que le podría brindar elementos para comprender su vida. A la vez, si la relación con la chofer es al principio fría y distante, pronto Yûsuke volverá a ensayar a los gritos en la cabina del auto mientras conducen por una autopista, respondiendo a los audios grabados por Oto. La extravagancia de las escenas es puramente natural y establece el marco de esa nueva relación.
Se trata de una película sencilla y conmovedora que muestra la vida y las narraciones que conforman a las personas en los trances de los días y las noches, una apuesta fílmica que lo logra y, entonces, emociona.
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