Odessa era un importante puerto de mar para los griegos y sirvió como destacamento militar del Imperio turco. Desde su incorporación al Imperio ruso, a finales del siglo XVIII, se llenó de población europea –italianos, griegos, franceses, españoles, además de los cosacos ucranianos y rusos– y también se convirtió en una de las más prósperas comunidades judías.
En su desarrollo urbano planificado en damero, según la rosa de los vientos, desempeñó mucha importancia un ingeniero de origen holandés, Franz de Volan. Este seguía instrucciones de un militar ítalo-español al servicio de la armada rusa, José de Ribas, quien es considerado el fundador de la ciudad.
Otro de sus primeros gobernadores, en este caso francés, fue el duque de Richelieu, familiar lejano del famoso cardenal, que después de gobernar Odesa sería primer ministro en la Francia de la restauración borbónica tras el exilio definitivo de Napoleón. Richelieu era también uno de estos aventureros al servicio de su alteza imperial, la zarina de todas las Rusias. Ataviado con una toga romana según la moda neoclásica, figura al comienzo de la espectacular escalera Potemkin.
Odesa sufrió los combates de la Primera Guerra Mundial, y fue tomada brevemente por la joven República Popular Ucraniana. Los soviéticos se hicieron con Odesa en 1920, pero no pudieron evitar que, como ocurría en la América de Al Capone, las mafias judías siguieran controlando la ciudad.
En Cuentos de Odesa, Isaak Bábel, uno de los más interesantes escritores judíos soviéticos nacidos en Odesa, retrata muy bien esta atmósfera de los felices y arriesgados años veinte de esta Chicago del Mar Negro. La película Benya Krick (1926) se inspira en uno de sus cuentos. Bábel era amigo de Eisenstein, y pudo haber influido mucho en que los más famosos directores de la propaganda soviética escogieran la ciudad para ambientar algunas películas tan importantes como El hombre de la cámara (Dziga Vértov) o varias del propio Eisenstein, que hicieron de Odesa la meca del cine soviético.
Odesa, ciudad de cine
Con ocasión del rodaje de un documental sobre su fundador José de Ribas, estuve varios meses en la ciudad ucraniana.
Pude además asistir al festival de cine más importante de Ucrania, que buscaba atraer la atención de productoras e inversores para restaurar los estudios cinematográficos y recordar al mundo la relevancia de esta ciudad en la historia del cine.
Porque fue aquí, en esta ciudad cosmopolita, donde el inventor Iosif Tymchenko creó el primer aparato para ver imágenes en movimiento, dos años antes de que lo hiciesen los hermanos Lumiere.
En Odesa se construyó el primer estudio de cine del todavía entonces Imperio Ruso a principios del siglo XX; y en los años 30 era considerada “el Hollywood ucraniano”. De hecho, muchos de los fundadores de los grandes estudios del Hollywood estadounidense eran judíos de Odesa.
En diferentes espacios urbanos de Odesa se filmaron también algunas de las películas mudas más famosas del cine soviético; y fue en sus estudios cinematográficos, los más grandes de toda la Unión Soviética, donde empezó su carrera el gran director Aleksandr Dovzhenko.
Pero la película que dio fama mundial a Odesa fue sin duda El acorazado Potemkin de Eisenstein (1925), con la famosa escena de la escalera.
La escalera de Odesa
El acorazado Potemkin se inspira en un acontecimiento que tuvo lugar veinte años antes del rodaje, el motín de los marineros de ese acorazado ruso en 1905. Pero la represión de los amotinados no tuvo lugar en la escalera sino en el puerto.
No nos interesa ahora tanto la historia del motín como el hecho de que el cine convirtiera a este espacio de transición, en constante cambio como la misma ciudad de Odesa, en un lugar emblemático.
La ahora denominada “Escalera Potemkin” antes había sido conocida como de Richelieu, del Boulevard o simplemente “la gran escalera”, y cubría el desnivel hasta el puerto con más de cien enormes escalones de piedra arenisca.
Es memorable el montaje dinámico que hizo Eisenstein allí, con el ejército del Zar descendiendo en un bloque compacto y disparando a discreción a una masa de civiles que huyen caóticamente y caen rodando por los peldaños. Los blancos uniformes de los cosacos destacan contra los tonos oscuros de sus víctimas, entre las que centra nuestra atención la madre que al morir deja rodar pendiente abajo el cochecito de su bebé, que tras varios saltos se precipita en el caos.
Esta escena ha sido homenajeada después en el cine hasta el agotamiento (Los intocables, El Padrino o La Caja de Música son sólo algunos ejemplos).
En algunos de los fotogramas de El acorazado Potemkin puede verse al final de la escalera una pequeña iglesia bizantina, que fue destruida después por los soviéticos, y fue sustituida por un edificio anodino que, en 2009, servía como gran superficie o lugar de compras.
Odesa en la encrucijada
Pensaba entonces, y así lo escribí, que los cambios en Odesa son tan rápidos (y tan manifiestamente representativos de los cambios en Europa) que quizás, con el tiempo, la escalera dejaría de llamarse Potemkin y pasara a llamarse “del Autocentro”, por la fiebre consumista que se había desatado en esa ciudad, cada vez más turística y orgullosa de su bienestar.
Unos metros más arriba de la escalera, en la ahora llamada plaza de Catalina, una escultura de esta zarina, “la Grande”, sustituía desde 2007 al monumento a los héroes de Potemkin, que fue trasladado al puerto.
La estatua de Catalina, que integró a Odesa en el imperio ruso, no molestaba a los ucranianos demócratas, mayoritariamente rusoparlantes. Esto no significa que sean partidarios de Rusia, sino ciudadanos ucranianos orgullosos de su historia y también de pertenecer a una democracia que se acerca, o acercaba, a Europa.
Cuando presentamos el documental de José de Ribas en Odesa en 2012, el gobierno nacionalista ucraniano había perdido las elecciones en favor del Partido de las Regiones de Yanokóvich, y recordar la historia cosmopolita y rusa de la ciudad era muy bien visto en la ciudad.
Un alto funcionario del ayuntamiento me contó con cierto cinismo que las últimas elecciones habían sido vigiladas por cámaras rusas que no funcionaban. Esto es, presumía de unas elecciones amañadas. Fue después cuando escribí que quizás una estatua de Putin podría acabar sustituyendo a la zarina. No podía imaginar que una ironía cómica entonces pudiera hoy resultar tan trágica.
Hoy la famosa escalera parece volver a convocar en ella episodios sangrientos como los de Eisenstein, pero esta vez con base histórica real. Esperemos poder seguir disfrutando de una localización tan simbólica, cuya historia fílmica es también la historia de la reciente Europa, además de la historia de un país de encrucijada cultural, ahora en el centro de la atención mundial.
*Jorge Latorre Izquierdo es profesor titular de Historia del Arte (cultura visual, cine, fotografía), Universidad Rey Juan Carlos.
Publicado originalmente en The Conversation.
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