“Espantapájaros”, un cuento de Bernardo Esquinca

Infobae Cultura publica un relato de “Los niños de paja”, del autor mexicano representante del weird fiction, o cuento extraño

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gentileza INTA AMBA
gentileza INTA AMBA

La casa de campo colindaba con una granja abandonada.

Todos los veranos, Daniel y sus primos pasaban quince días en la propiedad familiar, entregados a su juego favorito: las escondidas. Podían moverse libremente siempre y cuando no traspasaran los límites impuestos por la cerca de alambre. Había muchos lugares para ocultarse: los lavaderos, la bodega, el taller de carpintería, el estudio del abuelo o cualquier rincón de la vieja casona, incluida la enorme chimenea.

Para Daniel, sin embargo, la tentación de esconderse en la granja era muy grande: ahí nadie lo encontraría. Lo que lo detenía no era el temor al castigo de sus padres, sino las advertencias de Édgar, el mayor de los primos. Nadie debía visitar la granja abandonada porque en ella rondaba el espíritu de su antiguo propietario: un granjero enloquecido que asesinó a su familia con la guadaña para segar el trigo y después se suicidó rebanándose el cuello.

El miedo creció con el testimonio de Álvaro, su primo favorito. Cierta noche de tormenta –le había confesado–, Édgar le mostró al fantasma. Él no quería, pero fue llevado a la fuerza. En medio del sembradío, bajo la luz de los relámpagos, observó la aterradora aparición: se elevaba por encima de las mazorcas, extendiendo los brazos como si quisiera abrazarlo. Los cabellos del granjero parecían serpientes y en el rostro tenía una mueca congelada, a medio camino entre una sonrisa y un grito. Álvaro sólo miró unos segundos antes de dar media vuelta y salir corriendo, pero aquella imagen lo perseguiría en sueños.

En otra ocasión, Santiago, el más listo de los primos, le dijo algo que lo dejó pensativo.

—Édgar tiene pacto con el diablo. Va a la granja a escondidas, a encontrarse con el fantasma.

—¿Me lo juras?

—Por ésta —Santiago besó el pulgar que hacía una cruz con el índice—. Lo he visto escaparse varias veces en la madrugada.

Cuando las vacaciones terminaron, Daniel siguió obsesionado con el tema. En el salón de clases, mientras la maestra hablaba de las hazañas de algún héroe distante e inverosímil, los encuentros de su primo con el espíritu maligno eran cada vez más reales en su imaginación. ¿De qué hablaban?, se preguntaba. ¿Qué misteriosos conocimientos le transmitía desde el mundo de los muertos? Daniel no se atrevía a preguntárselo directamente a Édgar; sabía que obtendría a cambio una lluvia de coscorrones. Pero él quería saber, así que ideó un plan: seguiría a Édgar sin que éste se diera cuenta y espiaría su encuentro con el fantasma del granjero.

El siguiente verano fue como los anteriores: las mamás cocinaban, los papás bebían tequila y jugaban cartas, los primos se peleaban con las primas, y en medio de todo aquello estaba el juego de las escondidas. Cada vez quedaban menos lugares que nadie conociera. “¿Por qué casi siempre ganaba Édgar?”, pensó Daniel. ¿De verdad tenía pacto con el fantasma y éste lo escondía en sitios imposibles de encontrar? Eso se acabaría pronto, estaba decidido a descubrir su secreto. Observó con paciencia los movimientos de su primo, hasta que una noche se dio cuenta de que se levantaba de la cama; desde la ventana del cuarto lo vio salir al jardín trasero. Daniel se puso los tenis y fue tras él.

Afuera estaba muy oscuro, pero escuchó el ruido de la cerca al moverse. Cuando llegó ante ella, se percató de que tenía levantada una parte y se deslizó por debajo. Avanzó en dirección a la granja; podía oír los ruidos que hacía Édgar al abrirse paso entre los matorrales.

De pronto, las plantas se cerraron en torno suyo; estaba en medio del sembradío, justo el sitio donde Álvaro había visto al fantasma. Comenzó a moverse con más cautela, mientras su corazón iba más aprisa; Daniel sintió que le salía por la boca, agitándose como el pez que saltó de sus manos una mañana en el río.

El viento nocturno empujó las nubes en el cielo y la luna llena apareció, brillante. Bajo esta inesperada luz, Daniel detectó algo en el suelo, a unos metros de él: una diadema azul, como la que usaba su prima Lorena. La recogió y siguió caminando entre las plantas. El frío traspasaba su piyama y se le untaba en los huesos. Temblando, separó unas ramas, salió a un pequeño claro y quedó paralizado.

"Espantapájaros" pertenece al libro "Los niños de paja" (Almadia), de Bernardo Esquinca
"Espantapájaros" pertenece al libro "Los niños de paja" (Almadia), de Bernardo Esquinca

Daniel tenía ante él una visión que no alcanzaba a comprender. Por un lado, estaba el espantapájaros, imponente y silencioso, alzándose sobre sus dominios para impedir que las aves se comieran la cosecha. Había visto otros antes y conocía su función. Lo que no entendía era lo que hacían Édgar y Lorena: ella arrodillada, con el rostro sobre la tierra; él detrás, con los ojos cerrados, jadeante. Quería escapar de ahí, pero al mismo tiempo no podía dejar de mirar.

A un costado de ellos, en la base del tronco que sostenía al espantapájaros, reconoció otros objetos: la pulsera de cuero de su prima Lorenza; la peineta de Sofía; el chaleco que la abuela le tejió a Jimena, la hija de la cocinera; el zapato rojo de su hermana Sandra… Entonces tuvo una intuición sobre lo que debía hacer. Se escondió en los maizales, esperó a que Édgar y Lorena se marcharan, y luego depositó la diadema a los pies del espantapájaros.

Sin saber por qué, Daniel regresó todas las noches de aquel verano a contemplar los objetos que conformaban ese extraño altar.

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