Guillermo Martínez: “Los críticos tienen sus propias novelas, sus propios grupos, algo así como su propio partido literario”

El premiado escritor argentino vuelve a la ficción con “La última vez”, donde recrea la escena literaria de los 90. Al borde de la muerte, un escritor consagrado da a leer su último manuscrito a un crítico insobornable porque cree que nunca leyeron bien las claves de su obra

Es uno de los escritores argentinos más leídos en su país y más celebrados y premiados en el mundo. Crítico y narrador, en la obra de Guillermo Martínez hay libros de cuentos como los de Infierno grande, novelas como Acerca de Roderer, La mujer del maestro, Crímenes imperceptibles (que llegó al cine como Los crímenes de Oxford, dirigida por Alex de la Iglesia), La muerte lenta de Luciana B. (el director Sebastián Schindel filmó La ira de Dios basada en esta novela y se estrenará próximamente), Yo también tuve una novia bisexual, Los crímenes de Alicia (ganadora de un Premio Nadal) y ensayos como Borges y la matemática y La razón literaria.

Su última novela, La última vez, se inserta en la larga tradición de las novelas del ambiente de los escritores o de historias de maestros y discípulos que tan maravillosamente frecuentaron autores como Henry James o Philip Roth. En la novela de Martínez, que transcurre en plena década del 90, A., un escritor argentino radicado en Barcelona que pasa sus días postrado por una enfermedad degenerativa quiere darle a leer su último manuscrito a Merton, acaso el mejor crítico que se haya conocido en mucho tiempo, el más lúcido e insobornable, quien, justamente gracias a su honestidad intelectual y luego de ser el más exitoso y temido de sus pares, terminó fuera del circuito de legitimación de la literatura. Merton viaja entonces a Barcelona a descubrir el mayor de los secretos de A., quien, al borde de la muerte, está convencido de que nunca fue leído de manera apropiada.

La última vez es una novela sobre la construcción literaria y también sobre la construcción de los éxitos literarios. En el centro de la discusión, hay reflexiones sobre el deseo sexual y lecturas posibles sobre la competencia masculina y, algo más lateral, como ocurría hasta hace unos años, el lugar decorativo de musas que ocupaban las mujeres de los escritores por entonces, las Lolitas que jugaban a ser grandes para que les prestaran atención y una única mujer central y casi protagonista: una agente literaria mítica que sabía hacer los números para los autores que representaba y también para ella, claro.

Guillermo Martínez y el origen de su nueva novela.

— Tu nueva novela tiene que ver y mucho con Henry James, sobre todo con su relato “La próxima vez”. Contame un poco sobre tu gusto por la literatura de Henry James y cómo surgió la idea para La última vez.

— Mirá, en realidad, curiosamente, si bien yo había leído muchos de los relatos sobre la escena literaria de Henry James, la pista sobre este cuento en particular me la dio Daniel Guebel en un viaje que compartimos a un congreso en Villa Gesell. Él me habló de esta nouvelle que yo no había leído; me interesó mucho cuando finalmente la leí. Y la conexión tiene que ver con un viaje que yo hice a Barcelona en el año 93, que fue cuando conocí a Carmen Balcells, la gran agente literaria española. Ella me hizo un comentario en ese momento, estaba como azorada porque los grandes grupos editoriales empezaban a contratar como directores comerciales a gente de afuera del mundo literario. El ejemplo que ella me dio y que casi la escandalizaba era que la experiencia anterior de uno de los directores comerciales había sido vender zapatillas, entonces bueno, ahora iba a vender libros como antes vendía zapatillas. Y entonces ella me dijo una frase: “bueno, pero de todos modos, cuando llegue el momento igual se va a necesitar a alguien que entienda de literatura, ¿no?”. Entonces se me ocurrió en ese momento la idea para una novela un poco jamesiana, que actualizara los personajes de la escena literaria. El editor contemporáneo, el agente, los premios, las fiestas, la consagración, etcétera. Y recuerdo que en otro congreso de escritores comenté en la charla que di que tenía pensada esta novela y Guillermo Saccomanno, cuando terminó la charla, me dijo: bueno, apurate a escribirla porque si no la voy a escribir yo (risas). Por suerte llegué antes. Y bueno, la novela tiene que ver con una época que de algún modo ya pasó pero que en la que yo participé, que fueron los años 90, y en los que el peso de la crítica era muy importante, sobre todo en los diarios. O sea, a veces tener o no una reseña en un diario definía la existencia del libro. Había muy pocos canales alternativos, muy pocas revistas literarias. Y recuerdo que realmente aparecer en uno de los tres grandes diarios con una reseña, más allá de que fuera adversa o benevolente, era algo muy importante para los autores entonces. Paralelamente, la figura del crítico también tenía cierta importancia. Entonces, exageré un poco ese mundo de aquella época e imaginé un crítico literario que fuera a la vez respetado intelectualmente, muy temido, y que pudiera ser el único lector y el último lector de este escritor atormentado con esta ansiedad que suelen tener los escritores de que nadie lee exactamente lo que ellos quieren decir.

— Hablás de una época que conocimos los dos muy bien. Vos la conociste desde el lugar del escritor, yo la conocí bien desde adentro desde uno de esos dos o tres diarios (risas) que si te entrevistaban o reseñaban tu libro, podía significar realmente un espaldarazo.

— Yo también hice reseñas en esa época...

— Sí, lo sé.

— Hice unas cincuenta reseñas para La Nación, Clarín, y me ha pasado que me han pagado reseñas que nunca aparecieron. O sea, también ocurrían esas cosas.

— Claro, lo que quiero decir es que conocíamos muy bien en ese momento una escena literaria en donde lo que empezaba a ocurrir eran las fusiones editoriales en grandes grupos y cómo empezaban a desaparecer las editoriales más pequeñas, en realidad las que desaparecían eran las editoriales medianas. Lo que vimos mucho en la Argentina después del 2001 es cómo empezaron a las editoriales chiquitas y boutique que, curiosamente, fueron los sellos privilegiados por los suplementos. ¿Por qué digo esto? Porque en ese cuento de Henry James aparecen dos modelos de escritores, Limbert, un hombre que no consigue el éxito y la señora Highmore, una mujer que es puro éxito. Uno envidia al otro, es decir, uno envidia la posibilidad de tener muchos lectores mientras el otro lo que envidia es la posibilidad de ser bien considerado y prestigioso.

— “Un fracaso espléndido”.

El éxito en la literatura, según el autor de "La última vez".

— Exacto. Ahí hay un dilema. ¿No es posible ser alguien muy celebrado por los lectores y también celebrado por la crítica? ¿Es ése acaso el mayor sueño para un escritor?

— Sí, yo creo que sí. Por supuesto, nunca con unanimidad porque siempre hay una especie de desconfianza, escepticismo de los “iniciados” en literatura. Parte del prestigio se les juega en que ellos tendrían un saber que no es accesible para el vulgo. Entonces, naturalmente, y como pasa en muchas otras disciplinas, a veces lo que tiene más éxito se considera sospechoso. A mí me ha pasado de ir a congresos de literatura en los que… De pronto yo leo a un autor japonés que me parece extraordinario y habló con otro escritor japonés que está en el congreso y advierto que al que a mí me interesa lo desprecian en Japón. Porque es el único que tiene éxito a nivel internacional. Entonces, eso es muy sintomático, es como una especie de cliché que pasa no solamente en Argentina. Y yo creo que tiene que ver con que el éxito en literatura depende de la opinión de los otros, es algo que se construye con la música de época, con ciertos criterios establecidos que no se quieren tocar. Con nichos de poder, ya sea en suplementos culturales, en espacios académicos o lo que fuera. No es algo que brille por sí solo, hay que construir esa idea. Por ejemplo, un tenista gana un torneo y puede ganarlo con toda la tribuna en contra, por decirte algo.

— Claro, claro.

Grigori Perelman, el matemático que probó uno de los cinco teoremas abiertos más famosos, rechazó el millón de dólares que ofrecían, no dio entrevistas, ni siquiera se preocupó por enviarlo a una revista con referato porque sabía que había hecho bien la demostración y que no tenía que rendir cuentas a nadie. Hay algo en algunos ámbitos en los que la noción de verdad de algún modo ya viene dada por lo que se hace.

— Bueno, lo que pasa es que estamos hablando de áreas o disciplinas en las que cuenta el gusto y también influyen los circuitos de consagración.

— Claro, por eso.

— Es algo diferente. Mencionabas las matemáticas, el tenis -que también aparece bastante en tu novela-, la lógica: son universos muy diferentes del de la literatura, ¿no?

— Claro, pero tienen criterios de valoración que no dependen tanto de lo opinable, justamente. Entonces me parece que eso es lo que da en la literatura el valor al crítico, finalmente. Y eso es lo que constituye de algún modo la tensión que hay en la novela entre el escritor que cree haber dicho algo -y cree haberlo dicho cada vez más claramente- y esa especie de misterio que se desliza en la novela de si, verdaderamente, hay algo así o es algo fantasmal, un espejismo del autor.

— Algo interesante en tu novela tiene que ver con esta idea de la novela en clave, del roman à clef. Aparecen permanentemente nombres, historias, anécdotas, frases, palabras que uno puede reconocer; hay títulos de otras novelas que aparecen en el medio de la narración...

— Aparece Marcelo Chiriboga.

— Y te iba a preguntar, exactamente, por Marcelo Chiriboga, que es el personaje creado por Carlos Fuentes y por José Donoso, dos de los autores del boom. Quiero que me cuentes qué te pasó con ese personaje cuando supiste que se trataba de un personaje inventado.

— Y, esto fue cuando leí El jardín de al lado, de Donoso, y me encantó esa idea y me encantó también como una manera de burlarse un poco de las grandes figuras del boom. Entonces, inventar un autor cuyo único título se llama La línea imaginaria me pareció una gran broma literaria. Realmente no lo conocía de antes. Era una especie de broma de la época pero como una broma interna de los autores de esa época, también. Entonces, me enteré de lo que fue la preparación para la escritura de esta novela. Leí ese libro maravilloso que es Aquellos años del boom, de Xavi Ayén. no porque la novela tenga que ver con el boom, la novela transcurre en una época poco posterior, pero sí tiene que ver con la Barcelona de esa época, con Carmen Balcells.

— Y con Merton también, uno de los protagonistas y experto en el boom.

— Claro, él hace su tesis sobre estos autores. Entonces, en el caso del otro personaje me interesaba un autor que fuera inmediatamente posterior a los del boom y a quien, por lo tanto, no le tocó esa ola de reconocimiento en la que estaban todos los demás sino que hace un camino un poco más solitario. Y más dudoso en cierto modo, no tan aclamado, digamos.

— Tu personaje A. sufre una enfermedad, está postrado. Y no quiere irse de esta vida sin que alguien lea el secreto de su literatura. Porque A. siente que ha sido mal leído siempre. ¿Guillermo Martínez siente que fue mal leído?

— No, la verdad que he tenido lectores excelentes. Te digo más, me pasó no hace mucho que estaba tomando un café, se bajó muchacho de una bicicleta y me vino a decir una cantidad de cosas de mis libros que me parecieron extraordinarias… O sea, muchas veces me ha pasado que lectores me han leído muy bien y con generosidad y agudeza. Y yo no creo tener esa especie de panorama general de las novelas que hago como si constituyeran un todo. Esa también es una idea poco exagerada. Creo que ningún autor tiene esa especie de claridad a lo largo de toda su vida de desarrollar obra tras obra si fuera en un programa. Sí hay procedimientos, recurrencias, variaciones. Pero bueno, este personaje lleva como al extremo la idea de que por un lado se puede construir una obra con una coherencia absoluta y que, además, no sea comprendida. Me interesaba encontrar esa clave, no dejar abierto eso. Y fue lo que más me gustó al pensar la novela, la posibilidad de pensar un programa literario más allá de que no se me ocurriera a mí llevarlo a cabo. La posibilidad de decir: bueno, qué podría haber oculto -como dice el personaje de Nuria Monclús-, qué es lo que embutió este escritor en sus libros y encontrar algo que sea interesante hasta cierto punto y que no sea totalmente previsible. Por eso escribí la novela como si fuera una novela policial. Mi idea era que se pudiera leer como una novela de suspenso.

Dice Martínez que aunque "La última vez" es una novela sobre la escena literaria, buscó escribirla como una novela de suspenso.

— Hay algo de eso, sí, y sobre todo en el final, en donde para seguir con las referencias hay hasta una especie de mínimo escenario El nombre de la rosa, un monasterio que también es una referencia. O sea, la novela está llena de referencias. ¿Mientras la escribías te imaginabas a un crítico o a un lector crítico tomando nota y diciendo “Ah, éste es mi eureka”?

— Exactamente. Yo quería manejarme con esa especie de fair play de la novela policial de intriga. Es decir, que el lector fuera adueñándose de las pistas que aparecían a lo largo de la novela para poder entrever alguna posibilidad en la resolución antes que Merton, como lector. De algún modo, el lector de la novela tendría que posicionarse como Merton, que es el joven crítico que tiene que descubrir la clave.

— Recién mencionabas a Nuria, personaje de tu novela, que está claramente basada como personaje en Carmen Balcells.

— Claro, sí, sí, sin dudas. En general yo no tomo como modelos para mis personajes personas reales sino que hago ciertas amalgamas de diferentes personas o rasgos. Pero en este caso, sin dudas, yo quería retratar, recordar, evocar de algún modo la figura de Carmen Balcells porque ella me parece un personaje de ficción que estuvo suelto en el mundo. Yo recordaba frases de ella, modos, anécdotas. Por ejemplo, se cuenta una anécdota en la cual ella interroga a un editor sobre un libro, una especie de deuda que tiene el editor con ella, y esa escena yo la vi durante una cena. Y el pobre hombre se pone todo rojo y tartamudea y Carmen le dice: bueno, pero no me contestes todavía. Y escribe algo en un papelito, lo dobla y dice: ahora, sí. Entonces el editor suelta una excusa del tipo “de ese asunto no me he ocupado yo”, y Carmen Balcells desenrolla el papelito en el que segundos antes había escrito exactamente esa frase. O sea, tenía esa clase de trucos y tenía desplantes de reina y gestos de reina, también, entonces, sin dudas, me parecía un personaje. Tenía una manera de hablar, además, muy interesante para mí porque como era una mujer muy habituada a manejarse entre libros, algunas palabras las decía en francés, otras en inglés, salpicaba la conversación. Algo de eso yo también quise poner en mi novela. Sin ser una mujer demasiado culta, era muy astuta y con mucho sentido común sobre algunas cuestiones.

Una imagen del boom. La agente literaria Carmen Balcells posa sonriente con García Márquez, Jorge Edwards, Vargas Llosa, José Donoso y el guionista español Ricardo Muñoz Suay. Faltan Julio Cortázar y Carlos Fuentes

— Fue la mujer del boom. Ella era la única mujer del boom, por otra parte. Mientras el boom estaba integrado por escritores varones y quien los representaba a todos era Carmen Balcells, ¿no?

— Y todos los autores la veneraban, la adoraban… yo digo que era más adorada que cualquier amante por sus autores... Otra cuestión que pongo es lo del Museo de Autómatas y, de algún modo, imagino una caja con una mano que levita y escribe y hago la observación de que la Agencia Balcells para los autores era como una estructura que les daba médicos, abogados, niñeras, choferes, para que ellos se dedicaron solamente a escribir. Hasta sueldos les ha dado Carmen Balcells a sus autores para que sólo se dediquen a escribir. Entonces, naturalmente, para escritores que en general tienen una relación con lo práctico que no siempre es la mejor, fue una divinidad en algún sentido.

— Sí, una extraña forma de mecenazgo...

— Exactamente, tenía algo de mecenas. Tenía una generosidad abrumadora. Te llevaba a cenar, esto es algo que yo no vi nunca en ningún otro lugar del mundo. Esto es algo bastante español: las grandes reuniones donde se piden vinos, bebidas, comidas. Se sentaban a almorzar a las dos de la tarde y se levantaban a las siete de la tarde.

— Tal cual, sí. Ahora, estamos hablando del tema de los autores y en la novela cada vez que se dispone a leer Merton se propone a sí mismo separar autor y obra, que es algo de lo que se está hablando mucho en este momento, en tiempos de la cultura de la cancelación. ¿Es posible separar al autor de la obra?

— En mi opinión, y un poco la deslizo en el personaje de Merton, no solamente es posible sino que, para mí, para apreciar la obra, hay que separarlos. Más allá de que uno después se entere de que, bueno, tal escena tenía una especie de ligadura con algún hecho de la vida. Porque desde el punto de vista te diría epistemológico, sabemos que los autores lo que hacen es tomar quizás algo como un pie pero eso no significa nada porque justamente lo que hacen a continuación es distorsionarlo, agudizarlo, desfigurarlo. Abelardo Castillo solía decir: mis personajes en los libros suelen detestar las cosas que yo amo” pero bueno, por distintas razones creativas uno necesita esa clase de contrastes, de malevolencias.

— La pregunta también va en dirección a, por ejemplo, qué pasa cuando hay un autor o una autora acusados de determinados delitos, o no sólo acusados sino culpables de delitos o crímenes probados o que, ideológicamente, fueron funcionales a movimientos que terminaron siendo violentos o matando gente. Es decir, ¿cómo hacemos para separar en ese sentido la obra de arte de la que hablábamos antes cuando hablábamos del gusto y hablábamos de los circuitos?

— Bueno, pero sabemos perfectamente que un gran número de escritores han tenido problemas con la ley, lo han confesado o deslizado en sus obras. A mí me parece que hay que seguir separando. O sea, sino no podemos leer a Céline. Hay una escena en donde él prácticamente viola a una mujer. Lo cuenta. Neruda también comenta en sus memorias algo que no lo deja muy bien parado. No sé, Patricia Highsmith era cleptómana, qué vamos a hacer (risas).

(Risas) Pero escribía muy bien.

— Pero por supuesto. Pero además, cómo te puedo decir, me fio un poco más de una escritora policial que haya tenido algún delito que de Sor Juana, si se pusiera a escribir novela policial.

"Hay que separar al autor de la obra", explica Martínez.

— En La última vez aparece el sexo en la novela de A., esa última novela que Merton tiene que leer, y también en la novela que enmarca ese manuscrito, es decir, en dos novelas que el lector tiene ante sus ojos hay escenas vinculadas al sexo y el personaje de Nuria dice que, justamente, la cuestión del sexo puede llegar a significar problemas con las ventas del libro y demás...

— Sexo no, suicidio sí, dice.

— Exactamente. Y en un momento se dice: ¿cómo se sentiría A. si viera reducida su novela a una novela de sexo? ¿Cómo se sentiría Guillermo Martínez si alguien dijera: La última vez es una novela de sexo?

— Y, hay una parte de razón pero creo yo incompleta. Hay otros cien temas de los que estuvimos hablando antes. O sea, es una novela donde hay algunas escenas que tienen que ver con lo sexual pero también hay toda una reflexión filosófica sobre la lógica de Hegel, que es la hazaña que intenta el profesor de filosofía al final de su vida. Hay una cantidad de reflexiones sobre qué significa leer y hasta dónde hay que leer los libros. Está todo esto que decimos sobre el montaje de la escena literaria y de los diferentes estadios que atraviesa un libro. Está el tema para mí secreto y más importante que percibo de novela en novela que las diferentes interpretaciones a que da lugar lo que se escribe, ¿no es cierto? O sea, ahí tenés los dos extremos, la idea de obra abierta de Umberto Eco, donde el lector se apropia del libro y puede interpretarlo de cualquier manera versus la idea de Edward Said, por ejemplo, de que hay que jerarquizar, apegarse al texto, no toda interpretación es igualmente válida, etcétera. De algún modo, la pregunta que subyace en la novela es: ¿puede uno acertar con la forma en que el escritor quiere ser leído solamente por lo que dice el texto? O sea, eso en el fondo es como “Pierre Menard, autor del Quijote”. Y ese es un tema que llevo desde Crímenes imperceptibles, que tiene que ver con la paradoja de las reglas finitas de Wittgenstein. Lo llevo en Los crímenes de Alicia con cuál es el verdadero significado de una palabra extranjera, cómo llegar a saber si uno dio con el verdadero significado de la palabra extranjera. Y con una cantidad de cuestiones. Es como un problema filosófico, que abarca muchas áreas. Y acá lo incorporé en forma de esta especie de incertidumbre que tiene el escritor hasta último momento, ya que él sabe lo que quiere decir pero nadie hasta ahora ha logrado dilucidarlo a partir de sus textos. Cuando Merton se lleva el manuscrito, él podría decirle: “mirá, tenés que leer esto”. Pero él quiere saber si eso está en el texto, ¿no?

— Bueno, lo que uno también podría pensar es que, así como decimos que los libros se completan en las lecturas, también podemos decir que hay escritores que están buscando a su lector. Y la enciclopedia de cada uno, volviendo a Umberto Eco, en realidad es siempre la propia. Con lo cual es muy complicado. O sea, uno se puede sorprender con la lectura del otro pero imaginar que vaya a ser la misma que fue el propósito original de uno como escritor es complejo o imposible.

— Por eso está la escena del monasterio. Él va al monasterio y encuentra la biblioteca de A. y disculpa a los críticos anteriores porque ¿cómo saber todo lo que está en la cabeza de un autor, los libros, las referencias, las luchas contra influencias, las variaciones, no es cierto? Un escritor tiene todo eso en el momento de escribir y para un lector... Por eso puse también como metáfora la sala de Las Meninas. También está esa discusión sobre lo pictórico. Es decir, al mirar un cuadro es muy difícil inferir cómo fue la preparación mental del artista para ese cuadro. Y me parece que lo mismo pasa con la literatura.

— Hay un momento, cuando Nuria le hace el pedido a Merton de que lea ese manuscrito y le dice que A. no quiere morirse sin que alguien reconozca lo que hay por debajo de sus textos, y dice que es lo que llamó su marca de agua. Y dice también: “la primera vez que me habló de esto le dije que dejara atrás toda esperanza porque la lectura fatalmente es un malentendido, cada quien encuentra lo que quiere en un libro”. Y antes le había dicho: “escritores hay debajo de cada piedra y críticos con una novela escondida bajo el brazo también, pero alguien como tú, que lea con ese rigor y que no tenga el culo alquilado, ése es otro cantar”. Eso también resulta interesante porque está hablando del crítico como autor pero también como quien está para desentrañar el enigma de otro.

— Claro, el crítico como una especie de lector supremo. O sea, a mí me parece que es una gran tarea intelectual la del crítico, en ese sentido. Lo que pasa es que, en general, los críticos tienen propias novelas, sus propios grupos, como si te dijera: su propio partido literario. Entonces, es muy difícil encontrar gente que esté orgullosa de ser solamente crítico y que se dedique con esta especie de ambición intelectual que yo pongo en el personaje.

(Ale López)

— Bueno, porque además existió siempre esa idea del crítico como el escritor frustrado. La crítica se hace con las mismas herramientas con las que trabajan los escritores, que es la escritura, y hay una enorme diferencia con otras críticas porque no se hace crítica de arte pintando. En cambio, la crítica literaria se hace escribiendo o hablando, con la palabra, la misma herramienta del objeto criticado.

— Sí, pero la crítica tiene mucho que ver con el ensayo, diría yo. Hubo después toda una idea del crítico como artista, pero yo los críticos que aprecio más son los que se atienen al texto y no quienes quieren desarrollar una teoría y abalanzarse sobre el texto para...

— Forzarlo, claro.

— A mí me interesa la crítica que va desde el texto hacia la teoría y que se apega al texto y no el que toma el texto como excusa.

— Como para terminar, ahí entonces tendríamos esta idea de los escritores que buscan que se lea aquello que quisieron decir y los críticos que fuerzan los textos para que digan lo que ellos piensan. Algo así.

— Para mí lo que es necesario es lo que yo llamo, lo escribí en otra novela, el refinamiento de los opuestos dicotómicos. O sea, la crítica la podés pensar como una cantidad de atributos dicotómicos, siguiendo un poco la línea de Italo Calvino en Seis problemas para el próximo milenio. Yo muchas veces veo a los críticos como que tienen su repertorio de atributos positivos y automáticamente consideran negativo todo lo que no se ajusta a ese repertorio. Y, para mí, justamente hay que dejar de lado ese modo crítico. Hay que ir a cada novela y ver en cada novela qué es lo que dice el texto respecto de estos atributos, no abalanzarse con el aparato ya constituido.

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